viernes, 12 de septiembre de 2008

El día es gris

El día es gris. La humedad resbala en el viento, un viento manso con olor a vino. Ya tengo todo: mi rifle francotirador, dinero, la foto y mi paciencia. Las calles están bastantes vacías, no hay niños ni perros, solo personas con caras tristes que caminan a su trabajo.
A las doce del mediodía él cruzará la plaza, como lo hace todos los días, rumbo al bar, para almorzar y tomarse una cerveza. Mi contacto tiene buenas referencias, solo espero que no se equivoque. Este no es un trabajo fácil, no sé porqué, tengo un presentimiento extraño, nunca antes lo he sentido, debajo del diafragma siento un vacío desgarrante, serán los nervios.
Sigo caminando con mis pasos largos y constantes, intentaré subir al campanario, en donde tendré la mejor perspectiva posible. Entro en un bar y pido un café, observo la mugre en la barra y el gesto obsceno que se figura en la cara del viejo cantinero, esto último me intriga bastante y quedo absorto unos segundos pensando en el porqué de su gesto, creo saberlo: oscuridad, deseo e hipocresía, nunca dicho en palabras se deben manifestar de alguna manera.
Pago.
-Muchas gracias, que tenga un buen día- dice el viejo.
En el cielo solo nubes, comienza a lloviznar tenuemente.
Son las diez y cuarenta y cinco, debo apurarme. Llego a la plaza. Hay muchos árboles (esto podría dificultar el tiro), una gran fuente en el centro con adornos de marfil en donde personas con cuerpos retorcidos se entrelazan hundiéndose en la tierra, y la mayoría de los asientos, los cuales están construidos de madera, están ocupados por parejas de personas mayores. Alrededor de la plaza se sitúan un centro comercial, una escuela, la iglesia y su campanario, y algunos comercios con mucho movimiento y bullicio.
Un joven vestido con colores llamativos y un peinado muy peculiar pasa por mí lado.
-Disculpá, ¿tenés fuego?-pido.
-Claro, toma.
-Gracias.
Enciendo el cigarro y espero, necesito observar el panorama y adentrarme en la intuición e instinto inherentes a mi trabajo. El humo zigzaguea hacia el norte, la llovizna, ya extinguida, ha dejado el pasto mojado.
El día es gris. Los ómnibus empiezan a colmarse, veo gatos caminando en los terrados, la gente sigue triste. Saco la foto de mi bolsillo y la inspecciono. La persona está situada de perfil izquierdo, el ceño fruncido, pelo corto y marrón, facciones poco marcadas y labios gruesos. Lo encuentro muy familiar. No sé porqué, presiento conocerlo.
No es la mejor foto que me hayan podido brindar. De todas formas, sé como estará vestido: traje negro y corbata roja, seña particular de la empresa donde desarrolla su oficio.
Es hora de subir al campanario. Entro en la iglesia. El silencio es abrumador, la gente mira hacia delante sin saber bien porqué, algunos de rodillas murmuran palabras que llevan repitiendo durante años.
Camino hasta el final y me paro en frente a Jesús Cristo crucificado. Siempre derrotado, sangrante y sufrido, Jesús. A mi derecha el confesionario y al lado una puerta. Miro en derredor a mi postura, nadie me vigila. Oso introducirme en ella.
Todo está muy oscuro, las escaleras en forma de caracol me dirigen al segundo piso. Hay mucho silencio y en la lejanía del mismo siento unos pasos. Busco un escondite pero la sala es muy vasta y no logro encontrarlo, los pasos se acercan. Enfrío mi sentir y me preparo al encuentro. Por un gran portal aparece un cura, no muy viejo, vestido con su sotana y con un libro en las manos. Al verme se sorprende.
-¿Usted quién es?- inquiere.
-Subí por las escaleras porque no he encontrado a nadie de la iglesia.
-Si, pero ¿Qué quiere? Usted no puede estar aquí- informa con un tono seco e imperativo.
Antes de que pueda responder, aparece por el mismo portal una joven monja, llevando unos papeles debajo de su brazo. Ante nuestra presencia baja su cabeza y sigue. El cura le llama la atención.
-Lucia quédese un minuto aquí, que debo hablar con usted. Este señor ya se va.
-De acuerdo padre- responde.
-¿Que quiere usted?- pregunta el cura dirigiéndose de nuevo a mí.
Lucia. Que bellos ojos celestes, su pelo rubio con mechas oscuras es hermoso, que pulcritud lleva su piel. Tiene la mirada apuntando a ningún lugar, su postura es a la vez sumisa y desafiante, su cuerpo parece moldeado por Dios. Que bella mujer Lucia.
-¿Qué quiere usted?- vuelve a inquirir el cura subiendo su voz.
-Le explico padre. Yo soy fotógrafo. Mire, aquí tengo mi portafolio con mi equipo y quisiera subir al campanario a sacar unas fotos de la vista del mismo. Sería tan solo media hora, cuarenta y cinco minutos como máximo, son solo unas fotos.
Lucía me mira extrañada mientras se dibuja una sonrisa en su rostro. La observo y presiento que ella tiene algo que decirme. Su semblante posee una seguridad integra mientras las palabras son emitidas.
-No, no se permite subir a desconocidos al campanario. Y mucho menos para fines lucrativos.
-Son solo unas fotos…
-No- interrumpe el cura- váyase por favor.
-Tengo bastante dinero- digo, sacando el fajo de billetes de mi chaqueta.
-¡Que se Vaya! ¿Cómo se atreve a venir a la casa de Dios a sobornar a uno de sus siervos? ¡Váyase!
Sin decir nada más, me doy vuelta y me dirijo a las escaleras, pero antes echo una última mirada a Lucia. Ella me mira apenas y vuelve su rostro al cura.
Vencido salgo de la iglesia. Maldigo mi suerte y por supuesto al cura.
La calle sigue igual. Dudo entre intentar escabullirme por las escaleras hasta el campanario o buscar una nueva posición. Lo de las escaleras puede ser peligroso, levantaría sospechas. El centro comercial es ideal, pero hay demasiada gente. No sé que hacer. Falta media hora para las doce.
-Hola fotógrafo- una voz llama detrás de mí.
Es ella.
-Hola Lucía.
-Yo puedo ayudarte, conozco la iglesia más que nadie, he vivido aquí toda mi vida.
-De acuerdo. ¿Cómo hacemos?
-Pero antes, quiero algo.
-Tengo mucho dinero-digo tocando el bolsillo de mi chaqueta
-No tonto, yo no quiero dinero.
-¿Y que querés?-indago.
-Quiero que me beses. Solo eso.
El día es gris. La miro extrañado y dudoso, me pregunto porqué querrá eso de mí. Es tan bella…
Hay mucha gente y no se vería bien que una monja estuviera besando a un desconocido en la puerta de la iglesia. Ella me observa calma, confiada.
La beso. Sus labios son extraordinarios, una suavidad y exquisitez únicas, su sensualidad infinita emerge desde su interior. No puedo dejar de besarla, el beso sigue, sigue, no termina de encenderse. Ella finaliza.
Me mira sonriente, complacida y alegre.
-¿Vamos?
¿Por qué creo conocerla de antaño? ¿Quién es? ¿De donde sale esa belleza primitiva? Nunca antes he besado nadie con esa intensidad.
-Hey tonto, ¿vamos?- vuelve a preguntar.
-Si, vamos.
Nos aventuramos en la iglesia. Ella sumamente atenta y resoluta me guía hacia una escalera que desciende. Bajamos y caminamos unos cuantos metros, todo esta iluminado por velas, un aire ancestral colma el ambiente.
-Mira, sube por estas escaleras -dice señalándome el camino-, llegarás al campanario. Sube hasta arriba del todo, porque la campana es movida desde un piso anterior al último. Escóndete y no dejes que te vean.
-Solo son unas fotos…
-No me importa que hagas ahí arriba, solo hazlo y vete- me interrumpe concentrada.
-Gracias Lucía.
-De nada tonto.
Las escaleras son muy antiguas. Pierdo la cuenta de cuantos pisos he subido. Mis piernas están agotadas. Por fin llego.
La visión es esplendida, tengo un panorama excelente para mi misión. La hora se acerca, todo es tan raro. Creo tener un deja vú. El aire se vuelve espeso, el gris se mueve de un lado a otro, la humedad condensa los sentidos y sé que esto ya lo he vivido.
El día es gris.
Saco mi rifle y preparo cuidadosamente mis herramientas. Sobre un pupitre abandonado coloco el trípode que sostendrá el arma. La colocación es perfecta. La mira tiene una excelente visual. Con suma paciencia me dispongo a esperar la salida de mi objetivo.
La campana sonará dentro de cinco minutos, debo lograr que el estruendo no descentralice mi sentido unitivo. El movimiento en la calle se hace más dinámico, los coches abundan, los árboles son movidos por el viento. Ya está por salir. Dirijo la mira a su local de trabajo.
La campana suena. El sonido es ensordecedor. La gente empieza a salir de los establecimientos, de la escuela salen los niños juguetones como en una estampida africana, las palomas emprenden vuelo, ya son las doce.
¡Ahí está! Vestido como me han dicho. Camina acompañado de una chica muy elegante, de ojos claros, con un andar soberbio y vestida de negro. Conversan alegres, ambos sonríen. No puedo ver bien el rostro de mi objetivo, no voltea, no saca sus ojos de la chica. Pero es él, estoy seguro.
Está por llegar a la fuente, ahí está mi tiro. Apoyo mi dedo índice en el gatillo y me dispongo a disparar.
La campana ha dejado de sonar.
Una ola de frenesí sube por mi pecho, ya conozco esta grata sensación.
Ahí está él. Vuelve su rostro hacia mi posición. Aprieto el gatillo.
Sus ojos se clavan en mí. ¡Un momento! Ese soy yo.
El día es gris… y ya he cumplido mi misión.

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