lunes, 24 de octubre de 2011

Ecos del mar

Sentí sus piernas tan húmedas como la noche. El ruido de sus tacos retumbaba en las calles vacías. Ella tiró lo que quedaba de whisky antes de entrar en nuestro hogar. Su vestido rojinegro remarcaba sus curvas, su pelo castaño hacia caricias en el aire. Cuanto amaba yo a esa mujer.

Nos quitamos la ropa. Me besó suave y contuvo entre sus brazos.

-Voy al baño- dijo y se alejó zarandeando su hermoso trasero.

Me acerqué a la ventana. Cerca de la puerta del edificio donde me encontraba, una prostituta golpeaba el rostro de quien deduje sería su proxeneta.

-Ya estoy lista.

Estaba hermosa. Volví a mirar por la ventana, pero ya no había nadie.

Agarré fuerte su piel color canela, ella me tiró en la cama. Se escuchó un grito desde afuera.

-La esencia de nuestras almas es la ilusión de los impulsos que nos rodean.- me dijo fijando su vista en la ventana.

Tomé su rostro y lo traje hacia mí. Sentí el calor de su entrepierna y el gemido femenino de su cuerpo. A pedido de ella fui tan soez como pude mientras le hacía el amor.

Luego, quedamos abrazados en el silencio de la noche. Su mirada en mi mirada y esas palabras que aún siguen sonando:

-Te amaré por siempre.

-Y yo a ti.

-¡Paola! ¡Paola! Despierta.

-¡Suéltame hijo de puta!

-Soy yo Pao. Solo es un sueño. Tranquila.

Ella se aleja de mi lado. Siento su respiración agitada.

-Eras tú- me dice asustada.

-¿Era yo? Ok. ¿Qué soñabas?

-Era solo un sueño.

-Dale, contame.

Me mira a los ojos y algo más tranquila comienza a narrar:

-Estaba sola en nuestra playa, la playa de los pescadores. Miraba el mar. La arena era negra, las nubes cubrían todo el cielo. Yo estaba triste porque tú no estabas a mi lado.

No era tristeza, era ira tal vez. Tenía ganas de matarte Lucas, porque no estabas a mi lado. En la arena había grandes pozos y el mar estaba muy agitado. Hubo relámpagos. Luego, no sé como, tú estabas a mi lado. Yo me alegré, pero tu rostro parecía poseído, me mirabas de una manera como nadie antes lo ha hecho, ni siquiera tú mismo. Caí de rodillas, agarraste mi rostro y lo hundiste en la arena gritando palabras sin sentido. No podía respirar. Hasta que me despertaste.

Reí sin ganas.

-Yo te dije que algún día te iba a matar.

-No seas tonto, fue horrible.

La abrazo y nos tapamos bajo las sábanas.

-Tranquila, era solo un sueño.

Me levanté temprano para ir a trabajar. La ducha de agua fría me despabiló. Me vestí rápido, observé la cama vacía y me fui. El frió urbano era intenso como el movimiento de la gente. Fui hasta la parada del ómnibus y abordé el correspondiente.

Me puse a leer un libro con el cual llevaba días entusiasmado: retratos y ensueños. Narraba una bella historia de amor, adobada con viajes y magias.

Un hombre alto de traje y sombrero grises se sentó a mi lado.

-Yo sé lo que le hiciste a ella- me dijo.

-¿Cómo señor?

-Sé lo que le hiciste a ella- repitió.

-¿Qué le hice a ella?

-La mataste.- respondió punzando mi espíritu con su mirada.

-¿La maté?

-Si, Martínez, la mataste.

-¿Cómo sabe mi apellido?

No respondió.

-Permiso-solicité- debo bajarme.

El hombre lo concedió sin quitar sus ojos de mí.

Bajé del ómnibus y caminé rápido sin rumbo. Me metí en el primer bar que encontré. Sentí en mi espalda la mirada de todas las personas que estaban dentro. Pedí un café y me acerqué al ventanal. Las calles rebosaban de velocidad.

Recordé que debía ir a trabajar. No volví a ver al hombre vestido de gris.

-Me tenés podrida- dice Patricia apagando el cigarro.

-¿Por?- pregunto.

-Al fin y al cabo siempre estamos en lo mismo.

La habitación está impregnada de humo y sudor.

-Si, ya lo sé.

-Llevás meses diciéndome que tenés ese sueño recurrente. Que estamos en la playa y caminamos por la arena mirando las estrellas.

-Es verdad eso.

-Pero nunca me das tu corazón- recalca.

-Ya te lo expliqué Patricia.

-Si. Tenés a tu mujer y no vas a dejarla.

-No puedo dejarla, como no puedo dejarte a ti.

-¿De que me sirve eso?

Enciendo un cigarro y me acerco a la ventana. La pradera se extiende en el horizonte, un perro gris persigue a un gato esquivo. El otoño derrocha su tristeza en una lluvia de domingo.

-Algún día nuestros sueños ya no serán sueños. Todo será como debe ser.

Patricia se levanta de la cama y me abraza. Miramos juntos el color negro de la tierra, ella me acaricia el rostro y dice:

-Ya no me verás más Lucas. Ya no me verás.

Besa mis manos, agarra sus cosas y abandona la habitación.

Llevaba más de una hora caminando de librería en librería. Quería encontrar un libro llamado retratos y ensueños. Hacía frío y ya estaba por caer la noche.

A pesar del fracaso de mi búsqueda, adoraba deambular en ese mundo literario. Locales llenos de polvo, paredes grises o pinturas descascaradas, el encuentro de un libro perdido entre otros tantos, la atmósfera onírica en que uno se encuentra.

Primero encontré un libro llamado relatos de un ensueño, luego otro retratos de mil y un sueños. Llevaba meses sin encontrar inspiración en las cosas y no sé porqué tenía la vana esperanza de que este libro revirtiera mi situación. Seguí caminando, se hizo la noche.

Entré en una librería que no conocía, estaba un poco alejada de las demás.

-Buenas tardes- saludé.

-Buenas- dijo el librero, un hombre alto de pelo grisáceo.

-Estoy buscando un libro que no parece ser fácil de encontrar.

-A veces pasa con los mejores libros- sostuvo con una sonrisa cómplice.

-Retratos y ensueños se llama. ¿Lo conoce?

-Por supuesto- respondió frunciendo el ceño.- Es un libro formidable.

-¿Si?

-Pero no lo tengo y tampoco lo encontrarás en estas librerías.

-¿Está seguro?

-¿Dónde escuchaste hablar sobre ese libro?

-Me lo recomendó una amiga. Bueno… es algo más que una amiga.

-Buen gusto tiene tu amiga.

-Podría decirse que si. ¿Dónde podré conseguirlo?

El hombre agarró un cuaderno, con lo que parecían ser apuntes personales.

-Para conseguir este libro necesitarás hacer algo terrible. Este hecho marcará tu existencia para siempre. Cuando llegue el momento ni siquiera sabrás quién eres o que buscas. Cuando…

-Señor, señor- interrumpí.- Es solo un libro. ¿Lo tiene? ¿Sabe donde puedo encontrarlo?

El hombre me miró imperturbado.

-Que tenga buenas tardes joven.- dijo señalándome la puerta.

-¿Sabe que editorial lo edita?

No respondió y me fui.

-¿Por qué todos los libreros están más locos que las cabras?- me dije en voz alta mirando el reloj. Supuse, que de tanto leer, a algunos les costaba distinguir la ficción de la realidad.

Paola debería estar esperándome para ir a comer. Maldije mi suerte y regresé caminando a mi hogar.

La resaca del día anterior partía mi cabeza. Tomé mucha agua y comí las sobras de pizza fría que había en el microondas. Hacía calor y el sol entraba por la ventana decorando el desorden en mi habitación. Puse a cargar mi celular, lo encendí y me avisó que tenía llamadas perdidas y un mensaje de voz. Era Patricia que decía:

-Lucas, a las siete sale mi avión. Sé que no quieres perdonarme, aunque yo te perdoné cosas peores. Te recordaré por siempre y lo que vivimos siempre estará en mí. Adiós.

Eran las cuatro y media. Me vestí rápido y salí corriendo hacia la parada del ómnibus.

Yo no tenía nada que perdonarle, me pregunté el porqué de sus palabras.

La ciudad era enorme, el aeropuerto quedaba en un pueblo a sesenta kilómetros de la misma. El ómnibus me dejó a tres calles de la boca del metro, para luego desde allí ir a la estación de trenes. El tiempo volaba. La muchedumbre que salía de la boca me detuvo con sus empujones. Caminé velozmente en la estación que emulaba a un laberinto de pasillos. Propagandas, maquinas de comida, la melodía triste del acordeón de un músico callejero, al aire insalubre de las instalaciones.

Deseaba tanto volver a verla una vez más, sentir sus manos, oler su frescura. Corrí y esquivé a todo ser que se puso en mi camino. Llegué a la estación de trenes.

Había muchos turistas y equipajes. Un cartel electrónico anunciaba diez minutos para la salida de mi tren. Si conseguía mi cometido, tendría muy poco tiempo para verla.

Recosté mi cabeza sobre el asiento. El tren comenzó a moverse con lentitud. Saqué un libro de mi mochila y comencé a leer.

La ciudad pasó a desfilar por las grandes ventanas del tren. Las vías, algunas plantaciones, dos perros copulando, carreteras lejanas, el ir y venir de las cosas. Unos días atrás ella caminaba sujetando mi mano, compartía mis inquietudes, escuchaba mis sinsentidos. Sentí la música de la vida en mis venas. Que hermosa aventura era ir tras ella…

Llegué. Muchedumbre. Locales de check in, puertas de abordaje de diferentes letras y colores, gente corriendo, guardias y vendedores trabajando, un verdadero caos. No faltaba nada.

Patricia subía las escaleras mecánicas, su rostro triste, su andar desesperanzado. Esa puerta que nos separaría, era ahora inalcanzable.

-¡Patricia! ¡Patricia!- grité.

Giró, me buscó en la multitud, y al no encontrarme dio media vuelta y se fue.

Como un eterno adiós, su cabellera clara fue lo último que vi perdiéndose detrás de una esquina.

-¿Por qué me matas?

-¿Yo te mato?

-Si, Lucas. ¿Por qué lo haces?

-No lo sé. Perdóname.

-¿Acaso mis ojos ya no son una pareja de aves emprendiendo vuelo?

-Son eso y más.

-¿Estarás despierto en mi ausencia?

-Eso intentaré. Pero no te vayas, quédate conmigo.

-Eres tú el que se marcha, no lo hagas.

-¿Podremos hacer eso?

-Tal vez sea tarde, el puñal ya está enterrado.

-Es que cada vez que sueño, sueño contigo. Y sin eso sería imposible continuar.

-Lo sé. Algún día nos volveremos a ver.

-¿Cerca del mar, donde tus cabellos huelen mejor?

-Si. ¿Por qué no? Cerca del mar.

-¿Y caminarás junto a mí?

-Claro.

-¿Y te quedarás conmigo a pesar de hacer lo que hago?

-Si Lucas.

-Que esas aves no pierdan el rumbo de tu mirada.

-Adiós Lucas.

-Adiós.

...

Los marcos de las ventanas tenían la pintura desgastada. Afuera el otoño, las estrellas, el rocío inmóvil sobre el pasto. Llevaba mucho tiempo sin escribir nada bueno. Sin ella la inspiración ya no era como la lluvia, las rajaduras de las paredes y la humedad por doquier pincelaban una vida triste. Observé a unos gatos peleando y sentí envidia por ellos. ¿Qué era esa pelea sino su máximo esplendor cotidiano, su respuesta a las preguntas entrañables?

Sonó el teléfono. Era Patricia, quería salir conmigo. Tomar algo, improvisar soluciones a sus problemas, caminar de la mano, mostrar afecto. Inventé una excusa sin éxito, en menos de media hora tocaría mi puerta. Me vestí rápido y salí. La mezcla del olor a pino del frío y el cantar de los grillos hicieron que adorara mi libertad. ¿De que estaba hecho el recuerdo inmune de aquella mujer? La brisa errante que ondulaba en las olas del mar grisáceo, el eco de la espuma como el clamor de su sonrisa, el despojo sombrío de una eterna mirada.

Sentí la nostalgia reflejada en cada paso. La añoranza sin designios en la soledad de la noche y el mundo que me negaba su belleza. Caminé, las calles sonaban, la luna llena me miraba perezosa. La ciudad comenzó a descender dejándome a las puertas del mar. El sonido de las olas, la arena húmeda, el constante silbido del viento marítimo.

Me senté a unos metros de la orilla. A la distancia se veían los barcos que arribaban al puerto, lentos, lejanos, sus luces tintineando como un roce en otros tiempos.

-Que bella imagen- dijo una voz dulce.

Levanté mi mirada y vi a mi desconocida.

-Si, es verdad. Me encanta venir a ver los barcos cuando me siento fuera de este mundo.

-A mí también. ¿Puedo sentarme junto a ti?- preguntó.

-Claro.

-Últimamente nunca distingo si estoy despierta o estoy dormida.

Acomodó su pelo, miró las estrellas y continuó:

-No sé, es como estar a la espera de que me despierten pero nadie lo hace. No puedo escapar a ese sentimiento.

-¿Cómo te llamas?- le pregunté.- Yo soy Lucas Martínez.

Su perfume olía a fresas.

-¿Importa eso?

-No, realmente no. Quisiera tener una respuesta y poder hacerte feliz.

-Eso quisiéramos todos.

-¿Quieres bailar?

-¿Cómo?

-¿Quieres bailar conmigo?- repitió.

-¿Acá?

-Claro. ¿Por qué no?

-Está bien.

El color canela de su piel se mezclaba con la noche. Bailó conmigo tarareando una canción desconocida, enamorándome bajo las estrellas.

-¿De que estás hecha mujer?

Las olas tocaban nuestros pies.

-¿Porqué no te vienes conmigo a la ciudad? Tomamos algo y caminamos por las calles.- propuse.

-¿A la ciudad? No creo.

-¿Porqué? Nos divertiremos.

-No.

-Me has hecho el hombre más feliz del mundo.

-¿Con tan solo un baile?

-Si.

Quise, en ese instante, entregarle mi vida y ponerme en sus manos.

-Ahora nos iremos a la ciudad y la vamos a pasar bien.- dije desabrochándome la bragueta y alejándome unos metros para mear.

-¿Cómo te llamas? Ahora si quiero saberlo.

Nadie respondió.

Terminé de mear. El silencio de la noche, el mar, el olor a fresas que aún estaba ahí.

Siempre que había una fiesta Paola se ponía nerviosa. Demoraba horas luciéndose en el espejo y nunca la prenda elegida le daba satisfacción. Era una noche de fiesta, estrellas ligeras, calor y bebidas.

-¿Crees que se enojen si llegamos tarde?- me preguntó.

-No Paola. No deben ni saber que hora es.

-¿Estoy linda?

-Preciosa mi amor.

Era una casa enorme. Había una gran variedad de comidas y bebidas.

-Que bueno que han venido.- decían los hipócritas de la fiesta.

Para Paola todo el mundo era bueno y merecía una oportunidad. Yo pensaba diferente.

Nos ofrecieron vestimentas exquisitas, una especie de disfraz moderno. Se montaba un culto a lo banal, sórdido y artero. Apreté la mano de Paola con fuerza y comencé a tomar whisky.

-¿Por qué me traes a estos lugares mi amor?- le pregunté.

Ella hablaba con un par de extranjeros expertos en moda.

¿Por qué la gente veía el mundo de una manera tan distinta a la mía? La mano de Paola tenía un tacto irreal, como arena perdiéndose en mis dedos. Me solté. Los invitados bailaban hablándose al oído detrás de sus máscaras.

Petrificado en una esquina de la sala tomé largos sorbos de whisky. Sentí la divina necesidad de embrutecerme y me refugié en la idea de que todo y todos explotaran, llevándome así, a un mundo sin materia.

Hacia mí se acercó una hembra de pelos rubios, su máscara me hizo recordar a Medusa.

Valientes eran los de antes, como Perseo, pensé. Ella pasó rozándome y mi mano cayó sobre su culo duro regocijándose con él. Libre y purificado, creí saber la verdad universal de las cosas, ¡Que abrazo me estaba dando Dios!

La bofetada encendió mi piel, al agudo tono de sus insultos me trajo de vuelta a la realidad. Los presentes voltearon para ver a la inocente hembra victima de un degenerado. Los llené de odio, nadie antes había osado molestarlos en su danza terrenal. Sus disfraces eran tan ridículos que me sentí lleno de vergüenza, el mío no era original ni costoso, tenía un dejo marcadamente bucólico. Paola rompía en llanto y supe que ya no me perdonaría más. Todavía sentía ese culo duro en mi mano. La muchedumbre la rodeó ofreciéndole consuelo. Miré mis pies, mis zapatos estaban manchados con barro.

Un hombre alto vestido de smoking gris se acercó.

-Señor, le invitamos a que se retire.

Busqué los ojos de Paola pero no los encontré. Cabizbajo me dirigí a la salida. Medusa dio dos pasos hacia atrás, evitándome cuando me vio pasar a su lado.

Los pájaros emprendían su vuelo. ¿Qué ciudad era esta? Recién tocaba su suave torso y ahora la soledad era más lóbrega que nunca. Las calles angostas, el olor a colibrí entre tanto aceite quemado, su caricia, mi quebranto, el camino en la montaña, las alas, los trenes oxidados, la princesa defraudada, las langostas en la pecera, el viaje de un barco silencioso, las velas en la bañera, su cálido aliento, la lejana luz en el cielo de un avión nocturno, el sinsentido infinito de mil palabras tontas.

¿Era esto parte de un sueño, mi imaginación, o el recuerdo errante de un momento feliz? En mi regazo, las letras de un libro nunca escrito y la promesa fallida de una epifanía creada por ella y yo.

Algo estaba roto. Yo ya no era Lucas Martínez, sin embargo ahí estaba, dudando de las realidades y analizando el sentimiento. Sentí nauseas por mi vida, la esencia de nuestras almas ya no era una ilusión, sino una realidad magra e irreconocible. El bunker de mis sueños estaba ahora destruido.

Sentí aire frío en los ojos. El aroma a fresas, el sonido espectral de sus pasos y ese inestable bienestar que sus palabras producían. .

Ahí estaba yo hablando con ella, otra vez, engañando al tiempo y a la realidad.

-Estoy maldito- decía yo.

-No digas esas cosas- ordenaba ella.

Las ventanas comenzaban a romperse, nuestras calles flotaban inertes en medio de un silbido remoto.

-Estoy maldito- volvía a repetir.- Durmiendo o despierto, estoy maldito.

Ella acariciaba mi nuca, buscaba en mis ojos los vestigios de mí ser, mas ya no había nada adentro.

-¿Quieres ir a la playa?- solía preguntarle.

-Hoy no, llévame a casa y hazme el amor.

El buitre gris sobrevolaba el cielo despejado. Yo caminaba descendiendo por los matorrales de la montaña cuando vi la arena blanca. Descendí y crucé la carretera vacía. Percibí el olor del mar y me dejé hipnotizar por el ruido de las olas.

En la playa las casas de los pescadores, azules con los marcos amarillos, simétricamente ordenadas de par en par. A su lado los botes agrietados por el tiempo.

Me dirigía a la orilla. Ahí estaba ella, sentada de espaldas mirando el mar. Toqué su hombro, ella se alegró de verme y me abrazó. Caminamos por la orilla, sin hablar mucho. El mar reflejaba millones de historias humanas, canciones sin final, la sonrisa de un infante, la tristeza de la soledad. Quería decirle cuanto la amaba, cuan infame era mi alma sin ella. Quería sobre todas las cosas arrodillarme y entregarle mi ser.

Pero ella no estaba allí, ya no había botes ni nada. Un buitre gris acechando los horizontes y mil promesas rotas.

Su imagen de sirena en el portal esperándome una eternidad.

Su mirada en mi mirada y esas palabras que aún siguen sonando:

-Te amaré por siempre.

-Y yo a ti.