viernes, 25 de noviembre de 2011

Lona

Con la tristeza cayendo en gotas me ubico,

detrás de cinceles y entramados de cenizas,

a invocarte en frases y abrir puertas rotas de par en par.

En la ventana el mundo, sin viento y sin nada.


¿Quien afirmaría que el tiempo corre?

que ya no estás conmigo,

que todo se derrumba,

sin Ángeles que cuidarnos y ciudades que nos tengan.

Las estrellas inmóviles como el olor de un libro nuevo,

serenos caen los latidos en el alma.

Se me antoja que ya no habrá nada al despertar.


Que no suenen los relojes,

que no suene la ciudad. Un antiguo verso,

una mirada que se pierde en un bar.

Arena. Humo. Tu piel tan blanca como el mar.

¿Qué más triste que este canto de sirenas?

El nido roto por la lluvia,

como el soplo errante de mis profundidades.

Fracaso de hombre bueno,

la condena sin condenar.

Adiós me dice. Adiós le digo.

Lloro y canto, me levanto, pero ya no me puedo levantar.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Viaje sin retorno

2


Nunca más vi a Daniela. Era mi primer día de clases y ella se me vino a la cabeza, no supe porqué. El nudo de mi moña color añil quería estrangularme. Miré a mis compañeros, todos vestidos igual, con delantales a cuadros azules los niños y rosados las niñas. Parecíamos payasos. Pero no importaba. Ese era el uniforme que se utilizaba para aprender a leer y qué es la ética social, sumar y restar, donde y como comienza la historia de los hombres.

Un niño de cara redonda no quería soltarse de los brazos de su madre, lloraba y pataleaba.

-No llores bebé- decía mi nueva maestra.

Al final lo convencieron, él se sentó en una silla echándonos una mirada húmeda y desconfiada a todos. Mi alegría era inmensa, la clase tenía olor a plastilina, había una pecera llena de peces y todos estábamos deseosos por comenzar a jugar.

Nos ordenaron dibujar una casa. El niño de cara redonda se negó apartándose a un rincón. Al principio la maestra intentó unirlo a los demás pero luego desistió.

Dibujé una casa con forma de cono, a mis padres separados uno en cada punta de la hoja y yo, sonriente y con ojos muy abiertos, todos iluminados por un sol gigante detrás de dos nubes.

Ya no soy capaz de dibujar cosas así, ya no soy capaz de dibujar nada, ni siquiera los hombres fosforito me quedan bien. Me limito a escribir esperando de alguien un halago sobre mis palabras. Todos me dicen que mis letras son muy tristes o qué carecen de estructura. ¡Bah! Un eructo para ellos. El arte es triste porque la vida es triste. Me siento un hombre fosforito de contorno negro, solo en una hoja gigante, sin rostro, sin nada. El sol detrás de las nubes, la pecera llena de peces.

El niño de cara redonda no quería ser nuestro amigo. ¿Por qué su madre lo había abandonado a la merced de ese antro? ¿Por qué tenía él que enfrentarse solo a ese definitivo mundo que tenía delante? No habló con nadie durante las cinco horas de clase. Así eran las cosas, te tiraban al ruedo y a bailar. No importaba que odiases todo lo que te rodea, no, no, no, de ninguna manera eso podía importar. Un empujón y ahí estás. ¡Que comience el baile!

Cada día mi madre me llevaba a la escuela y luego mi padre me iba a buscar. Sonaba el timbre y llegaba la hora más esperada del día. Adiós al cansancio de las letras y los números. Hora de dibujos animados, alfajores, juegos callejeros con niños del barrio.

Mi padre siempre me iba a buscar aunque tuviera que dejar de trabajar por ello. Trabajaba como comerciante en las calles y controlaba él mismo sus tiempos. Una tarde, me estaba esperando apoyado en su auto, fuera del mismo. De su mano brotaba sangre. Me acerqué corriendo, lo abracé y le pregunté que le había pasado. Me echó una mirada cómplice y me explicó el percance. Estaba yendo a mi escuela, cuando en un semáforo, una camioneta blanca lo golpeó. Bajó de su Chevette y la camioneta aceleró. El se apresuró a darle captura. Se metieron por calles interiores y en una curva mi padre perdió el rastro. Deambuló por la zona hasta que se volvió a cruzar con el fugitivo. Llegaron a otro semáforo, la camioneta tuvo que frenar. Mi padre salió del auto y le dio un puñetazo a la ventana del conductor. Por eso la sangre. La camioneta volvió a acelerar. Martínez estaba encarnizado, odiaba perder ese tipo de duelos. Miró su reloj, faltaban diez minutos para que yo saliese de clases. El duelo embriagador, su hijo solo en la puerta de la escuela.

Mi padre era un buen padre. Me llevó a su casa y mirando los dibujos animados me comí un alfajor.



La escuela estaba al lado de un liceo. Eran construcciones simétricas, el patio de recreo del liceo estaba separado por un muro del nuestro. El recreo estaba llegando a su fin. Los adolescentes de secundaria solían treparse al muro y gritarnos todo tipo de agravios. Éramos más pequeños, mas traviesos, más feos, pero no tenían porqué meterse con nosotros si nosotros no nos metíamos con ellos.

El grupo de maestras había acabado el té y la conversación. Ya comenzaban a llamar a sus alumnos. Había tres adolescentes recordándole a un niño de lentes la fealdad de su cara por culpa de estos.

No recuerdo quien tiró la primera piedra. Yo estaba en primer grado. De un momento a otro, dos o tres individuos del tercer grado, comenzaron a tirarles pequeñas piedras a los adolescentes, todo el piso estaba cubierto de pedregullo. Mis compañeros de clase comenzaban a formar la fila para regresar al salón. Ya eran cinco los lanza piedras. Fui hasta el otro extremo del patio buscando una piedra grande. Regresé al campo de batalla, apunté y dí justo en el blanco.

El joven se bajó del muro con un notable gesto de dolor.

-¡Le rompiste el ojo!- me dijo un lanza piedras pasmado.

Salí corriendo y me puse en el final de la fila. Entré al salón.

La maestra comenzó a explicar quién era José Gervasio Artigas. Un gran ser humano, sin dudas. Un guerrero, como yo. La piedra había impactado en el rostro del joven. El sentimiento encantador de mi victoria bélica se fue transformando poco a poco en culpa. Miré al resto de mis compañeros, atentos al discurso de la maestra, sus conciencias inmaculadas, sus ojos en el pizarrón. Mi agresión tenía un testigo. Mi madre se desilusionaría y me trataría con enojo durante un tiempo. El ojo del joven lleno de sangre. Artigas era el padre de nuestra patria y perdonaba a los vencidos.

Al llegar a mi casa me sentí bastante aliviado. Sin embargo, al día siguiente antes de entrar a clases, el miedo regresó.

Era un día festivo nacional y por eso se llevaría a cabo un acto. Durante el mismo, el director de la escuela tomó el micrófono. Era un hombre bajo y gordo de canas lacias, peinado con gomina, con un semblante autoritario. Se colocó al lado de los pabellones patrios y todo el mundo hizo silencio.

-Quiero aprovechar este acto para mencionar un incidente que ocurrió el día de ayer.- comenzó dirigiéndonos una mirada inquisitiva. Sus palabras eran lentas y guturales.

-Un joven del liceo sufrió el golpe de una piedra lanzada por un alumno de esta escuela.-continuó diciendo.- Le tuvieron que dar tres puntos de sutura por encima de su ojo, pudo haber quedado ciego.

A estas alturas los nervios no me dejaban escuchar con claridad, comencé a transpirar. Las siguientes palabras dudo que hayan sido reales, sospecho que lo imaginé:

-El joven se llama Pablo y hoy vendrá a nuestra escuela a ver quien fue el responsable. Es un niño de segundo grado. El alumno será expulsado de esta escuela.

¡Me iban a expulsar! ¿Un niño de segundo grado? Yo estaba en primero. Hoy vendría Pablo. Había un testigo. ¿Por qué había tirado aquella piedra? Lamenté haberlo hecho. Me dejó de importar la herida de Pablo y la expulsión de la escuela fue la máxima inquietud. Había dejado de ser inocente.

Finalmente nunca nos vimos, Pablo y yo. Nunca supe en qué decantó aquel suceso. No me expulsaron. Eso sí, Pablo debe lucir mi marca hasta el día de hoy. Pasé de grado con nota sobresaliente. Mi madre me regaló una bicicleta como premio a mi destacada actuación.




Cada año mi madre me premiaba si pasaba el curso con la máxima nota. Primero la bicicleta, luego el Family Game, el Super Nintendo y cosas por el estilo. Ella era la responsable de mi constancia y aplicación en los estudios. Su alma se maravillaba si mis educadoras alababan mis dotes y potencial. Era primordial la educación, que su hijo estudie inglés y computación, que haga los deberes y tenga los cuadernos forrados para que no se rompan. Igual se rompían, siempre fui muy bruto y desordenado. Mi letra escrita es la peor abominación lingüística que he visto, si un grafólogo la analizara, seguro que entraría en crisis. El tema es que mis notas sobresalientes eran mi regalo para ella. Era su felicidad en lo yo que pensaba cuando las recibía y en su tristeza cuando estas demoraban en llegar.

Mi madre. Me criaría para que yo no fuese un mal hombre como los que ella conocía. Yo sería educado, fuerte y podría tener todo el amor que ella no tuvo en su infancia. Siento devoción ante su nobleza y angustia ante su mayor fracaso: Lucas Martínez es un hombre tan malo como cualquier otro. Su educación, el malagradecido, la hubiera tirado al inodoro. Pero ella igual le perdonaría cualquier cosa, era la luz de su vida, aunque una luz bastante intermitente.

Cierto día mi padre le dijo:

-Voy a llevar a Lucas a un equipo de fútbol.

Ella desconfió y luego aceptó. Hacer deportes era sano.

El domingo de mañana me llevó a la práctica. Yo era derecho y tenía físico de defensor. Antes de quitarme el sueño de la cara me vi inmerso en la lucha por el balón. Me pusieron de atacante por la izquierda. Corrí por la izquierda y por la derecha, hacia arriba y hacia abajo, di vueltas, semicírculos y triángulos. El balón temblaba de miedo al imaginarse manipulado por mi trato impío. Se escapó de mí durante toda una hora y luego descansó aliviado bajo el brazo del entrenador.

-Señor… Martínez ¿verdad?- dirigiéndose a mi padre.- Mire, este año no ficharemos a más niños. Pero el chico promete.

Esas fueron sus palabras.

-Señor, no pierda el tiempo. Llévelo a la escuela y póngalo a estudiar.

Esos fueron sus pensamientos.

Mi padre escuchó estos últimos. Tenía buen oído para los pensamientos de los hombres. Las mujeres eran otro tema.

Lejos de deprimirse miró el cansancio de mi cara. Este técnico no sirve, es cierto que el chico no es gran cosa, pero en algún lugar lo querrán, el baby futbol está lleno de idiotas, mi hijo tiene que jugar, ¡por mis huevos que va a jugar!

Mientras estas y otra sarta de cosas se le pasaba por la cabeza, un tipo vestido de deportivo rojo se le acercó.

-¿Es su hijo?- preguntó.

-Si, es mi hijo.

-Acá es difícil que fichen a un niño nuevo, hace tiempo que juegan los mismos niños y les va bien.

Los pocos dientes que tenía eran color verde, amarillo y marrón. Tenía la mirada eléctrica y cualquiera diría que nació en un establo o en algún lugar de ese estilo.

Se llamaba Jorge.

-Mire, si quiere tráigalo y lo probamos en nuestro equipo. ¿Qué te parece gurí?- me preguntó con un tic en su párpado.

-Bien.- respondí mirando a mi padre.

Pasó una semana y me llevó a practicar. Esta vez me pusieron de defensa por la derecha. El balón seguía en su actitud esquiva aunque ya comenzaba a dar signos de resignación. Hubo una segunda práctica y luego otra. Me ficharon. El baby fútbol está lleno de idiotas.

Mi madre, que por cierto se llama María, me llevó a la cuarta práctica. Aprovecharía desde allí para llevarme al dentista, el cual estaba a solo dos calles de distancia. Durante la práctica, mientras observaba el movimiento del equipo titular que jugaría el sábado, Jorge me invitó:

-Tomá Lucas, tomate un matecito con el entrenador.

-Si Jorge.

Me encantaba el mate.

Chupé el agua caliente y luego me colocó un rato en el equipo y marqué un gol.

Al terminar la práctica, caminando hacia al dentista, Mamá me dijo:

-¡Estas loco Lucas! ¿Cómo se te ocurre tomar mate con ese entrenador? ¿No viste como tiene los dientes?

Y por fin llegó: mi primer partido. Tarde radiante de sol, una multitud de padres chillando, el juez uniformado de negro. Empecé de suplente, claro está. El capitán y golero de nuestro equipo era el hijo de Jorge: Jorgito.

Mientras discurría el partido yo sentía fascinado la textura de mi uniforme, miré mi casaca y mis botines y me llené de orgullo. Me sentí parte de algo superior.

Promediando la primera parte del encuentro, Jorgito entregó tontamente el balón y el equipo contrario anotó.

-¡Gol!- gritó enfurecida la masa de padres.

-Bien Jorgito, no pasa nada.- gritó Jorge.

Medio tiempo. Los espectadores compran tortas fritas y coca cola. El juez toma agua de un grifo. Charla del entrenador. Sin cambios en el equipo.

Comienza el segundo tiempo.

Diez minutos. El defensor derecho da un pase a Jorgito. Jorgito se tropieza. Segundo gol del equipo contrario.

Junto a un compañero suplente observamos al golero reserva, es alto y tiene brazos largos, parece tener gran aptitud física.

Mi padre fumaba un cigarro en un extremo de la cancha. Mi compañero y yo agarramos un balón y nos pusimos a pasarla entre nosotros. Al rato escuchamos a Jorge.

-¡Movete de ahí salame!

Le gritaba a un joven callado, rodeado de varias damas, que estaba atrás del arco defendido por Jorgito. Esperaba que termine nuestro encuentro para que su equipo femenino usara el terreno de juego. El tipo se quedó quieto demostrando indiferencia.

Jorge repitió la frase. La madre de Jorgito le pidió tranquilidad.

-¡Chupame un huevo!- grito el tipo.

-¡Hijo de puta! Te voy a matar.

Invadió la cancha encolerizado dirigiéndose a su objetivo.

-¡Jorge! ¡Jorge!- la mamá de Jorgito.

-¡Ay, Ay!- el equipo femenino.

-¡Prrrrrrr!- el silbato del juez.

Se dieron dos o tres puñetazos cada uno y fueron separados. Jorgito lloraba. El juez suspendió el partido.

No pude debutar. No me sentía triste sino más bien desconcertado. Le pedí a mi padre que me llevara a su casa.

Más tarde, ese mismo sábado miramos un partido de futbol televisado. Llegué a una conclusión: en el mundo había Jorges y Jorgitos por doquier.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Viaje sin retorno


1


Mi padre me llevaría al cementerio. Yo tendría uno o dos años. Me pasó a buscar un mediodía soleado por la humilde casa de mi madre. Ella me besó la frente deseándome suerte y la negra Jennifer, nuestra vecina, me dio una pequeña flor roja llena de espinas. Avancé callado y un tanto asustado por el pasillo gris que conducía a las calles. Mi padre me subió a su Chevette, sentándome en el asiento desvencijado de atrás.

Por la ventana, a pesar de mi corta edad, pude apreciar el ritmo cansino y desesperanzado de Montevideo, y me sentí triste. Parecía que la ciudad entera nos estuviera siguiendo al cementerio, las viejas que barrían las calles, los vagabundos tirando de sus carros, los autos oxidados, los perros hurgando en los cestos de basura.

Aunque yo no entendiera ni una sola palabra, mi progenitor intentaba explicarme quienes habitaban las tumbas a mí alrededor, que significaba la vida y la muerte, que tan importante era la persona en cuestión. Llegamos a una tumba tubular y nos quedamos mirándola fijamente. Yo intentaba entender semejante ritual, quien o qué yacía dentro, el porqué de la insólita reverencia de mi padre. Sentado en el suelo de tierra agarré un cascarudo e intenté llevármelo a la boca, pero la mano gorda de mi padre no me lo permitió. Me quitó la flor espinada y la depositó sobre el epitafio de bronce. Luego, fuimos a una plaza y me hamacó un rato.

Ese es mi recuerdo más antiguo y por ende siempre intento descifrar sus misterios, pero no tengo suerte. Nunca supe quién había muerto, supongo que sería algún político de izquierdas, un amigo de los hombres, un pobre desgraciado, o tal vez todo es parte de mi imaginación y ese mediodía soleado nunca existió.



Mis primeros años de vida no fueron nada del otro mundo. Mis padres se habían separado a los meses de mi nacimiento porque ambos estaban locos y no eran el uno para el otro. En la guardería mis compañeros me robaban los autitos de juguete, sobre todo un gordo con cara de puerco que un día fue víctima de mi ira: le robé todos sus caramelos y un alfajor de chocolate blanco que comí escondido detrás de un árbol, logrando así que el pobre llore toda una tarde. Me gustaba tirar piedras en los lagos, las imágenes que el agua devolvía a mis impactos me apasionaban, me hacían ver como mi existencia e impulsos podían deformar parte de este mundo. Miraba dibujos animados y si alguien me golpeaba yo devolvía el golpe con los ojos llenos de lágrimas iracundas.

Vivía con mi madre en un barrio pobre, nuestra casa era pequeña pero limpia y ordenada, y al entrar uno sentía calidez humana. Mi madre siempre intentaba darme todo lo que estuviese y no estuviese a su alcance.

Montevideo era una ciudad average, tenía todo y le faltaba todo, no tenía grandes pretensiones ni esperanzas. Su mejor cualidad era el futbol callejero. Al cumplir tres años los niños comenzaban a salir a las veredas con pelotas de trapo, goma o cuero, dependiendo de la generación y el estatus social. Los primeros golpes que recibe el macho uruguayo son en las rodillas o en las canillas, dependiendo en la ferocidad de su espíritu. Por ejemplo, si uno es del grupo de los débiles lo recibe en las rodillas, ya que los demás lo embestirán en repetidas ocasiones hasta que sus rodillas queden ensangrentadas y la piel pegada en el hormigón; si uno es de los fuertes, su bravura hará que sus canillas luchen desesperadamente por el control de la pelota, ocasionando así golpes en las canillas rivales y propias. Mi primer golpe fue en la cabeza, corrí luchando por un balón, un niño más grande salió a mi encuentro y salí despedido hacia el cordón de la vereda. Me quedó una protuberancia enorme en la frente durante una semana. Este primer golpe marcó mi existencia, yo no pertenecería jamás al grupo de los débiles ni al de los fuertes, me vi relegado al grupo de los disímiles, malditos y olvidados. A partir de este golpe y otros venideros, fui forjando mi identidad uruguaya que con el pasar del tiempo fue quedando en el olvido.

Poco a poco fui descubriendo cosas: vivía en un esfera gigante, el ratón Pérez era un traficante de dientes que ponía el precio que él quería a mi mercancía, se disfrutaba más mear en un árbol que en un inodoro, solo las niñas tenían permitido llorar, las personas mayores eran capaces de pisarte sin reparo, mis manos eran venenosas (eran capaces de matarme si entraban por mucho rato en mi boca), lo más importante era crecer. Un montón de conocimiento. Un viaje sin retorno.

Una vez pregunté ¿quién es Dios? Las respuestas fueron múltiples. Un ojo dibujado en una servilleta, un hombre que vive en una nube, un hombre invisible, un castigador, alguien más bueno que mi madre, un mago. Preguntaba a todos, recogía testimonios sin pruebas, armaba un rompecabezas, analizaba los hechos, pero nunca hasta el día de hoy he podido encontrar respuesta.

Con la gente de mi edad era diferente. Éramos más anticuados. Compartíamos un mismo lenguaje: papa, pipi, mama, popo, ah, bum, ñacañaca. El trueque era nuestra moneda de cambio y nunca mirábamos por arriba del hombro a otro que estuviese con sus pantalones cagados. Todos escuchábamos el mismo cuento. Era una sociedad más justa, más honesta, sin vencedores ni vencidos.

Por esos años, en el jardín de infantes, tuve mi primera novia. Se llamaba Daniela. Todavía recuerdo sus manos mientras comía mis meriendas. Todo de mi ser la irritaba, solía gritar, arañar y llorar en busca de nuestra maestra si yo intentaba ver sus bombachitas. Mi maestra acudía en su ayuda, me zarandeaba un poco y luego se iba. Daniela no me dejaba ligar con otras, si yo jugaba con las demás niñas ella las golpeaba. Su pelo tenía olor a chicles. Yo era insistente y obsesivo cuando me proponía algo. Un día ella cedió y me enseñó su bombachita blanca con pecas rosadas. Ante tal emoción, me apresuré a bajar mis pantalones y mostrarle mis calzoncillos y su estampado.

-Es Bart.- le dije lleno de orgullo, señalando con el dedo, tocando a mi amiguito.- Bart Simpson.

Que tiempos aquellos. Han pasado más de veinte años y me veo al espejo, si, ha cambiado mi piel, mi pelo, mis huesos, pero sigo siendo aquel niño ansioso, con golpes en la cabeza, que ve con tristeza el trajín de este mundo y desea mostrarle los calzoncillos a cualquier dama que ose dirigirle la palabra.



Cierta tarde Juan José, mi amigo inseparable, y yo, nos escapamos al patio de los mayores. Daniela ya se había comido toda mi merienda y se había ido a jugar con sus amigas.

Los recreos estaban divididos en dos partes, dependiendo de la edad. Claro, nuestra parcela era la peor, los toboganes eran bajos e insípidos, las hamacas tenían seguro de caída, el territorio era mucho más pequeño.

Solíamos escaparnos a jugar con los mayores, llenos de ambición por competir con ellos.

Esa tarde un chico dos años mayor que yo me desafió.

-Te juego una carrera hasta aquella pared.

Miré a Juan José dubitativo, el chico me llevaba al menos una cabeza de altura. Juan José miró hacia el otro patio, tenía miedo a la reprenda de la maestra.

-Bueno.-dije.

Tomé aire, me llené de valor. Era mi segunda carrera contra aquel adversario, me había ganado la primera.

-A la una, a las dos y a las… ¡tres!- contó, arrancando un poco antes de terminar la cuenta.

Corrí con mi alma puesta en el asunto. Él me miraba de reojo acercándose a la meta. No podía volver a perder contra este embustero que se aprovechaba de mí. Hice un esfuerzo descomunal y lo pasé justo antes de llegar a la pared. No pude frenar.

Recuerdo estar tirado en el suelo, llorando sin consuelo. Una funcionaria del jardín de infantes me recogió en brazos y me llevó a mi clase. No podía mover el brazo.

Entré a la clase, mi maestra me miró con asombro. Daniela soltó una carcajada desde el fondo del salón.

-¡Ay! Que cara tiene, pobrecito- dijo la maestra.- Voy a llamar a la madre.

Mi madre llegó al rato y me llevó al hospital. Un doctor con olor a whisky, que nos tuvo en espera por más de cuatro horas, me enyesó el brazo

Había ganado la carrera, pero mi antebrazo izquierdo estaba roto en tres partes.



Así pasaron mis primeros capítulos, lleno de dudas, metáforas, golpes, enredos, ironías, maldiciones. La vida era simple, elemental. No perseguía ningún sueño, mi imaginación me abastecía el alma. Lucas Martínez era yo, y tenía todo el tiempo del mundo, mil cosas por hacer y un sinfín de caminos que seguir. Tal vez algún día pueda ser astronauta, pensaba algunas noches.

En verano el aire entra por la ventana como una sustancia mágica, siendo niño uno se abraza a estas cosas más fácilmente, en fin, por las noches en verano, mi mente se diluía en viajes infinitos, territorios tan lejanos como ajenos, la vida en sí no era más que un constante estado onírico en el cual yo era el principal personaje. Era como saber todas las respuestas y a su vez no saber nada. No sé, siempre pensé hasta el día de hoy que estoy bajo los efectos de alguna especie de maldición fallida o algo por el estilo, una vez pisé una macumba, tal vez sea eso, aunque no lo creo. Esa maldición pisotea mi sentido de la realidad y me hace dudar de mi existencia cada vez que me analizo como individuo dentro de un medio. Volviendo al caso, pasaba noches enteras imaginándome en otros planetas y otras dimensiones, era el héroe de cada sueño, rescataba aldeanos, vencía a criaturas espeluznantes, forjaba lugares repletos de bondad y reverencia hacia mi persona.

El ejemplo más claro de este fenómeno fue mi gran misión al planeta Minotauro. Este estaba siendo invadido por una destructiva raza de invertebradas criaturas, como gusanos pero con tres extremidades a sus costados. Eran de color negro, eran muy malos. Con Juan José, mi compañero de andanzas, teníamos dos naves verdes en forma de cápsulas. Cruzábamos la galaxia, cada cual en su cápsula claro está, y llegábamos a Minotauro. Las ciudades de barro caían bajo los ataques de los gusanos. Sus habitantes eran similares a los humanos, pero más pequeños, con rostros más alargados y una dura piel grisácea. Caían bajo el azote maligno de sus invasores. Nosotros llegábamos en la situación más crítica del asunto y a base de peleas, armas, y grandes hazañas épicas nos transformábamos en los libertadores de esta raza humilde y solidaria. ¡Que grandes tipos, Juan José y yo, unos verdaderos héroes!

Era toda una historia, material para escribir una obra maestra de la ciencia ficción y lo más curioso es que cada noche se originaba más contenido artístico. Hoy en día, por las noches ya no viajo ni rescato a nadie, me limito a dormir y en ocasiones roncar.

Astronauta, mi destino era ese. Ser Astronauta. ¿Qué más podía aspirar? Pero claro, yo solo tenía cuatro años y me distraía con facilidad, era tan importante mi destino tanto como podía ser un chocolate o una pelota de fútbol. El interés por las cosas duraba poco. Uno sin quererlo aprendía cosas y más cosas. Un entramado de lo más complejo y a su vez con un orden y equilibrio inquebrantables. De todas formas tenía la ventaja de no distinguir entre el bien y el mal y por eso era inocente.

En fin, con cuatro años había entendido una realidad incuestionable: la vida era un caos in entendible.

Fragata olvidada

Es como si ya no hubiese nada más por contar. Ni Fante, Tchaikovsky, Bradbury, Chopin ni nadie podría hacerme entender este desbarajuste en mi alma. Ya no me calman las estrellas, ni la voz de aquella mujer al otro lado del mundo. Ya no hay nada, ya no espero nada, nada saldrá de mí. Es como estar visualizando cada uno de los errores y suplicarle al tiempo otra oportunidad para cambiar el presente, pero el tiempo es inexorable. Como una fragata en tierras lejanas navega errante ese sueño, idea, meta o como quieran llamarlo, bajo la luna triste y sus ojos húmedos.

Es una condición inherente a mí ser.

Estoy empapado en tribulaciones. La voz de ella siempre calmaba el dolor, pero ya ni eso. Tengo ganas de decirles adiós a todos. Su voz tranquila, su voz histérica, que antípodas por díos.

Mañana será otro día y el ruido de los autos, las voces de la gente, el trajín cotidiano habrán hecho olvidar tales pensamientos. Como las lágrimas invisibles que riegan el alma, ya no se verán, pero ahí persisten.