sábado, 28 de enero de 2012

Cuarto round

-Tenés que caer en el cuarto round.- me recordó Miguel, mi entrenador, mientras ponía vaselina en mi rostro.
Afuera, un golpe tras otro sobre el ring. El sonido de la multitud enfurecida hacía temblar las paredes de mi camerino.
-Veinticinco mil para vos y veinticinco mil para mí.
-Si Miguel.
Me puse a calentar. Puse empeño en bíceps y hombros. Venía de una buena racha de cinco victorias al hilo y estaba un poco nervioso ante el resonante marco de la pelea.
Por los altoparlantes el presentador dio la decisión de los jueces. Empate. La gente abucheó. El organizador de la velada entró transpirando.
-Gusano, Miguel. ¿Están prontos?
-Si.- respondió Miguel haciéndole un guiño.
-En dos minutos salen.- dijo y nos dejó.
La muchedumbre sonaba tranquila, compraban refrescos, comentaban asuntos semanales.
-Pablo.- mirándome a los ojos.- Sabés que te quiero un montón ¿verdad?
-Si Miguel.
-Pensá que después de la pelea la vida se te va a solucionar en varios aspectos. Las personas se olvidan de las peleas al cabo de una semana, cuando miran otra.
-Tranquilo, todo va a salir bien.
Sentí los guantes muy apretados. La muchedumbre comenzó a corear ascendentemente:
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
Las paredes volvieron a temblar.
-Vamos.- dijo Miguel.
Choqué mis puños y salí.
Luces rojas y azules se posaron en mí. Sentí flashes, abucheos y algún grito de apoyo. Avancé movilizando mis brazos, mientras la cámara de televisión nos marcaba el ritmo. Subí al cuadrilátero y saludé con mi derecha. Estaba repleto y el calor emergía de la gente como el vapor. A mí lado se situaron el organizador, que transpiraba a raudales como nunca antes había visto, y el presentador, vestido con un esmoquin negro muy elegante.
Las luces y las miradas cruzaron el escenario y se posaron en mi oponente que empezaba su propia caminata. Miré a las butacas, ninguna mujer hermosa me miraba, solo una gorda de cara bondadosa que estaba sola, comiendo un pancho bañado en mayonesa.
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
El Doberman subió al cuadrilátero levantando sus dos manos y entregándole una sonrisa a su público. Me miró a los ojos y se puso a hablar con su entrenador. Miguel me palmeó la espalda.
El presentador tomó el mando del espectáculo.
-Buenas noches damas y caballeros. .- comenzó diciendo con su particular y bullanguera voz.- Les invitamos a disfrutar del evento principal de la noche. En esta esquina, con un peso de ochenta y un kilos, uno setenta y cinco de estatura, con un record de diez victorias y cuatro derrotas. Pablo “el Gusano” Looopeeez.
Hubo más abucheos que aplausos.
-Y en la otra esquina- continuó el presentador.-, pesando ochenta y tres kilos, un metro ochenta y dos de estatura, con un record de veinte victorias, dos derrotas y un solo empate. “El Doberman” Mario Do-min-gueeeez.
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
El juez nos llamó. Dijo lo que todos dicen: quiero una pelea limpia, cuidado con codos y golpes bajos. Chocamos guantes.
Los presentes abandonaron el ring dejándonos al Doberman y a mí frente a frente. Tenía cara ruda, la piel curtida y más alcance que yo.
Le dí un abrazo a Miguel y sonó la campana.
Salí con fuerza, no le dí tiempo a medirme. Le tiré un par de combinaciones que no hicieron daño. Tenía un jab duro y constante que lograba mantenerme al margen.
-Acortá la distancia Pablo.- me gritaba Miguel.
Pero cada vez que acortaba la distancia el Doberman retrocedía un paso y me impactaba el cross de derecha, que no era muy poderoso pero si muy difícil de esquivar. Se fue el primer round.
-Bien, bien, seguimos así Pablo.
El segundo round fue parecido al primero. El me mantenía alejado con su larga izquierda, pero llegando al final del asalto se descuidó, avancé y le metí un fuerte gancho en la mandíbula que lo hizo tambalear.
-¡Pablo!-gritó Miguel.
Me apresuré a darle una mano y mantener firme el clinch. Nos salvó la campana.
El organizador se acercó a mi esquina y carraspeó preocupado.
-Casi lo mandás a dormir. Con cuidado.- observó Miguel.
-Perdón. Fue sin querer.- dije sorbiendo y escupiendo agua fría.
El Doberman me miraba iracundo.
Salió con todo. El público se entusiasmó. Me tiró todo su arsenal de golpes llevándome a las cuerdas. Intenté separarme pero no me lo permitió. Le devolví algunos golpes que no hicieron mella y me dio un derechazo en los riñones que me dejó sin aire.
-Es en el cuarto, en el cuarto.- le dije al oído.
Me dio un respiro sin cambiar su postura agresiva. Bailoteé un poco y me alejé de sus golpes. Sonó la campana.
Empecé a sufrir el cansancio de la pelea. Miguel me limpió una herida en la ceja.
Una hermosa chica de piernas largas rodeó el ring anunciando el cuarto round. Pude ver como gesticuló sensualmente con mi oponente.
Empezó el round.
Me alejé de sus manos lo más que pude y reforcé mi guardia cuando éstas me alcanzaron. Hice el tiempo suficiente. Me acerqué y le regalé mi flanco izquierdo el cual no aprovechó la primera vez. Me conectó a la segunda. Caí. El público explotó. El juez comenzó a contar mientras me revolcaba por el suelo. El Doberman levantó sus manos en señal de victoria. Miguel me miraba satisfecho. Todos los presentes desbordaron de alegría, menos yo.
-Cinco, seis…- de la cuenta se desprendió una expectación muda y absorbente que se esparció por todo el recinto.
Apoyé mis brazos en la lona, me rehice y me puse en pie. El juez parecía sorprendido. El Doberman me miró como pidiéndome una explicación.
-¿Puede seguir?- preguntó el juez.
-Si, si.
Le tiré unos cuantos derechazos con potencia para que viera por donde venía el asunto. Me esquivó siempre y siguió con su juego de jabs.
Terminó el cuarto round.
-Perdoname Miguel, perdoname.
No respondió. Se limitó a poner la barra de metal congelada sobre las inflamaciones de mi cara. En sus ojos pude ver una profunda desilusión, y a su vez, un antiguo orgullo que yacía perdido, en algún lugar lejano de su alma. El organizador nos miraba colérico, empapado en su hediondo sudor.
-Perdoname Miguel.
-Nos van a matar Pablo. Estás loco.
Nos lanzamos de vuelta a la pelea, en igualdad de condiciones esta vez. Sus manos eran cada vez más punzantes, pero en ese momento de exaltación y valentía eran un aliciente más. Avancé y seguí avanzando. La moral del Doberman disminuía, al ver que sus golpes entraban pero no lograban retrocederme. Lo llevé contra las cuerdas y lo castigué duramente, vislumbre por un momento la victoria. Me pareció escuchar en algún rincón de la multitud:
-¡Gu-sa-no! ¡Gu-sa-no!
Cambiando golpe por golpe llegamos al décimo round. A esa altura, las tarjetas de los jueces estarían muy parejas. Miguel no me hablaba, ni siquiera me miraba a los ojos. Salí decidido a noquearlo.
El Doberman cambió de estrategia: me esperó con la guardia baja. Le tiré un par de jabs que no llegaron. Dio un paso al frente y me metió un gancho con la izquierda en el mentón. Fue un golpe inesperado. Me durmió.
Un niño feliz que caminaba por una casa rústica, mis hermanos no estaban, la heladera quieta y vacía. En el corazón de la casa latía la melodía metálica de una caja de música averiada. La puerta de madera se abría y el juez contaba:
- Nueve. ¡Diez!
Miré a mi esquina: estaba vacía. El público subió al Doberman en andas. El organizador me pisó una mano mirándome con desprecio. Me levanté con dificultad y me fui rápido al camerino. Le pedí a un espectador que me ayudara a cortarme los guantes. Me di un baño de agua caliente y me apresuré a vestirme, mientras tanto, observé el andar taciturno de una cucaracha sobre el foco de luz sucio y verdoso de mi aposento. Abrí la ventana que daba a las calles y me tiré. Salté sobre unas bolsas de basura que amortiguaron la caída.
El público seguía emocionado.
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
Corrí por calles grises hasta perderme en la ciudad. Era una noche fría y húmeda. Las damas iban vestidas de gala, las radios de los coches sonaban festivamente. Entré a un bar.
-Señor. ¿Me podría dar un hielo?- le pedí al cantinero.
En la televisión había otra pelea, una por el campeonato.
El cantinero me miró el rostro con preocupación y me dio tres hielos.
-Gracias.
Salí del bar. Me saqué una media y le metí los hielos. Sentí el alivio del frío en los hematomas de mi cara. Respiré hondo y empecé a caminar. En el cielo, las estrellas estaban donde debían estar.

viernes, 20 de enero de 2012

El extraterreste

Era tarde y estaba leyendo un libro de historias negras. Por la ventana entraba la brisa fresca. La ciudad estaba bastante vacía.
Escuché de pronto un silbido agudo y luego un estruendo, en el fondo de mi casa. Me puse una bermuda y salí. Mi patio era cuadrado, tenía un gran cactus en el centro y, bien al fondo, un pequeño sucucho que servía de depósito para mis chatarras. Estaba oscuro y se respiraba olor a querosén. Sobre el tejado del depósito un rastro de humo que se perdía con el viento.
Oí ruidos entre la chatarra. La rueda vieja de una bicicleta cayó y rodó hasta pegarse con el cactus. Me acerqué y vi una pierna rojiza esconderse detrás de una heladera descompuesta.
-¿Quién anda ahí?- dije un poco asustado.
Silencio
Le pegué una patada a la heladera y retrocedí un paso.
-Espera- dijo una voz femenina.
-¿Quién eres?
-Me llamo Dila.
Se arrimó quedamente hasta mí. Tenía unos preciosos ojos romboidales y verdosos. Su pelo negro caía a cada lado como uno péndulo sobre sus hombros. La piel rojiza le brillaba al reflejo de la luna. Dila, una hermosa creación.
-Hola Dila. ¿Quién eres y que haces aquí?
Tocó un aparatito que llevaba en su muñeca.
-¿Podemos entrar a tu casa? Tengo mucha sed.
Entramos y le serví un vaso de agua. Se sentó en la silla.
Había algo raro en ella, además del color de su piel. Sus ojos tenían un brillo húmedo fuera de lo normal, sus movimientos eran muy elásticos.
-¿Y bien?
- Soy Dila y vengo de otro planeta.- me dijo con voz cansada.
-¿De otro planeta?
-Si, aunque te suene raro y loco.
-Uno se acostumbra a escuchar ese tipo de cosas. Con el tiempo, claro.
-¿Y tú como te llamas?- me preguntó.
-Dael.
Terminó el agua. Echó un vistazo a todos mis utensilios y a los cuadros en las paredes.
-¿Y como llegaste aquí?
-Me catapultaron. Y terminé en el fondo de tu casa.
-¿En una catapulta?
-Bueno, así se le llama. Es una máquina bastante compleja.
-¿Y eso como es?- pregunté intrigado.
- Eso yo no lo sé. Yo soy una exploradora, del viaje catapultado se encargan los ingenieros y los científicos.- comentó arreglándose un mechón de pelo desalineado.-Yo me subo en la catapulta y ellos hacen lo demás. Supongo que ustedes también tendrán sus formas de viajar. ¿No?
-Si, pero nunca hemos salido del planeta.
La luz en la habitación era tenue, los mosquitos zumbaban a nuestro alrededor. Las estrellas amarillas centelleaban en el vidrio de las ventanas.
Me senté en la mesa, a su lado.
-¿Cómo es que hablas mi idioma? ¿Hablan el mismo idioma que nosotros?
-No.- respondió resoplando.- Su lenguaje es muy difícil. Mira.- me dijo señalando un cilindro negro, atado a una cinta de goma en su cuello.- Aprieto aquí, y luego aquí y ya no hablo más tu idioma. Eparasteria eter parapestia, tamaretnitra, ¿querestiada?
-Ya veo.
Apretó de vuelta el cilindro.
-Ahora está mejor. Nuestra tecnología es más avanzada que la vuestra.
Nos fuimos fundiendo en la oscura noche y yo, poco a poco, me sumergí en el ensueño de sus palabras, que se deslizaban como agua en campos de seda. Siempre había tenido facilidad para encontrar gente rara y extravagante, pero ella sobrepasaba cualquier expectativa.
La invité a dar un paseo por el barrio. Aceptó.
Flotaba en las calles olor a vino y salitre de mar. Dila contoneaba sus caderas de forma musical. Su pelo parecía levitar en el espacio.
-¿A que has venido a nuestro planeta?- le pregunté.
-Ya te lo dije. Soy una exploradora.
-Si. Pero ¿que desean de nosotros?
-Mientras caminamos registro datos físicos, químicos, ambientales. Planeamos conquistar tu mundo.
-¿Cómo?
-Los vamos a conquistar Dael.
-¿Por qué?- pregunté dejando asomar una vaga sonrisa.
La noche estaba vacía. Se veían las luces interiores de las casas del barrio y un murmullo lejano ululaba en el viento. Dila me miró con ojos melancólicos.
-Nuestro planeta está muriendo. No tendría que decirte esto. Pero igual no puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada.- sentenció.
-Oh.
-Llenamos el planeta de enfermedades químicas, matamos la vegetación y la mayoría de las especies, contaminamos los mares. Me da tristeza decirlo, pero así sucedió.- su rostro imperturbable, como tallado en mármol.- Las personas al principio se dejaron llevar por los impulsos ante el inminente desastre. Robamos, destruimos, nos drogamos y si, matamos y continuamos matando. Luego descubrimos tu planeta y el Apocalipsis que se avecinaba se transformó en una esperanza única que tuvimos en común.
Miré hacia las estrellas. Pobre Dila, pensé. ¿Por qué cosas habría pasado aquella mujer, para inventar semejante historia?
-¿Se mudarán aquí? ¿Toda su civilización?
-Será un proceso largo pero necesario.
Tomé su mano y ella no dijo nada. Caminamos así un rato largo. Pasó un coche viejo y sonoro, gatos, bolsas arrastradas por el viento, dos abejas zumbando alegremente y un anciano con cara de enojado.
-Tengo que irme Dael.
-¿Ya?
-Si, ha llegado la hora.
El aparatito en su muñeca tintineaba.
-¿Nos volveremos a ver Dila?
-Tal vez sí. Pero no lo creo.
Quedó rígida mirando hacia delante.
-Diez, nueve…- comenzó a contar.
-¿De que planeta vienes?
-Planeta Tierra. Pero el nombre no te servirá de nada. Seis, cinco…
-Por lo menos haré el intento.
Besó mi mejilla. La cuenta regresiva acabó.
Sus piernas se doblaron y salió despedida hacia el espacio. El impulso hizo que me cayera de culo.
-¡Mierda! – grité.
Otra vez sentí el olor a querosén. Me levanté sobresaltado. Miré en todas direcciones: la ciudad yacía inerte como antes. No tenía nada que hacerle y emprendí el regreso a casa.
¿Cómo sería ese planeta Tierra del que ella hablaba? Ella ya no estaba y sentí el desconsuelo de no tener la promesa de volver a verla. En el cielo una estrella fugaz zigzagueó entre las constelaciones.
Entré a mi casa. Todo estaba desordenado. Me saqué los zapatos, apagué las luces y me dormí.

miércoles, 11 de enero de 2012

El hombre transparente

Era domingo y me desperté a las once. Estuve un rato desdoblándome en la cama, mientras descubría algún partido de fútbol interesante en la tele, encendida desde el día anterior. Examiné el celular y me levanté.
Fui al baño y me puse a cagar. Cuando terminé y quise lavarme las manos frente al espejo, descubrí lo que me había pasado. Era invisible. Yo no estaba ahí. ¡Mierda! Que problema. Me vi tan sorprendido que tuve que sentarme otra vez en el cagadero. Respiré hondo y lo volví a intentar: yo no estaba en el espejo. Al principio me asusté, pero poco a poco me lo fui tomando con más tranquilidad.
Fui hasta la cocina intentando hacer el menos ruido posible. Si mi tío hubiese estado al tanto de mi condición, seguro que me ataba a su auto desvencijado y me llevaba volando a un programa de televisión. No teníamos mucho dinero en esos días, sin embargo yo era bastante feliz.
El estaba ahí sentado, leyendo el diario y tomando café. Se tiró un pedo.
-Tío- dije en voz baja.
Me miró y no me vio.
-Lucas. ¿Ya te levantaste?
No le respondí. Siguió leyendo.
Analicé la situación. No estaba muy despabilado, además, estando entre cuatro paredes nunca he podido razonar muy bien. Abrí la puerta de casa silenciosamente y salí.
El aire fresco de la mañana todavía estaba en las calles. Caminé unas cuadras esquivando seres vivos y me senté en una parada de autobús. Me sentía muy extraño, no fue fácil al principio acostúmbrame a que la gente no me viese. Pero sí podían escucharme.
-Gorda- le dije al oído a una gorda que se dio vuelta escandalizada (así me dí cuenta).
Pasaron autobuses, taxis, gordos, putas y un enano. Sonaron las hojas de un árbol cercano. Pensé en Lorena. ¿Qué pensaría ella de mi situación? ¿Me aceptaría? ¿Cómo explicárselo?
Cuando llegó el autobús, me subí con cuidado, amagando a las personas, para que no se asusten con mí roce. Viajar era gratis, apunté. Me senté en el asiento trasero. Por la ventana vi pasar la ciudad, almacenes y farmacias, canchas de futbol, basureros. Pensé en el tiempo y en la edificación de las cosas humanas.
El autobús frenó de golpe y me pegué la cabeza contra el asiento delantero. Luego, mientras me acariciaba sobre el golpe, me di cuenta que tenía que bajarme en la parada en que estábamos. Empujé a un hombre barbudo que ni se inmutó y bajé.
Al llegar a la entrada del edificio de Lorena, recé por que estuviese sola. Con mi suegra en casa sería imposible explicar la situación.
-¿Ves Lorena? Un hombre invisible tienes por amante. No te lo podrías haber elegido peor.- diría ella. Tendría el arma perfecta que buscaba hacía tiempo ya.
Toqué timbre.
-¿Quién es?- preguntó su dulce voz.
-Soy yo mi amor. ¿Estás sola?
-Si.
-¿Y tu madre?
-Está en la casa del novio.
-Ah ¿Me abrís?
-Espérame un segundo que me vista. Me estaba bañando.
Bajó al rato, toda perfumada. Abrió la puerta y se asomó a la calle al no verme parado allí, en ese instante me adentré en el edificio. Desconcertada me esperó unos minutos. Sus ojos perdidos eran una belleza, sus pelos mojados descendían como cataratas por su espalda. Se dio por vencida y subió a su casa. La seguí sigilosamente por las escaleras, mirando el sublime contoneo de su culo. Entramos.
Su casa siempre estaba ordenada y limpia, por las ventanas entraba la luz de una manera abrasadora. Lo primero que ella hizo fue discar el teléfono. Mi celular estaba en casa.
-Lore- exclamé en seco.
Se dio vuelta sobresaltada, dejando caer el aparato al suelo.
-Soy yo.- le dije- Por favor siéntate.
-¿Lucas? ¿Dónde estás? ¿Qué broma es esta?
-No es ninguna broma. Por favor siéntate.
Se quedó en silencio. Vi que en su cabeza nacieron algunas preguntas: ¿Estoy loca? ¿Es esta una jugarreta de Lucas? ¿Estará escondido? ¿Cómo logró entrar?
Caminó por la casa, me buscó debajo de la mesa y detrás de las cortinas, fue a todas las habitaciones de la casa. Lucas no está aquí, ¿o si está?
-Lorena, tranquilízate.
Se sentó en el sillón de cuero.
Observé uno de los cuadros de la casa. Era una mujer pastora, sola en la llanura, dándole la espalda al tranquilo rebaño de ovejas, mientras caía la tarde con sus manchas anaranjadas.
-Soy yo. Y soy invisible.- comencé a explicar.- Me desperté así, no sé porqué. Eres la primera que lo sabe. ¿Qué puedo hacer?
No pudo contestar. Su pierna izquierda traqueteaba nerviosamente.
Me acerqué y la besé. Al principio me rechazó pero luego cedió.
-Lucas. ¿Estoy loca?
-No, no lo estás. Ahora soy así, no hay explicación coherente.
-¿Y qué harás? ¿Se lo dijiste a tu tío? – dijo pasando su mano por el contorno de mis brazos.
-No y no pienso decírselo a nadie. Solo a ti.
-¿Y que se siente?
- No hay mucha diferencia. Siento más frío y no puedo cerrar los ojos.
Quedó callada intentando saber en donde estaría mi mirada.
-¿Me das un vaso de agua?- pedí.
-Si.
Mientras guardaba la botella en la heladera, observó horrorizada como mi brazo transparente levantaba, una y otra vez, el vaso lleno de agua. Allí, por vez primera, vi con tristeza mi situación.
-Yo no voy a poder vivir contigo así.- estableció luego.
Sus palabras cayeron como un golpe de borracho.
-¿Porqué no?
-Porqué no.
-¿Y toda aquella mierda del amor eterno?
-Pero así no puedo. ¿Cómo vamos a hacer?- una tímida lágrima se deslizó en su rostro.-La gente, mi carrera, no puedo verte. No, Lucas, no voy a poder.
-¿Estás segura?
-Si.- sentenció con firmeza.
Me fui.
Volví a mi casa. El auto de mi tío no estaba.
Me preparé unos fideos con salsa. Encendí la televisión y puse el canal de las noticias. El periodista presentó (con cierto placer me pareció) las muertes, robos, emboscadas y compromisos de la sociedad.
Un ciudadano dijo con voz afónica:
-Cada día estamos peor.
La salsa me había quedado muy picante. Maldije el día en que se me ocurrió salir con Lorena. Hija de puta. Que me amaba y hasta que la muerte nos separe, que nadie podría tener tardes como las nuestras, que sus ojos en mis ojos eran la eternidad. Hija de puta. Mierda. ¡Que se muera la muy perra! Yo no la necesitaba. Mi nueva condición transparente era superior a sus piernas. Que reviente.
Sobrevivieron, sin embargo, sus vestigios femeninos en mis mares más internos.
El comentario de un periodista deportivo venció mi tolerancia a las estupideces y apagué el aparato. Me desplomé en la mecedora del comedor. El techo de casa estaba decorado con pinceladas de humedad, la repisa de los libros exhalaba bocanadas de polvo añejo. Encendí medio cigarro que había en el cenicero y me distendí.
Que fatalidad. Perdería mi trabajo. No podría jugar más al fútbol ni a otro deporte. Con las mujeres sería más difícil (aunque en este punto tuve mis dudas). La comida de navidad se dramatizaría. Tendría que irme de la casa del tío. En los bares no me servirían. En las bibliotecas no me darían libros.
Sonó un fuerte bocinazo en la tranquila tarde soleada.
Me abuela decía siempre: “hay que mirar el lado positivo a las cosas”. Ella no era Sócrates, ni mucho menos. Yo siempre veía el otro lado. Nunca le di mucha importancia a lo que dicen los demás, aunque en ese momento, por los misterios cerebrales que mi ser esconde, su voz anciana brotó desde algún recoveco de mi cráneo.
Se sentía bien oír el tictac del reloj, tirado, inerte, olvidado, mientras afuera el mundo avanzaba con ferocidad. Sonó el teléfono de casa.
-¿Quién es?
- ¡Buenas tardes! - dijo una voz chillona de mujer.- ¿Hablo con el dueño de casa?
-Si.
-Estamos llamándole para comunicarle que usted tiene un obsequio. ¿Cómo es su nombre para dirigirme a usted?
- Baltazar.
-Señor Baltazar, usted ha sido seleccionado por Easy Money para obtener nuestros beneficios. Usted podrá retirar la suma de dos mil dólares y pagarlo en diez cuotas y tendrá solo el tres por ciento de intereses.
-¿Pero no era un obsequio?- repliqué.
-Si, usted ha sido seleccionado para obtener nuestros créditos.
-Pero entonces no es un obsequio…
-Usted puede pasar a retirarlo por cualquiera de nuestras oficinas.
Corté.
Salí a la calle. Sentí una extrañeza inusual. Fue como si mis pensamientos y acciones, mi percepción y hasta mis ideas, estuviesen siendo creados por alguien más, tal vez algún escritor aburrido, detrás de una computadora, o un borracho fantaseando, en la barra de algún bar.
Era una tarde atiborrada de lozanía. Los comercios movían músculos y monedas, los pájaros cantaban una canción horrorosa (que me recordaba al catolicismo), algunos viejos narraban hazañas doradas, amantes que engañaban en los pozos de la ciudad.
¿Por qué me tocó llegar aquí?- pensé.
Las damas iban ligeras de ropa, parloteando entre ellas, como cotorras en libertad. Me acerqué a una morena que tenía un culo protuberante y me aferré a su nalga derecha. Se dio vuelta zarandeando su bolso, ansiosa por golpear a su agresor. No había nadie detrás de ella. Siguió caminando. Me aferré a su nalga izquierda. Giró nuevamente con una mueca de pánico en el rostro. Seguía sin haber nadie detrás. Comenzó a caminar más rápido mirando de reojo. Me aferré a sus dos nalgas. Salió corriendo despavorida y se perdió en una esquina.
Luego lo hice con una rubia, que intentó golpearme al segundo agarrón y comenzó a gritar. Decidí que no era sensato abusar de mi poder, podría generar la alarma de algunas personas y así delatar mi anonimato. Recordé que Lorena conocía mi circunstancia y no era un tema menor.
Entré a un bar porque quería mear. En la puerta del baño había un cartel que decía: “USO EXCLUSIVO PARA CLIENTES”. Le hice una zancadilla a un borracho que me cayó mal y entré al baño. Tenía el clásico olor a baño de bar, sin embargo, se notaba que había sido aseado no hacía mucho. Meé mis líquidos invisibles en la pileta y sobre todo el suelo. Meé en nombre de los de los vagabundos, de los presidiarios, de los miedosos y los fracasados. Los clientes ni se inmutarían, valoré luego. Me sentí vivo unos instantes, pero el sentimiento fue disminuyendo. No era muy estimulante ser un rebelde anónimo. Tiré la cisterna y me fui del bar.
Cayó cansadamente el ocaso, reptando entre los edificios de cemento. Se despertaron los grillos y la oscuridad en los callejones, los carteles luminosos comenzaron a murmurar, las estrellas y el espacio esparcidos en la ciudad.
Me senté en la vereda y reflexioné. ¿Podría matar a Lorena? ¿Cómo podría meterme en un banco? Todo tendría que hacerlo robando, hasta una simple comida. Sin dudas que sería una vida más difícil. Pero era lo que había. Estaría solo en el mundo y un paso al costado de él, sería el hombre más libre de todos. Sería…
Tuve que levantarme súbitamente de la vereda, porque un coche lujoso casi me atropella al estacionar.
-La puta madre- dije con congoja.
Camine como un espectro por las calles, sintiendo la más dura soledad. Me sentí fuerte pero perdido. Esto no quería decir tampoco, que el día anterior, mi camino estuviese marcado, todo lo contrario, ayer estaba más perdido que hoy. Hoy era el hombre transparente, ayer no era nadie y tampoco quería ser alguien.
Mientras que por mi cerebro traslúcido, transitaban estas y otras chifladuras, vi pasar por la vereda de enfrente a Díaz. Díaz era un conocido, que había intentado liarse con Lorena, una noche en un cumpleaños de un amigo. Me caía muy mal, no solo por ese percance. Algo, no sé bien qué, en sus ojos, sus dientes o su ropa, me generaba un rechazo tremendo hacia su persona. Crucé la calle. Pude ver en su mirada que venía preocupado por algo. Lo medí y le impacté tremendo puñetazo en la nariz. Cayó de bruces y la sangre comenzó a brotar. Quedó tirado de espaldas, como una tortuga.
Seguí mi rumbo indefinido y encontré una moneda en el suelo, la agarré y la introduje en una cabina telefónica. Marqué. Las estrellas hacían chispas en el cielo.
-¿Quién habla?- preguntó mi suegra.
-Lucas. ¿Me pasa con Lorena?
-¿Qué le hiciste a Lorena esta tarde Sinvergüenza?
-Nada. ¿Me puede pasar con ella?
Un niño quedó sorprendido al ver levitar el tubo telefónico en el aire, miró alrededor y salió corriendo.
-Dice que no te quiere ver nunca más. Gracias a Dios. Ya se dio cuenta el tipo de hombre que eres. Sinvergüenza.- agregó agrandada.
-Dios me libre de soportarla a usted, señora – susurré y corté.
Pensé en visitar a algún amigo e invitarlo a hacer alguna picardía juntos, pero luego los vislumbré interrogando como me sentía y todo eso. Al final no lo hice. Me senté en una plaza moderna, de esas en que no hay casi árboles ni arbustos. Había olor a marihuana y a pasto seco. Me dejé caer en un banco de madera y miré pasar el tiempo.
Al rato, pasó un vagabundo, arrastrando un carro de supermercado, el cual llevaba un aparato metálico, parecido a un motor de automóvil, pero más chico. Un chisme bastante raro.
-Joven.- me dijo mirándome a los ojos.- ¿Una moneda para ayudarme?
Eché un vistazo a mis costados y hacia atrás. Me estaba hablando a mí.
-¿Puede verme señor?- pregunté estupefacto.
-He perdido muchas cosas en esta vida. Pero la vista la sigo teniendo, gracias a Dios.
-Ajá- asentí.
Después de unos segundos le respondí que no tenía monedas.
El motor tenía una luz roja que tintineaba en el centro.
-Señor ¿Qué es eso?
-Una máquina del tiempo.
-Una máquina del tiempo- repetí.
-Si.
-¿Y como funciona?
-Toco aquí y aquí- dijo señalando una palanca de hierro y un reloj de mesa incrustado en el aparato-. Y ya está.
Una pareja de jóvenes abrazados pasó cerca de nosotros. Ambos le echaron una ojeada al pobre loco, que hablaba con un banco de madera.
-¿Y vas al futuro y al pasado?
-Si, adonde yo quiera.
-¿Y yo? ¿Podré utilizarla?
-Funciona con una moneda.
-Pero no tengo monedas, ya le dije.
-Que lastima. Buenas noches.- me dijo y se alejó.
Era una noche muy azul.
El ruido metálico de las ruedas del carro, se perdió despacio, al final del sendero de la plaza. Los segundos se deslizaban uno tras otro y algo se alejaba de mí lentamente, como el olor de un libro viejo o el aroma floral de un amor lejano. Una hoja sin vida que se arrastraba por el viento. Sentí otra vez aquella extrañeza inusual, que había vivido en la tarde, de estar coexistiendo en una vida ajena. Nacían en mí frases como esa, que podían tener mil significados, y que en general, yo no las creaba. Sino que estas descendían caladamente en mis impulsos, en el discurso de mis pensamientos, tal vez por magia o polvos siderales (por decir algo), por las palabras del borracho o los dedos del escritor, y me obligaban, de alguna manera, a ver la vida de otra forma. Todo un tema. En fin, me sentí cansado, y me fui a mi casa.
Mi tío no estaba, deduje que estaría en un prostíbulo. Entré a casa y me di un baño. Tomé mucha agua y comí un bocadillo de salame. Esta vez, en la televisión, dos hombres debatían sobre el bien y el mal, el capitalismo y el comunismo, el arte y la ciencia, el hombre y la mujer, y un amplio abanico de opciones que colmaron mi paciencia. Apagué las luces y me acosté.
Se había ido el día y por la ventana se colaba el aire fresco de la noche. No le había sacado nada de jugo a mi invisibilidad. Todo lo que hice fue vagar por las calles y fantasear un rato. El día siguiente sería diferente, me dedicaría de lleno a las mujeres y al dinero. También podría cometer algún tipo delito. Necesitaba un lugar y encontrar la manera de prosperar.
Me quedé dormido.
Soñé que viajaba en avión y llegaba a una tierra extraña. Estaba lleno de hojas de otoño y olor a peces muertos. Lorena me esperaba en la cima de una colina. Caminé hasta ella pero me perdí en el camino. Pedí ayuda a los transeúntes y nadie quiso atenderme. Terminé metiéndome en un bar.
Al despertar recordé todo lo sucedido el día anterior. El cuarto de mi tío estaba vacío. Fui al baño y me vi. Ahí estaba yo, moreno y lampiño, como siempre.
-¡Oh! Mierda.
Lorena me volvería a aceptar. Era lunes, había que trabajar.
Me senté en el cagadero y comencé a cagar.