Enciendo un cigarro y ofrezco
otro a Pablo. Le doy fuego.
-Por fin estamos
llegando- digo.
Pablo conduce, yo le
indico el camino con el mapa en las manos. Llevamos varias horas de autopista y
caminos de tierra que zigzaguean por localidades perdidas entre los bosques.
-Qué bello pueblo-
observa él.
Estamos rodeados de
casas blancas, simétricas, con grandes ventanales de madera negra. Las calles
son angostas y están vacías.
-Parece un pueblo
fantasma.
-Lo que pasa Daniel- indica él-, que en este tipo de pueblos la gente se
levanta muy tarde. Ten en cuenta que recién ha salido el sol.
Nos hemos escapado de
nuestras mujeres, luego de dos años sin ser capaces de ello, y aquí estamos,
otra vez, para hacer lo que más
disfrutamos en esta vida: cazar. La existencia
se ha transformado en un criadero de
niños y horas interminables en oficinas con forma de latas de atún. Todos los
sueños que teníamos años atrás se están lapidando poco a poco. Pero ahora, nada
de esto existe realmente, tanto él como yo lo sabemos, cuando uno sale a matar
su identidad y conciencia desaparecen, y queda en la superficie la verdadera
esencia del espíritu. Y esto es lo que hemos salido a buscar.
En el horizonte una fila de pinos quiebra el
mundo, arriba el cielo se expande tan azul como el mar, y nosotros, en la
porción inferior, avanzamos errantes hacia el bosque profundo, en un coche
viejo que suena a lata.
-Estuve
leyendo sobre los monos araña- informo mientras busco el termo de café-, la
wikipedia dice que son unos bichos muy mañeros. Van a ser una presa difícil.
-Hemos
cazado leones Daniel, unos pobres monos no creo que nos causen problemas.
Sirvo
dos vasos de café e indico que debemos doblar en la siguiente curva. El sol
comienza a calentar con más fuerza a medida que se eleva en las alturas.
-Mira,
mira- me dice señalando a un hombre viejo que se mueve cansadamente.
-Para, vamos a ver que
nos dice.
Acerca el coche hacia
el hombre y toca un bocinazo.
-Buenos días jefe. ¿Qué
tal la vida por estos lugares?- le pregunto.
El hombre nos mira
indiferente. Su piel curtida y bronceada cuelga de sus brazos como un pellejo
frito.
-Buenos días. La vida
por aquí es igual que en todos los rincones del planeta jóvenes.
-¿No sabe donde podemos
comprar algo de comida?- pregunta Pablo.
-Sí. Un poco más
adelante hay una gasolinera. Ahí conseguirán algo.
-Muchas gracias-
respondo-. Le queríamos preguntar una cosa jefe. ¿Ha visto de cerca a los monos
araña del parque?
Su rostro se tensa y,
mirándonos con más detenimiento, dice:
-Esos monos están
malditos. Me roban la comida mientras duermo la siesta, me rompen los platos,
se cagan en la puerta de mi casa. He puesto trampas, pero solo atrapo ratas y
serpientes
-Están malditos- digo
echándole una mirada cómplice a mi camarada, quien aguantándose la risa, mira
hacia otro lado-, cagan en las puertas de los vecinos del pueblo.
-Ahí delante
encontrarán la gasolinera.
-Jefe pensábamos darnos
una vuelta por el parque nacional del ejercito, donde habitan esos monos- informa
Pablo-, ¿sabe si el cabo Ramos estará hoy por ahí?
-Supongo que sí. Todos
los días está ahí.
-Muchas gracias y no deje que los monos
se rían de usted.
Sirvo un poco más de café, Pablo acelera
y llegamos a la gasolinera. Bajo.
-Tráete un par de cervezas.
Compro un par de bocadillos y otro de cervezas
heladas. Le pongo aire a las ruedas y arrancamos. Por
el retrovisor vemos la tierra levantarse,
atrás quedan los pueblos y las civilizaciones, las señalizaciones, la inflación.
El cableado en los postes llega a su fin, muere en dos
altas columnas de madera, y, finalmente, vemos atado
sobre éstas un cartel antiguo que cuelga sobre el camino. Reserva de flora y fauna, Parque del Ejercito Nacional.
Pablo me golpea brutalmente el hombro mientras exclama sonidos de satisfacción, yo devuelvo el gesto
de cariño. Abro las cervezas. Brindamos. Terminamos
las bebidas de un largo trago. Al final del camino se divisa una caseta de
guardia militar.
-Espero que esté el tal
cabo Ramos- dice Pablo.
Llegamos a la rudimentaria
guardia, formada por una silla metálica y una barrera de madera torcida. El militar,
moreno y de abundante bigote, se acerca al coche.
-Buenos días
caballeros. ¿Tienen los permisos necesarios?- inquiere.
-¿Cabo Ramos?
-Si.
-Recuerda que hace unos
días hablé con usted por teléfono y le comenté que pasaríamos con un colega…
-Ah sí, sí.
-Aquí le dejo lo suyo-
dice arrimándole un sobre cerrado.
-Muy bien.
Nos echa una mirada seria
y levanta la barrera. Pablo mete primera y avanza.
-¿Cuánto le dejaste?-
pregunto-, te tengo que pagar la mitad.
-Tranquilo, esta vez
invito yo.
Las copas de los altos
pinos
se pierden en la altura. Dentro del parque, el sol apenas se ve, intermitente,
entre la espesura de la flora lozana, colmada de ruidos de incontables animales
que delatan nuestra presencia invasora. Pablo estaciona el coche cerca de una
cabaña del ejército que parece vacía. Descargamos los rifles, las cantimploras
y verificamos que todos los elementos estén en su correcta forma.
-¡Que hermoso día para cazar!- digo.
Comenzamos a caminar,
adentrándonos a la maleza, por angostos senderos que denotan uso habitual.
-Creo que mi mujer tiene otro- dice
Pablo.
-¿Qué?
- Bueno, no estoy seguro, pero tengo mis
dudas.
-No creo que Alicia te engañe. Te quiere
un montón.
-Me engaña Daniel. Estoy seguro, nunca
le encontré con el otro. Pero estoy seguro.
-Bueno, no sé qué decirte. Piensa que
las cosas…- me interrumpo ante un grito agudo que baja de los árboles.
Pongo el dedo índice en el gatillo,
encorvo la postura y doy lentos pasos, atento, al acecho, Pablo me imita y dice
en voz baja:
-Ahí están.
Nos deslizamos entre las ramas y las
hojas. Se escucha el ruido de un rio cercano que avanza con ímpetu, el viento
mueve los árboles de aquí para allá.
-Ahí- dice Pablo señalando con el
índice.
Un mono de manto negro y cabeza rojiza
nos mira desafiante desde la copa de un pino. Parece que tenga cinco miembros,
pero me doy cuenta que uno de ellos es su cola, la cual está aferrada a una
rama oscilante. Apunto y aprieto el gatillo. Fallo. El mono comienza a saltar
de rama en rama hasta perderse de vista.
Le hago señas a Pablo y este me sigue.
El bosque ha quedado en silencio, solo se escucha el sonido lejano de
corrientes que chocan contra rocas. Al cabo de unos segundos, comenzamos a
escuchar un sinfín de aullidos feroces.
Llegamos a una bifurcación en el camino. Dos monos resurgen de entre las
ramas y se miran entre sí. Comienzan a moverse en sentido
contrario al otro, uno hacia el este y el otro al oeste. Salgo en busca del que
va hacia el oeste.
-Coge al otro- le digo a Pablo.
Corro con todas mis fuerzas, concentrado
en no perderle la pista. Va saltando de rama en rama con una velocidad
impresionante, no me da tiempo a apuntarle. De todas formas lo intento, apoyo
el rifle en mi hombro y mientras corro me dispongo a disparar. De pronto, el
suelo se quiebra y caigo. Me golpeo todo el cuerpo. Aterrizo en un pozo húmedo
y profundo. Me toco la cabeza, tengo sangre. Miro hacia arriba. Un círculo
bastante grande, cubierto por finas ramas y hojas secas, delata la forma de mi
cuerpo que ha quedado dibujada tras mi caída. Escucho murmullos. Aparece un
mono. Luego otro. Me miran e intercambian gestos. En seguida, la trampa se
llena de monos que, curiosos, alegres,
se arriman escuchar mis quejas.
-¡Pablo! ¡Pablo!-
grito.
Pero Pablo no aparece. Creo que Pablo no
puede escucharme.