lunes, 5 de marzo de 2012

Las astas del escritor

Era una tarde insulsa como casi todas las demás. Acababa de comerme una tortilla de papa con agua del grifo. Por la ventana de mi cuarto entraba la luz grisácea de la lluvia. En la radio sonaba una canción que decía que los rayos de sol no estaban hechos para personas como yo. Había paz en el ambiente. El día anterior me habían despedido del trabajo por llegar tarde en repetidas ocasiones; yo era un trabajador muy capaz pero tenía que comprometerme con la causa, eso había dicho el patrón. Sinceramente, la noticia me hizo sentir aliviado, libre. Convertirme en escritor era mi única razón de ser. No era una empresa fácil, sino todo lo contrario. Se necesitaba mucho tiempo, empeño y talento sobre todo. Triunfar como literato era una utopía solitaria, esquiva, pero valía la pena intentarlo.
Llevaba días escribiendo la historia de un hombre neandertal, cuya hembra madre de sus hijos, se escapaba con un homo sapiens, el cual era mejor cazador y tenía el miembro viril más grande. Tenía pensado llamarla: “La evolución del mono moderno”. Escribía un rato por la tarde y otro tanto por la noche. Sin embargo, hacía unos días la inspiración había desaparecido. Me sentaba frente a la hoja en blanco y solo salían frases forzadas, carentes de magia y profundidad.
Estaba pasando por una etapa en que la mayor parte del tiempo la pasaba en soledad. Recibía la visita esporádica de mi amigo Juan, quien poco tiempo atrás había roto con su novia y solía venir a casa para hablar sobre eso y otros asuntos. Él también era escritor. Teníamos diferentes estilos, el era directo y contundente, yo poético y ficticio. A pesar de esto, él criticaba mis trabajos y yo los de él. Era una forma de nutrirnos, e inconcientemente, provocaba el estimulo de competición.
Como dije, era una tarde lluviosa. Me preparé un café y me senté en la computadora a escribir sobre la noche en que la hembra infiel se perdía en el bosque con su nuevo protector. Nada bueno salió. Solo unas inermes frases que parecían jeroglíficos. Suprimí. Terminé el café y me entraron ganas de cagar. Me senté en el cagadero y lo dejé salir. El culo no tenía problemas de inspiración…
Sonó el timbre.
-¡¿Quién es?!- grité desde el baño.
No hubo respuesta. El timbre sonó otra vez.
Me limpié apresurado y fui hacia la puerta. Abrí.
-¿Lucas Martínez?- preguntó la dama debajo del paraguas.
-Soy yo.
-Me han dicho que necesitas un poco de inspiración.- dijo adentrándose en mi hogar ante mi atónita mirada.
-¿Ah si?
-Vengo a ofrecerte mis servicios de musa particular.
Apoyó el paraguas contra la pared. Sus brazos eran semejantes a un conjunto de ramas llenas de hojas, siendo agitadas por los vientos de la primavera. Tenía ojos claros y labios gráciles. Su voz escondía la promesa de una noche fantástica.
Se sentó en el sillón del living. Cruzó sus piernas y me miró infantilmente.
-Si querías conocerme… has usado la coartada perfecta. ¿Quién te ha dicho que soy escritor? No es algo que yo diga muy a menudo.
-¿Aceptas?
-Acepto- respondí.
-Ven, siéntate a mí lado.
Obedecí. Me acarició la nuca y comenzó a besarme. Sabía a dulces uvas.
-¿No prefieres llevarme a tu cama?- preguntó con los ojos cerrados.
La llevé a mi cama. Hicimos el amor como olas deslizándose en arena.
Cuando terminamos me pidió un cigarro.
-Dime Lucas ¿Sobre que escribes?- preguntó mientras lo encendía.
-Es una pregunta difícil. Nunca hay un tema en particular. Me decanto por tramas bastante simples. Me gustan temas como la insatisfacción existencial, la antropología, algunas fábulas amistosas, el deporte, el amor. No lo sé. Escribo sobre cosas que se me ocurren en momentos inesperados principalmente.
-Tal vez ese es tu problema. No escribir sobre nada en particular.
-¿Te parece?- indagué interesado.
-Es solo un comentario. No hay recetas cien por ciento eficaces en el campo de la literatura.
-Eso mismo creo yo.
Apagó el cigarro y apoyó su cabeza en mi pecho.
-¿Cómo te llamas?
-¿Cómo quieres que me llame?
-No sé. Tu nombre verdadero me alcanza.
-Puedes llamarme… Musi.
-¿Musi? No creo que así te llames.
No respondió. No creí útil indagar en el tema, me ofrecía su amor e inspiración gratuita. Si quería llamarse Musi, por mí estaba bien.
Nos quedamos un rato así, sin decir nada, sintiendo uno la respiración del otro.
-¿Quieres que me quede contigo esta noche?- propuso al rato.
-Claro.
Sonrió. Pude apreciar su fresca sonrisa con más detalle. Nunca antes había compartido mi cama con una mujer tan bella. De sus movimientos fluían candidez y lozanía. Deduje (sin mucho esfuerzo), que en cuestión de horas estaría perdidamente enamorado de ella.
-¿Puedo darme una ducha rápida?
Asentí.
Caminé descalzo por la casa. Miré por la ventana: el mundo siempre tenía una velocidad diferente a la mía. El ruido del agua cayendo en el cuerpo de Musi me hipnotizó unos segundos. Volví a la computadora, quería probar como era el asunto de tener una musa particular. Leí los dos últimos párrafos que había escrito, el neandertal dormía, la mujer se desenvolvía de sus brazos y escapaba en puntas de pies. El homo sapiens la esperaba en la orilla del lago. Hasta ahí había llegado. Y hasta ahí llegué.
-Musi -dije tocando la puerta del baño.-, la inspiración no aparece, me parece que me estás chantajeando.
-No te apresures, ya verás como todo sale a su debido tiempo.
-Ok.
Me tiré en la cama un poco defraudado. La pintura del techo estaba comida por los hongos. Me di la vuelta, apoyé la cara en la almohada y cerré los ojos. Pude sentir la fragancia celestial de su sudor, mientras ella se ponía a tararear debajo de la ducha. Sentí un cosquilleo en el diafragma. Me hundí en el colchón y dejé de sentir el cuerpo, mi existencia se deslizó hacia el discurso que mis pensamientos transitaban. Y entonces, como un huevo que se abre, dando vida a una espantosa criatura, nació la idea. Los reyes magos. Tres hermanos salidos de un barrio pobre. Hijos de una prostituta, el menor de ellos negro. Los vecinos del barrio gritarían: “Abran paso, allí vienen los reyes magos”. Y ellos llegarían corriendo con grandes bolsas a sus espaldas, para pronto esconderse en algún rincón de los suburbios. Luego repartirían el botín entre los niños más necesitados. Era un buen comienzo, luego ya le iría dando forma. Mediante algún suceso extraño, la vida les separaría y daría diferentes rumbos. Con el paso del tiempo se volverían a encontrar bajo inesperadas circunstancias.
Salí corriendo hacía la computadora. Musi salía del baño secándose la cabeza.
-Te amo Musi.- le dije besándole la boca.
Las frases cayeron como lluvia en el mar y se esparcieron por toda la habitación. Escribí durante un par de horas. Musi me esperó cantando una canción de cuna en la otra habitación. Luego, preparé un poco de estofado y abrí una botella de vino tinto. Comimos y nos acostamos. La abracé. Sin lugar a dudas, estaba perdidamente enamorado de ella.



El teléfono de casa estaba sonando.
-Hola.
-¡Lucas!- exclamó Juan-, ¿vas a estar en tu casa de tarde?
Observé a Musi: yacía semidormida en el sillón del living, envuelta en una manta blanca.
-Tengo que ir a hacer unos trámites y después voy a pasar a visitar a mi madre, que hace tiempo no la veo.
-Bueno, pensaba pasarme por ahí a charlar un rato. Conseguí un libro que te va a encantar. ¿Estás escribiendo algo? Yo hace más de dos semanas que no me sale nada.
- Si. Estoy escribiendo algo y creo que es bueno. Cuando lo termine se lo voy a enseñar a Verseri.
-¿Aquel editor que nos presentó el profesor de literatura?
-Ese mismo.
-Cuando le llevamos aquellos cuentos no nos dio mucha importancia.- recordó.
-Si, ya sé. Pero estoy escribiendo una novela que tiene lo suyo. Los cuentos son más difíciles de publicar.
-¿Y de que se trata?- preguntó curioso.
-Ya sabes que si te cuento antes de terminar… la magia se esfuma.
-Ok, ok. Avísame cuando estés libre y me doy una vuelta por tu casa.
-Dale.
-Un abrazo
-Otro.
No me gustaba mentirle a Juan, pero si venía, de seguro se quedaría un largo rato y mi novela tendría una tregua inoportuna.
Musi llevaba cuatro días viviendo en casa. Era una buena compañera de vivienda. Ambos éramos melómanos por naturaleza y nos divertíamos mucho en todo lo referente al sexo. Era una maníaca de la limpieza y el orden, gracias a ella mi casa tuvo una mutación notable, ya no era un chiquero de arañas y cuadros empolvados, la luz y el olor a jazmines se habían adueñado del hogar. Tenía una sola norma: al menos una ventana de la casa debía permanecer abierta. Argumentaba que, desde pequeña, cuando había problemas o se sentía agobiada, escapaba volando por la ventana.
La novela fluía, ¡y de que forma! Adjetivos simples y certeros, frases directas y poéticamente ensambladas, acción, tristeza, ironías, humor, tragedia, aventura. Me sentía como debió haberse sentido Beethoven al componer su novena sinfonía.
Al quinto día de nuestra convivencia vi que Musi llevaba puesto un vestido rojo, tenía los labios pintados y se estaba rociando un perfume nuevo que yo le había regalado.
-¿Vas a algún lado?- pregunté.
-Si Lucas, estoy aburrida. Voy a ir a dar un paseo por el centro.
-¿Vuelves en la noche?
-Si
Se fue dejándome un sabor amargo en la boca. Los reyes magos descansaron durante todo el día. Llegó a eso de las once de la noche, parecía cansada. Comimos algo, escuchamos música y nos dormimos.



El tiempo giraba como patines sobre hielo. Cada día que pasaba Musi estaba menos tiempo en casa. Salía luego de almorzar y volvía sobre la medianoche para acostarse en mi cama.
-¿Estás bien? ¿Precisas algo?- preguntaba yo.
-No amor, está todo bien- respondía ella.
No sentía que ella fuese imprescindible, sin embargo, me gustaba sentirla mía. En el fondo de mi corazón sabía que, de un día para otro, se iría de mi vida tan misteriosamente como había llegado. La novela seguía manando. No era un raudal incontenible, pero si al menos una gotera persistente.
Estuve llamando a Juan para pedirle el número telefónico del editor Verseri, pero durante varios días no atendió. Dejé de llamarlo.
La mugre en mi dormitorio comenzó a acumularse nuevamente. Había moscas y tierra seca en el suelo. Mi hogar volvía a verse como una cueva en penumbras.
Un domingo por la tarde, comenzó a llover con ímpetu, horas y horas de lluvia. Cerré todas las ventanas de la casa y estuve mirando largo rato el chisporroteo de las gotas en el cemento. El futuro que se avecinaba no contenía prosperidad ni ansias de grandeza, chorreaban en mi alma perecedera los matices borrosos de una infancia feliz, en donde los sueños galopaban fértiles por senderos inciertos y excitantes, y así, ensimismado en la constancia de una tormenta hermosa, pude ver como mi ser se diluía en el líquido que avanzaba por las calles, hasta perderse en los oscuros desagües de la ciudad.
Musi no regresó a casa nunca más. No tenía como encontrarla, no había teléfonos ni direcciones, solo el recuerdo sublime que envolvía su ser. Dejé de escribir. Perdí cualquier cultivo de esperanza que mi espíritu pudiese albergar. En su silenciosa despedida el mundo me había dado la espalda dejándome a merced del olvido.



Pasaron varias semanas. Me recompuse. Comencé a ir cada día al mar para escuchar el movimiento de las olas, un sonido tan dulce como lenitivo, semejante a un bálsamo, aplicado en una manta suave sobre las heridas debajo de la piel.
Conseguí trabajo como vendedor de seguros de vida. Consistía en llamar y visitar personas a punto de fallecer. Muy divertido. Pagaban medianamente bien y me dejaba la noche libre para perderme en mis asuntos.
Llegó la primavera y con ella la renovación de los seres. Las flores y las hembras relucían sus aromas, amantes que volvían a encontrarse, pájaros que cantaban escondidos en la ciudad.
Comencé a escribir poesías, me dediqué de lleno a ello. Pude ver a Musi en cada una de ellas, y además, noté extrañado, la presencia de nubes y tormentas en mis versos. Mi novela había quedado estancada, lo cual es un hecho trágico para cualquier creación literaria.
Hasta que, un día soleado, recibí la llamada de Juan.
-Hace mil años que no sé nada de vos Juan. ¿Dónde andabas?- pregunté contento al escuchar su voz amiga.- Te llamé unas cuantas veces pero nunca me atendiste.
-Anduve trabajando en el local de mi tía, la más gorda.
-Ah.
- Tengo una buena noticia que darte Lucas.
-A ver…
-Verseri me va a publicar un libro.
-¿En serio? ¡Bien Juan! ¡Buenísimo!- exclamé un poco celoso.
-Vamos a hacer una pequeña presentación en un local que alquilo Verseri. Este viernes. Te paso la dirección al mail porque ahora no me acuerdo.
-Espectacular. Me alegro de que triunfes Juan, sinceramente.
-Nos vemos el viernes.
.Dale. Un abrazo.
Al cortar me di cuenta de que no le había preguntado nada sobre el libro. Igualmente, en dos días lo sabría.



El viernes era un día nublado y fresco. Luego de bañarme me puse mi mejor traje y me empapé en perfume. Tenía la vana esperanza de encontrar una dama interesada en un escritor de perfil bajo como yo. Aunque sabía que, casi todas, preferían a los charlatanes pedantes.
El local era bastante humilde pero sobrepasaba, sin duda alguna, cualquier expectativa que Juan pudiese tener. Había, más o menos, cuarenta personas. Entre los presentes, que charlaban engreídamente, como si conocieran la verdad universal del ser humano, encontré a Verserí y fui directo a su encuentro.
-¿Cómo le va editor?-
-Bien… Lucas ¿verdad?
-Exacto. Tengo un trabajo que capaz le pueda interesar.
-Muy bien. Cuando esté listo tráemelo y ya veremos que podemos hacer.
-Ok- respondí satisfecho.
En una esquina, una mujer rubia servía bebidas a todos los presentes.
-Dígame Verseri. ¿Qué le parece el trabajo de mi amigo?
Observó mansamente su vaso de whisky escosés y luego respondió:
-Te voy a decir la verdad Lucas. Los cuentos que me enseñaron, Juan y tú, el año pasado, me parecieron, perdón por ser tan franco, una reverenda mierda.
-Ajá.
-Hace dos semanas Juan llegó entusiasmadísimo con esta nueva “novela”. Al principio intenté deshacerme de él rápidamente. Pero no pude. Me dijo que hasta que no la leyera no se iría de mi despacho. Imagínate Lucas, no hay nada peor para un editor que tener que soportar las locuras de un escritor porfiado.
-Me imagino Verseri.
Odiaba ver su sonrisa jactanciosa, sin embargo, le seguí la corriente con la poca hipocresía que mi ser era capaz de ofrecer.
-Lo vi tan decidido y obstinado, que me vi obligado a mostrar un mínimo de interés en el asunto. Comencé a leer. Y para mi sorpresa, cada página fue más intrigante que la anterior. Fue un descubrimiento inesperado. Me encontré con una obra soberbia.- tomó otro sorbo de escosés, sus ojos perdidos delataban su estado de ebriedad.- Oro en el basurero diría mi mentor, jeje.
-Bueno editor, espero que tengan buenas ganancias. Que le vaya bien.
-Igualmente escritor, y no te olvides, cuando tengas terminado ese trabajito, me lo traes y le echamos una ojeada.- dijo sentenciando la conversación, con un leve y disoluto levantamiento de cejas.
Me adentré en el local hasta conseguir que la chica rubia me sirviese un vaso de whisky. Bebí, era bueno. En otra esquina, Juan era rodeado por voces y miradas curiosas.
-Juan.- dije tocándole el hombro.
-¡Lucas!- exclamó abrazándome.
-¿Quién lo hubiera dicho? Juan Telechea haciendo la presentación de su novela.
-La vida da sorpresas…
Las personas alrededor nos dejaron solos.
-¿Dónde está el recién nacido?-
-Los ejemplares están en aquella mesa.- respondió señalando con el dedo.
Fui hasta la mesa. Agarré uno. Era una buena edición de tapa blanda. En la portada, había una fotografía de tres niños pobres sentados en una calle gris. Se titulaba Los Reyes Magos.
Lo abrí. Tenía dedicatoria.
Para la dama en la ventana,
sin ella no hubiese sido posible.
Avancé de página.
Capítulo I
-¡Abran paso! ¡Allí vienen los reyes magos!- gritaron los vecinos del suburbio.
Los tres jóvenes corrían subiendo la cuesta. Grandes bolsas a sus espaldas. Más allá, las sirenas de los coches policiales sonaban ansiosas.
Dos piedras cayeron sobre un coche, obligándolo a detenerse. Los tres jóvenes se adentraron en un rancho humilde. Estaban a salvo.
Martín, José y Jean eran hijos de una prostituta…
Cerré el libro y lo dejé sobre la mesa.
Eché una mirada alrededor. Todos parecían contentos y ocupados en excelsas cuestiones. Abandoné el lugar.
Las calles grises me vieron desfilar con desolación. En el cielo, enormes nubes negras avecinaban la tempestad. Emprendí el regreso a casa. Comenzó a llover.
Al doblar una esquina observé como dos niños, que disputaban un partido de fútbol con otros tantos, comenzaban una riña a golpes. Los demás hicieron una ronda alrededor de ellos. Un golpe tras otro. Parecían felices.
Continué mi caminata hasta perderme en algún rincón mojado de la ciudad.