Mi
nombre es Polipetes y soy uno de los soldados que se infiltraron a Troya en el
gran caballo.
Aquí
les va mi gran secreto.
Dentro
de los muros de la ciudad era una noche bienoliente y cálida. Estábamos muy
apretados y no podíamos ver hacia afuera. El aliento en susurro de Ulises nos
daba tranquilidad. Los troyanos festejaron hasta altas horas de la noche y
luego sucumbieron ante el poder del vino.
Aquiles
dio la señal y el valiente Diomedes abrió la puerta y descendió primero. Uno a
uno hicieron lo mismo mis hermanos aqueos. Pero yo no pude. Mi pie se atascó en
el orificio de una tabla de madera mal clavada. Los gritos y el fuego se
esparcieron hasta las estrellas. Las puertas se abrieron y el grito aterrador
de mis hermanos me erizó la piel. Mi pie seguía atascado a pesar de mi enérgica
voluntad por liberarlo. La batalla avanzaba como una serpiente en busca de su
presa, Agamenón arengaba victorioso.
Ya sin fuerzas en la pierna, cedí y dejé de
pelear. Me senté y pensé en mi amada Adonia. ¡Cuánto deseaba hacerle el amor!
¡Cuánto deseaba ver mi tierra una vez más!
El
clamor de la batalla, finalmente, se fue apagando poco a poco. Intenté librarme
una vez más y, para mi sorpresa, lo logré sin gran esfuerzo. Descendí
cauteloso, me sentía avergonzado. Caminé hasta un cadáver y bañé mis manos y
mis brazos con su sangre. Mis hermanos dieron el grito de victoria. Se destapó
el vino, aparecieron los abrazos y la fornicación con las esclavas. Muchos felicitaron
el desempeño de mi espada. Se los agradecí. ¿Qué más podía hacer?