miércoles, 6 de abril de 2011

Charcos de lluvia

La tarde caía en una fuerte lluvia de otoño. El movimiento en las calles era intenso y el ruido de las gotas abanicaba el rostro de Martín. Su caminar lento y un tanto despreocupado hacían que choque con personas apuradas. Hacía tanto tiempo que no veía a Carol que los nervios lo invadían por momentos.
Ella tenía que llegar en el lapso de esas dos horas para realizar el intercambio de materiales. Luego del mismo, se separarían lo más rápido posible.
En la plaza donde se encontrarían, había una gran fuente con estatuas angelicales. A pesar de la lluvia el clima era húmedo y cálido, el hecho de estar mojado no era relevante en esa ciudad. Martín se sintió afortunado al ver que el banco donde se encontrarían estaba vacío. Se sentó y quedó unos instantes observando el caminar de la gente y las imágenes de los charcos de agua.
Visualizó el gran reloj de la plaza, se inundó con el olor a tierra mojada y sintió nostalgia por un tiempo pasado.
Los grandes ojos de una hermosa joven vestida de rojo y negro se cruzaron con los suyos, ella le devolvió una sonrisa, luego disminuyó la marcha y se quedó apoyada en la parada del bus, perdiendo y encontrando la mirada de Martín intermitentemente. Sus gestos de princesa ancestral y su sensualidad felina lograron hacer que estuviese a punto de levantarse de su asiento. Bajó su mirada y la ignoró. Pasado pocos minutos ella ya no estaba allí.
Esa mujer le hizo acordar a Carol. Las noches en la playa deshabitada, la forma de sus cabellos, los viajes juntos, los regalos, las más profundas oraciones.
Los minutos corrían, su ansiedad era mayor. El olor a carne asada, proveniente del bar que estaba cruzando la calle era tentador. Comer carne y tomar whisky, pasar al baño y estar en un lugar seco, tal vez hubiera un partido de fútbol en la TV. Podría ver el banco desde la barra. Se quedó ahí.
Era curioso ver pasar a toda aquella gente, bajo la lluvia, sumergidas en tantas catarsis como alegrías, sin saber nunca el porqué de hacer las cosas que hacían, llenando vacíos que eran imposibles llenar. Se sintió solo y triste.
No se había percatado de que un señor bastante mayor que él estaba sentado a su lado. Tenía una caja cuadrada de madera en su regazo.
-¿Qué tenés en ese portafolio pibe?- preguntó el señor.
-Tengo… cosas mías- respondió Martín prejuicioso.
-¿Sabés lo que tengo yo en esta caja? Tengo el último regalo que le quiero dar a mi hija.
-Me parece bien.
-Pero mi hija me detesta y no quiere verme. ¿Sabés que feo es eso, pibe?
-La verdad es que no lo sé señor.
-La vida es dura.
-A veces lo es.
-Te voy a decir lo que necesito pibe.
Martín miró al señor. Tenía el rostro rígido y la mirada perdida en la lluvia.
-¿Lo que necesita?
-Si, lo que necesito. ¿Ves esta caja? Quiero que la lleves a esta dirección-dijo dándole una tarjeta a Martín- y que se la des a Natalia Pérez, mi hija.
-Pero no puedo señor, disculpe.
-Te daría todo esto- dijo mientras mostraba un gran fajo de dinero.
Sin duda era más dinero de lo que ganaría del intercambio con Carol.
-Lo siento, pero no puedo.
-Vos tenés cara de buena gente pibe, por eso te lo pido a vos. A mi me está llegando la muerte y no quiero irme sin darle esto a mi hija. ¿Me entendés? Se te ve que sos bueno pibe. Por favor.
-No señor, no lo haré.
Sin despedirse, el señor se levantó y se perdió detrás de una esquina.
El lapso estipulado estaba acabando. Carol llegaría, eso era seguro. La tarde comenzó a irse, las luces y los carteles de neón se encendieron. La noche trajo vientos fríos y una lluvia más punzante. Martín lamentó no haber traído más abrigo.
Observó un cartel de una discoteca cercana que decía: ven conmigo. El color y las formas alrededor del anuncio llamaron su atención.
El movimiento de la gente en las calles disminuyó. Martín estaba ansioso y algo decepcionado por la impuntualidad de Carol. Imaginó su cara al ver que el lugar en cuestión estaba vacío, sintió un leve regocijo, pero las ganas de irse cesaron.
Que ajeno que era todo. ¿Qué importancia tenía Carol, el intercambio, seguir o no seguir? La lluvia era hermosa y a su vez le irritaba enormemente. Pasado, presente y futuro, todo era igual. Nada escapaba de él y nada le pertenecía.
Los llantos infantiles de una pequeña niña llegaron a él. Lloraba sin consuelo y levantaba la mirada en busca de ayuda. Estaría perdida. Las personas no reparaban en la pequeña. Impresionaba ver la invisibilidad de la niña entre la gente y la lluvia.
Un hombre gordo que caminaba muy rápido la atropelló, la niña cayó y fue víctima de los pisotones del gordo que no se percató del crimen. Martín se levantó de su asiento y caminó unos metros para socorrer a la niña.
La puñalada entró por la espalda, arriba del riñón. Cayó de bruces sobre un charco de agua, la sangre comenzó a manar. Que hermosa que es la lluvia, pensó mientras la vida se escapaba de él.
Una calle más abajo Carol llegaba con un portafolio en sus manos. Miró la escena con una lágrima en su rostro, tomó el portafolio de Martín y se fue.