lunes, 22 de octubre de 2012

Esperando a que el viento se lo lleve



Mirar por la ventana solo lograba entristecerme más de lo que estaba. Nada tenía vida, las hojas otoñales flotaban indefensas en el aire, los motores de las máquinas envolvían la ciudad, perros cagaban en zaguanes vacios, cualquier anhelo de felicidad y lozanía permanecía errante a kilómetros de mí ser.
Nunca estaban las cosas claras, no había principios ni finales. Un espiral infinito, un pitido perdido que nadie podía encontrar. Yo buscaba un escape, un sueño, una ironía inmortal. Perdía mis horas escribiendo relatos sin valor. Tenía pensado escribir un cuento imposible, profundo, inimaginablemente perspicaz; un relato sobre laberintos y existencialismos más allá de la razón. Pero no era capaz. Terminé escribiendo un cuento más simple y preciso. Trataba sobre una comunidad de culos, que se reunían en un gran anfiteatro y discutían sobre los grandes dilemas y misterios de su casi perfecta sociedad. Trataban temas como el sexo, la política, la música, el control de unos culos sobre otros culos. No estaba mal escrito, pero no lograba expresar lo que desde un principio yo deseaba decir (nunca lograba acertar en este punto). En fin, no había decidido un titulo, pero “Lo que el Viento se Llevó” sonaba bien.
A veces pasaba horas mirando por la ventana, solo, sediento, sin pensar en nada en concreto. En ese preciso momento, a pesar de la tristeza, era feliz, cuando mi mente se transformaba en un portal hacia la nada. No existían las deudas, los recibos, los rencores de una añoranza que no regresa, los años, los partos, los deseos más lóbregos que los seres pueden albergar. Y se largaba a llover, y pasaban los siglos, y seguía lloviendo. Alguien se alimentaba con la sangre del inocente, del débil, nadie podía hacer nada, nadie quería hacer nada. Yo quería hacer algo, pero no hacía nada.
Sonó el timbre.
-Hola Lucas- dijo la vecina.
-Hola señora Encarnación.
Odiaba a la vieja Encarnación Díaz.
-Esta semana os toca limpiar las escaleras de la finca. ¿Cómo está Laia?
-Laia está bien.
-Me alegro. La situación económica está muy jodida.
-Sí, sí. Claro.      
-¿Tú tienes trabajo?
-Si Nuria.
-¡Ay! Qué bueno. El vecino del tercero B no tiene trabajo y no paga el alquiler. Es inmigrante, no sé, pero a mí los inmigrantes no me agradan. Yo respeto todas las creencias, pero no pueden venir aquí a tratar de imponer sus dioses y comidas.
-Oh.
-¿Y de qué trabajas Lucas?
-Trabajo de repartidor con una moto, en un restaurant chino- mentí.
-Ah…
-Nuria me tengo que ir a bañar, gracias por hacerme acordar sobre las escaleras.
Cerré.
Laia estaba en casa de una amiga o tal vez en la de un amigo, tampoco era relevante. ¿Por qué las personas le daban tanta importancia a cosas que no tenían ningún valor? ¿Por qué me tocaba ser tan diferente del resto? Volví a mi ventana.
Salía el sol, se volvía a esconder. Volaban letras cerca de mi rostro, palabras puntales y silogismos ridículos. Las personas transpiraban, en el horizonte se escuchaba el rumor lejano de un millón de disparos. Truenos, humedad que sobrevuela en el aire, la caída de la tarde avecina nuevos horrores. Avanzan los vientos hacia una ciudad de fantasmas, en donde algo que se asemeja al cariño, se transforma en la electricidad de otro centro urbano, como una palabra dicha al oído, como los besos de una joven perdiéndose al final de una calle. Regeneración. Actividad de lucro. Deuda externa. Maldición congénita.
-¡Sal! ¡Sal de una puta vez!- gritó alguien en la calle.
Comenzaba a caer la noche. Dos gatos comienzan a batallar desenfrenados. Observo al cielo y pienso. Pienso en que nada es lo que tendría que ser, que en algún momento pasado erré de caminó y desemboqué en un destino deplorable, roto, confundido. Arden en llamas las alas que alguna vez volaron en lo alto, que miraban de revés a las oscuras redes de los cielos, deslizándose, perpetuando las olas espumosas de un mar tan bello como infinito. Mujer que espera a la entrada de un boliche. Suenan los vidrios esparcidos por el suelo, suenan sus cabellos agitados suavemente por el viento, suena su voz y su cuerpo.
Alguien llama a mi teléfono.
-¿Quién es?- pregunto.
-¿Qué hacés?- pregunta mi amigo Luis.
-Nada.
-¿Te venís a tomar unas birras al bar?
-No puedo Luis. Tengo una trabajito que hacer.
-¿Escribir el cuento sobre los Laberintos? Dale, unas birras.
-Eso mismo, un cuento de laberintos.
-Bueno, si te arrepentís, te espero en el bar, voy a ir con unas amigas.
-Ok.
Pasaron las horas. Lo escrito era mierda, falsas ilusiones, el ritmo cotidiano. Hipótesis varias: musas en huelga, espíritu decadente, fracaso impreso en la frente. Caen ahora las estrellas, como gotas en charcos transparentes, como el grito juguetón de un niño feliz. Las personas siguen hablando, no callan, cacarean como buitres homosexuales, en la televisión, en los libros, en la selva de cemento y neón. Otro día que pasa, tiempo que se desperdicia. Abro una cerveza fría.
Me llama Laia y me dice que me quiere. A pesar de todo, me quiere. Yo también la quiero, le digo. Se contenta. Volverá más tarde. Entonces serví más cervezas. Continué pegado a la ventana. Escuché el ruido de botellas que rodaban por una calle. Una mujer pasó llorando por la puerta de mi casa, me echó una mirada desconsolada. Enciendo un cigarro. El humo se pierde formando espirales grises, semejante a lágrimas tiernas, al paso del tiempo y la soledad.
Camino por el pasillo principal de mi morada. Chocó contra una pared fría, tuerzo a la derecha, luego a la izquierda, retrocedo, parece ser que estoy perdido. Bebo más cerveza. Los pasillos se bifurcan. Avanzo al azar. Continúo caminando. Encuentro mi ventana. Miro por ella, algo ha cambiado, un hilo azul serpentea en los aires. Debe ser la cerveza barata.
Fui al baño, necesitaba mear. Estaba mareado. Fue ahí que la noche se transformó un suceso maravillosamente revelador o en una simple ilusión de una mente perturbada.
 Me miré al espejo: ya no tenía los ojos rojos y soñolientos, la barba sucia y desalineada. Estaba inmaculadamente limpio, mis ropas sanas y coloridas, mi piel suave, mi semblante apuesto y merecedor de un elogio. Ese yo, supongamos Lucas del Espejo, dijo:
-Hola Lucas.
Me toqué el rostro.
-Si soy tú o tú eres yo. No sé bien. No te asustes.
Oh dios, finalmente había llegado mi hora. La locura tocaba mi puerta.
-He venido a explicarte la realidad- continuó-. Es una cadena interminable. Yo mismo pasé por lo que tú hace unas semanas.
-¿Hablaste con el espejo?- pregunté.
-El espejo solo es el reflejo de la realidad. Tampoco soy un experto en esto, pero mi reflejo dijo que tenía que continuar con la cadena. A ver, por lo que pude entender, tu reflejo, en este caso yo, soy todo lo que tú no eres, y así sucesivamente. A simple vista tú estás todo desarreglado y yo todo lo contrario. Creo que por ahí va el asunto.
-Que loca la vida- ironicé.
-No es un chiste, es un tema muy serio.
-Bueno, cuéntame de que trabajas en tu mundo.
-Soy bancario.
-Oh.
-Vivo con Laia, me imagino que tú también. Es la mejor mujer del mundo.
-Bueno, bueno, el asunto parece tener algunos fundamentos sólidos.
-Claro, mi reflejo era una especie de aventurero, tenía el pelo largo y era mucho más delgado que nosotros. Estaba divorciándose de Laia. Imagínate todas las posibilidades, yo intenté averiguar donde comenzaba todo y cuál era el motivo de este sinfín de realidades, pero no supo decirme mucho más de lo que yo te cuento a ti. Da para pensar, podríamos ser un experimento de alguna raza superior, tal vez Dios dista mucho de ser el que consideramos. No sé, incalculables Lucas, buenos, tiranos, fracasados, talentosos. Me pregunto si a todos los seres humanos le pasa lo mismo. Te noto un tanto aburrido. ¿Puede ser?
-Solo estoy un poco borracho, no te preocupes.
-Bueno, supongo que eso es todo. Ya sabrás que hacer cuando seas el reflejo de otro.
-Gracias por la amabilidad. Te deseo lo mejor.
Se dio la vuelta y desapareció por el reflejo de mi puerta. Fui hasta la nevera. ¿Estaría llena de cervezas la nevera de Lucas del Espejo? Según la premisa debería estar llena de yogures light. En fin, abrí la lata más fría y me la tomé en dos tragos.
Por la ventana la noche seguía calma, intermitentemente silenciosa. ¿Se trataría de un mal sueño? ¿Cómo negarlo? ¿Qué pasaría si me tirase de la ventana? Algo pasaría, eso era indudable, y cualquier cosa era mejor que esto. Respiré hondo. Me dispuse a volar. 
       Unos tacones se escucharon calle abajo, conocía ese ruido, lo adoraba y a su vez lo detestaba, pero lo necesitaba más que nada. Laia, su pelo al viento, su rostro altivo, su andar candorosamente bello y  ansioso. Sacó sus llaves de su bolso, sonaron semejantes al clamor un millón de campanas. Olor a fresas, quimeras que se pegotean en algún rincón oscuro. Olvido. Renace un ave de unas pocas cenizas mojadas.

sábado, 6 de octubre de 2012

Ecuación errante



Lo primero que se me viene a la cabeza, cuando recuerdo aquel viaje, es estar frente a un gran ventanal, observando las pistas, admirado  por el despegue  y aterrizaje de incontables aviones. Estaba yéndose la tarde y las luces de la pista se encendieron, regalando un bello espectáculo de figuras geométricas. Más allá, la ciudad se veía inmóvil, bañada en polución, cemento y sombras. Estaba hundido en esa linda y entrañable sensación de alegría humedecida en  tristeza, que uno tiene cuando está por dar el primer paso de un gran viaje. Atrás quedaban seres queridos, amores, calles que nunca cambian, olores, triunfos y fracasos, palabras arcanas, música, lágrimas y el sonido inconfundible del poder del mar. No recuerdo si iba de Y a X o de X a Y. La alegría que experimentaba era la que todos conocemos, aquella que uno goza cuando persigue un sueño, una mujer, un proyecto. Curiosidad por lo desconocido, lo nuevo, todo aquello que por lejano  y misterioso atrae a los hombres, a través de una llamarada de libertad, aventura y búsqueda de la sabiduría.  El recuerdo es algo borroso, turbio, como si las imágenes estuviesen impregnadas de una neblina carmesí.
Me di la vuelta. Las personas se movían como entes lacónicos y vaciados, esperando su llamado para emprender viaje.  Algunos comían,  otros dormían, pero la gran mayoría caminaba sin rumbo, arrastrando grandes equipajes y niños inquietos. Detrás del aroma a perfume de los free shops, se respiraba un aire intemporal, donde no había dueños ni jerarquías. No predominaba ningún idioma o raza. Me sentí como una botella perdida en un mar gigante, solitario, extraterrestre, único, insignificante.  ¿Por qué viajaba? No lo sé en realidad, creo que una fuerza similar a la inercia movía los engranajes de mi alma, guiándome hacia algún lugar que todavía no había ni ha sido revelado.
Me compré una botella de agua. Volví al ventanal. Una fuerte tormenta apareció en el cielo y comenzó a caer con una potencia asombrosa. Las palabras de una voz electrónica hicieron el llamado para mi vuelo. Respiré profundamente, una parte de mí no quería irse, nunca quería irse, gritaba ahogadamente clavando sus garras en mis entrañas, pero no tenía chances de triunfar, cuando la decisión está tomada, sea buena o mala, nunca hay vuelta atrás. Esclavos de un reloj, de un billete o solo una palabra. Destino desnudo, sangre que coagula entre la arena, viajero un poco triste y otro poco alegre.
 Me encaminé hacia la puerta de embarque, con ojos húmedos y  un lento andar.  Había una fila interminable. Tenía ganas de fumar, pero estaba prohibido. Me dolían las caderas y los hombros por la espera. Abrieron la compuerta y las azafatas nos invitaron  a pasar de dos en dos. Presenté mi pasaporte, luego entré en un largo pasillo de macizas mamparas, hasta llegar al avión. El motor de la nave rugía ansioso.
-Bienvenido. Buen viaje-  dijo el capitán cuando hice el ingreso a la nave.
Nos fuimos acomodando cada cual en un sitio predeterminado. Había poco aire,  lo cual producía una fuerte sensación de encierro, me concebí como un atún enlatado rodeado de aceite de oliva. Sonreí ante tal ocurrencia. Una mujer adinerada me miró como si yo fuera un demente.
-Señora, está en mi lugar, yo tengo el número diecinueve, en la ventana- remarqué señalando mi boleto
-Oh- respondió levantando las cejas altivamente-, no me he dado cuenta.
-No se preocupe. Le dejaría la ventana, pero es que estoy mal de la espalda y necesito una buenas vistas dijo el doctor.
No respondió.
Me acomodé en mi asiento y estiré las piernas hasta donde les fue posible.  La noche no había caído del todo, todavía quedaba luz.  Hurgué en mi mochila y leí una carta que alguien querido (no recuerdo quien) me había escrito como despedida. La carta no hablaba con palabras concretas, era más bien simple e infantil; hablaba de recuerdos,  bromas de rutina, el deseo sincero de buenos caminos y correctas elecciones, el amor por las pequeñas cosas y el olvido inevitable de cualquier mala acción que el pasado pudiera albergar. Tenía, también, algún garabato amistoso dibujado en la parte trasera.
La mujer adinerada me tocó el brazo.
-¿Estás bien?- me preguntó.
-Sí, estoy bien.
Escondí mi rostro y lo acerqué a la ventana. Las turbinas del avión lanzaban un calor invisible en la oscuridad que la noche había desperdigado. Al costado de la pista, el pasto se movía agitado por el viento. Las azafatas se situaron en el pasillo para realizar la explicación del protocolo a seguir en caso de emergencia. No les presté mucha atención. Luego, todo quedó en silencio y transcurrieron unos minutos que se me antojaron una eternidad pacifica, conciliadora.
El avión comenzó a moverse, avanzando metálicamente a través de la pista. En el momento del despegue me sentí como un ente cetrino, díscolo, carente de cualquier sentimiento humano de nobleza o bondad.  En mi cerebro nació una melodía circular, unísona, ajena, que fue creciendo a medida que la nave cogía altura. Ya no pertenecía al mundo, estaba en el aire, en alguna coordenada que no se podía descifrar, el rumbo era tan incierto como una tarde nublada, como el mar agitado en una noche de invierno. La ciudad, que mirada desde las alturas parecía un vasto y estrellado cielo negro, flotaba ahora en rectas transitadas por pequeños puntos blancos.  El avión siguió subiendo y superó las nubes y tal vez el sol. Atrás quedó la querida tierra que, inmóvil y hogareña, estaría ahí por siempre, esperando mi retorno.
-¿Quiere algo para comer señor?- ofreció una bella azafata con voz servicial.
-Sí.
-¿Y para tomar?- agregó luego alcanzándome una bandeja de plástico.
-Whisky. ¿Puede ser?
-Enseguida le traigo.
-Gracias.
La mujer adinerada ya estaba durmiendo. Aproveché y le robe el pedazo de pan que la azafata había dejado en su bandeja.  La comida sabía a papel arrugado.  Dejé la comida a un costado, solo comí los dos pedazos de pan. Llegó la azafata con el alcohol. Bebí con energía. 
A partir de ese momento,  el recuerdo se torna aún más confuso  que antes. Cabe mencionar que mi memoria nunca fue muy buena, y menos ahora, en esta habitación que me encuentro, en donde el tiempo parece no existir. Tengo que hacer grandes esfuerzos para recordar lo que realmente sucedió.
Miré por la ventana: oscuridad interminable.  La mujer a mi lado emitía feroces ronquidos. Alguna persona, unos asientos detrás de donde me encontraba, comenzó a tararear una triste canción.  Busqué a la azafata para pedirle que me llene el vaso pero no estaba a la vista. Se encendió el televisor al final del pasillo y pusieron una película de dibujos animados. A diferencia de todos los demás, mi asiento no disponía de auriculares. Los pasajeros parecían tan felices con la película que sentí celos. Me paré y salí en busca de la azafata.  
Los pasillos estaban en penumbras. Lo único que se escuchaba era el tarareo triste del pasajero perdido y  risas esporádicas que prorrumpían en la noche. Debe ser una película muy divertida, pensé.  La azafata parcia haberse esfumado.
-Disculpe- pregunté a un señor que se limitaba a mirar al techo solitariamente-. ¿Sabe dónde está la azafata?
-¿La azafata?
-Sí. La azafata.
-No.
Seguí caminando en la oscuridad, cuidando de no tropezar con algunos objetos diseminados por el suelo.  Debajo de mis pies se percibía la distante vibración de las turbinas. Comencé a sentirme desorientado. Transité hace adelante y hacia atrás sin lograr mi cometido.
-¿A dónde nos dirigimos?-se me dio por preguntarle a un pasajero.
-¿Cómo?- preguntó quitándose los auriculares.
Repetí la pregunta. Me miró extrañado y volvió a colgarse los aparatos.
-¿A dónde nos dirigimos?- pregunté a una chica gorda que tenía ojos generosos.
Señaló con el índice sus auriculares mientras negaba con una sacudida de cabeza.
Volví a mi asiento. No sabía qué hacer.  Levanté la mirada y vi una palanca que decía: utilizar solo en caso de emergencia. En ese momento, todo pareció ir en una dirección determinada, la respuesta era tan obvia como cristalina. Me afiancé de la palanca y tiré de ella.
Se encendieron todas las luces y la película se detuvo. Los pasajeros comenzaron a preguntarse entre ellos, perplejos, algo enfadados, el porqué de la situación. Imité sus rostros y preguntas. Nadie entendía nada. Apareció la azafata.
-Señorita- le dije cogiéndola del brazo-. ¿Podría traerme un poco más de whisky?
-Espérese un momento señor. ¿O acaso no ve que estamos en medio de una emergencia?
En ese instante maldije a todos los seres de la Tierra, a los vivos y a lo muertos,  a mis amigos y enemigos, aves y moluscos por igual, a los que se movían y a los que permanecían inertes durante toda una existencia. ¿Por qué nada podía salir de la manera que yo deseaba?
El bullicio comenzó a ir en ascenso. La mujer adinerada seguía roncando plácidamente. Entonces fue cuando la catástrofe sobrevino. Escuchamos un gran estruendo y el avión sufrió un brutal estremecimiento. Un silencio súbito se apoderó de los presentes.
-La turbina principal del ala izquierda del avión ha sufrido una explosión interna-informó la voz grave e impasible del capitán- Pedimos a los pasajeros que no cundan al pánico y que se preparen para un aterrizaje de emergencia.
El pánico cundió. Desde cualquier rincón del tubo en donde nos encontrábamos se veía como las personas gritaban, abrazaban a su par del costado, vomitaban unas sobre otras, lloraban; aunque, también,  una esparcida minoría estaba tranquila y hasta emitía alguna sonrisa con tiznes de alegría.  
Yo no estaba alegre, más bien estaba asustado, pero mantenía la compostura en su lugar. El avión comenzó a perder altura, inclinándose, obteniendo una gran velocidad de caída. La mujer adinerada continuaba en los reinos de Morfeo. Pensé en despertarla, pero luego lo consideré cruel e innecesario. Me acerqué a la ventana: estaba saliendo el sol.
He escuchado muchas veces que antes de morir, uno ve toda su vida ante sus ojos y que tiene unos instantes de algún tipo de clarividencia. Me permito decir que esta afirmación es una gran falacia. Antes de morir, las revoluciones del corazón, el miedo inminente, el instinto de supervivencia y otros tantos pensamientos nerviosos, crean una mixtura opaca semejante a una nube pegajosa, que vacía el cerebro dejándolo totalmente en blanco, obsoleto, ausente.
Así llega este relato a su fin. He intentado narrarlo fielmente a como ocurrió,  tanto como  mi memoria lo permite. Lo último que recuerdo es mirar por la ventana y ver el mar. El hermoso mar. Interminable. Una planicie de diamantes reflejando el sol. Todopoderoso de las tautologías del universo absoluto. Regalo de los dioses para hombres que se pierden en los caminos sinuosos de la tempestad.
Ahora estoy en esta habitación. Un cubo de paredes blancas, con una pequeña ventana que ofrece una pared de ladrillos a quien se asoma para mirar (yo, únicamente, en este caso). El tiempo gira y no sé si llevo aquí minutos, días o siglos. Arriba del marco de la ventana hay una gran Z pintada en negro. X e Y parecen estar a años luz de distancia. Alguien, que nunca se deja ver, me alimenta y limpia mis suciedades. No sé si soy un loco, una bestia, un delincuente, un muerto o algún pensamiento errante que no llegó a florecer.
Un abismo, ubicado en ningún plano, paralelo de lo indescifrable, me mantiene en vilo, socorre, coexiste en los nudos de mis carnes y recrea ese suceso, sea el último o el primero, quién sabe, y logra transgredir las reglas, sobrevolar la indecisión de las respuestas, y obsequia, como último acto, la textura de esa caída en las profundidades de un mar sin coordenadas, inherentemente bello, embriagador. 
Me estoy ahogando, pero sigo soñando. Estoy atrapado, pero logro escapar.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Pendiente lagrimosa



Cayó una gota triste en un estanque vacio.
Recorrió los suelos entre hongos y el polvo añejo,
Y se fue secando, apagando con las luces frívolas
De cuando todos desaparecen. Nada se transforma. Nada existe.

Desvístete estrella que se esconde en una quimera.
Vuela y ven a mí, pacientemente estaré esperando,
Eterno el sueño de esta mente mil veces perdida
Que errante avanza entre los caminos del olvido

Vacio omnipresente que sofoca cada nido,
Son tuyas las balas de esa antigua perfidia
Que perdura en lo más hondo del lacerado espíritu,
Un ente lóbrego, el genio amputado y mal herido.

Entonces digo: ¡Que suenen! ¡Que sigan sonando!
Jamás atravesarán las redes invisibles,
Tensas, incansables, les estarán acechando
Mejor seria volar y ver caer la gota de paz infinita.