Mirar por la ventana solo lograba entristecerme
más de lo que estaba. Nada tenía vida, las hojas otoñales flotaban indefensas
en el aire, los motores de las máquinas envolvían la ciudad, perros cagaban en
zaguanes vacios, cualquier anhelo de felicidad y lozanía permanecía errante a kilómetros
de mí ser.
Nunca estaban las cosas claras, no había
principios ni finales. Un espiral infinito, un pitido perdido que nadie podía
encontrar. Yo buscaba un escape, un sueño, una ironía inmortal. Perdía mis
horas escribiendo relatos sin valor. Tenía pensado escribir un cuento
imposible, profundo, inimaginablemente perspicaz; un relato sobre laberintos y
existencialismos más allá de la razón. Pero no era capaz. Terminé escribiendo
un cuento más simple y preciso. Trataba sobre una comunidad de culos, que se
reunían en un gran anfiteatro y discutían sobre los grandes dilemas y misterios
de su casi perfecta sociedad. Trataban temas como el sexo, la política, la
música, el control de unos culos sobre otros culos. No estaba mal escrito, pero
no lograba expresar lo que desde un principio yo deseaba decir (nunca lograba
acertar en este punto). En fin, no había decidido un titulo, pero “Lo que el
Viento se Llevó” sonaba bien.
A veces pasaba horas mirando por la
ventana, solo, sediento, sin pensar en nada en concreto. En ese preciso momento,
a pesar de la tristeza, era feliz, cuando mi mente se transformaba en un portal
hacia la nada. No existían las
deudas, los recibos, los rencores de una añoranza que no regresa, los años, los
partos, los deseos más lóbregos que los seres pueden albergar. Y se largaba a
llover, y pasaban los siglos, y seguía lloviendo. Alguien se alimentaba con la
sangre del inocente, del débil, nadie podía hacer nada, nadie quería hacer
nada. Yo quería hacer algo, pero no hacía nada.
Sonó el timbre.
-Hola Lucas- dijo la vecina.
-Hola señora Encarnación.
Odiaba a la vieja Encarnación Díaz.
-Esta semana os toca limpiar las
escaleras de la finca. ¿Cómo está Laia?
-Laia está bien.
-Me alegro. La situación económica está
muy jodida.
-Sí, sí. Claro.
-¿Tú tienes trabajo?
-Si Nuria.
-¡Ay! Qué bueno. El vecino del tercero B
no tiene trabajo y no paga el alquiler. Es inmigrante, no sé, pero a mí los
inmigrantes no me agradan. Yo respeto todas las creencias, pero no pueden venir
aquí a tratar de imponer sus dioses y comidas.
-Oh.
-¿Y de qué trabajas Lucas?
-Trabajo de repartidor con una moto, en
un restaurant chino- mentí.
-Ah…
-Nuria me tengo que ir a bañar, gracias
por hacerme acordar sobre las escaleras.
Cerré.
Laia estaba en casa de una amiga o tal
vez en la de un amigo, tampoco era relevante. ¿Por qué las personas le daban tanta
importancia a cosas que no tenían ningún valor? ¿Por qué me tocaba ser tan
diferente del resto? Volví a mi ventana.
Salía el sol, se volvía a esconder.
Volaban letras cerca de mi rostro, palabras puntales y silogismos ridículos.
Las personas transpiraban, en el horizonte se escuchaba el rumor lejano de un millón
de disparos. Truenos, humedad que sobrevuela en el aire, la caída de la tarde
avecina nuevos horrores. Avanzan los vientos hacia una ciudad de fantasmas, en
donde algo que se asemeja al cariño, se transforma en la electricidad de otro
centro urbano, como una palabra dicha al oído, como los besos de una joven
perdiéndose al final de una calle. Regeneración. Actividad de lucro. Deuda
externa. Maldición congénita.
-¡Sal! ¡Sal de una puta vez!- gritó
alguien en la calle.
Comenzaba a caer la noche. Dos gatos
comienzan a batallar desenfrenados. Observo al cielo y pienso. Pienso en que
nada es lo que tendría que ser, que en algún momento pasado erré de caminó y
desemboqué en un destino deplorable, roto, confundido. Arden en llamas las alas
que alguna vez volaron en lo alto, que miraban de revés a las oscuras redes de
los cielos, deslizándose, perpetuando las olas espumosas de un mar tan bello
como infinito. Mujer que espera a la entrada de un boliche. Suenan los vidrios
esparcidos por el suelo, suenan sus cabellos agitados suavemente por el viento,
suena su voz y su cuerpo.
Alguien llama a mi teléfono.
-¿Quién es?- pregunto.
-¿Qué hacés?- pregunta mi amigo Luis.
-Nada.
-¿Te venís a tomar unas birras al bar?
-No puedo Luis. Tengo una trabajito que
hacer.
-¿Escribir el cuento sobre los Laberintos?
Dale, unas birras.
-Eso mismo, un cuento de laberintos.
-Bueno, si te arrepentís, te espero en
el bar, voy a ir con unas amigas.
-Ok.
Pasaron las horas. Lo escrito era
mierda, falsas ilusiones, el ritmo cotidiano. Hipótesis varias: musas en
huelga, espíritu decadente, fracaso impreso en la frente. Caen ahora las
estrellas, como gotas en charcos transparentes, como el grito juguetón de un
niño feliz. Las personas siguen hablando, no callan, cacarean como buitres
homosexuales, en la televisión, en los libros, en la selva de cemento y neón. Otro
día que pasa, tiempo que se desperdicia. Abro una cerveza fría.
Me llama Laia y me dice que me quiere. A
pesar de todo, me quiere. Yo también la quiero, le digo. Se contenta. Volverá
más tarde. Entonces serví más cervezas. Continué pegado a la ventana. Escuché
el ruido de botellas que rodaban por una calle. Una mujer pasó llorando por la
puerta de mi casa, me echó una mirada desconsolada. Enciendo un cigarro. El
humo se pierde formando espirales grises, semejante a lágrimas tiernas, al paso
del tiempo y la soledad.
Camino por el pasillo principal de mi
morada. Chocó contra una pared fría, tuerzo a la derecha, luego a la izquierda,
retrocedo, parece ser que estoy perdido. Bebo más cerveza. Los pasillos se
bifurcan. Avanzo al azar. Continúo caminando. Encuentro mi ventana. Miro por
ella, algo ha cambiado, un hilo azul serpentea en los aires. Debe ser la
cerveza barata.
Fui al baño, necesitaba mear. Estaba
mareado. Fue ahí que la noche se transformó un suceso maravillosamente
revelador o en una simple ilusión de una mente perturbada.
Me miré al espejo: ya no tenía los ojos rojos
y soñolientos, la barba sucia y desalineada. Estaba inmaculadamente limpio, mis
ropas sanas y coloridas, mi piel suave, mi semblante apuesto y merecedor de un
elogio. Ese yo, supongamos Lucas del Espejo, dijo:
-Hola Lucas.
Me toqué el rostro.
-Si soy tú o tú eres yo. No sé bien. No
te asustes.
Oh dios, finalmente había llegado mi
hora. La locura tocaba mi puerta.
-He venido a explicarte la realidad-
continuó-. Es una cadena interminable. Yo mismo pasé por lo que tú hace unas
semanas.
-¿Hablaste con el espejo?- pregunté.
-El espejo solo es el reflejo de la
realidad. Tampoco soy un experto en esto, pero mi reflejo dijo que tenía que
continuar con la cadena. A ver, por lo que pude entender, tu reflejo, en este
caso yo, soy todo lo que tú no eres, y así sucesivamente. A simple vista tú
estás todo desarreglado y yo todo lo contrario. Creo que por ahí va el asunto.
-Que loca la vida- ironicé.
-No es un chiste, es un tema muy serio.
-Bueno, cuéntame de que trabajas en tu mundo.
-Soy bancario.
-Oh.
-Vivo con Laia, me imagino que tú
también. Es la mejor mujer del mundo.
-Bueno, bueno, el asunto parece tener
algunos fundamentos sólidos.
-Claro, mi reflejo era una especie de
aventurero, tenía el pelo largo y era mucho más delgado que nosotros. Estaba divorciándose
de Laia. Imagínate todas las posibilidades, yo intenté averiguar donde
comenzaba todo y cuál era el motivo de este sinfín de realidades, pero no supo
decirme mucho más de lo que yo te cuento a ti. Da para pensar, podríamos ser un
experimento de alguna raza superior, tal vez Dios dista mucho de ser el que
consideramos. No sé, incalculables Lucas, buenos, tiranos, fracasados, talentosos.
Me pregunto si a todos los seres humanos le pasa lo mismo. Te noto un tanto
aburrido. ¿Puede ser?
-Solo estoy un poco borracho, no te
preocupes.
-Bueno, supongo que eso es todo. Ya
sabrás que hacer cuando seas el reflejo de otro.
-Gracias por la amabilidad. Te deseo lo
mejor.
Se dio la vuelta y desapareció por el
reflejo de mi puerta. Fui hasta la nevera. ¿Estaría llena de cervezas la nevera
de Lucas del Espejo? Según la premisa debería estar llena de yogures light. En
fin, abrí la lata más fría y me la tomé en dos tragos.
Por la ventana la noche seguía calma,
intermitentemente silenciosa. ¿Se trataría de un mal sueño? ¿Cómo negarlo? ¿Qué
pasaría si me tirase de la ventana? Algo pasaría, eso era indudable, y
cualquier cosa era mejor que esto. Respiré hondo. Me dispuse a volar.
Unos tacones se escucharon calle abajo, conocía ese ruido, lo adoraba y a su vez lo detestaba, pero lo necesitaba más que nada. Laia, su pelo al viento, su rostro altivo, su andar candorosamente bello y ansioso. Sacó sus llaves de su bolso, sonaron semejantes al clamor un millón de campanas. Olor a fresas, quimeras que se pegotean en algún rincón oscuro. Olvido. Renace un ave de unas pocas cenizas mojadas.
Unos tacones se escucharon calle abajo, conocía ese ruido, lo adoraba y a su vez lo detestaba, pero lo necesitaba más que nada. Laia, su pelo al viento, su rostro altivo, su andar candorosamente bello y ansioso. Sacó sus llaves de su bolso, sonaron semejantes al clamor un millón de campanas. Olor a fresas, quimeras que se pegotean en algún rincón oscuro. Olvido. Renace un ave de unas pocas cenizas mojadas.