sábado, 6 de octubre de 2012

Ecuación errante



Lo primero que se me viene a la cabeza, cuando recuerdo aquel viaje, es estar frente a un gran ventanal, observando las pistas, admirado  por el despegue  y aterrizaje de incontables aviones. Estaba yéndose la tarde y las luces de la pista se encendieron, regalando un bello espectáculo de figuras geométricas. Más allá, la ciudad se veía inmóvil, bañada en polución, cemento y sombras. Estaba hundido en esa linda y entrañable sensación de alegría humedecida en  tristeza, que uno tiene cuando está por dar el primer paso de un gran viaje. Atrás quedaban seres queridos, amores, calles que nunca cambian, olores, triunfos y fracasos, palabras arcanas, música, lágrimas y el sonido inconfundible del poder del mar. No recuerdo si iba de Y a X o de X a Y. La alegría que experimentaba era la que todos conocemos, aquella que uno goza cuando persigue un sueño, una mujer, un proyecto. Curiosidad por lo desconocido, lo nuevo, todo aquello que por lejano  y misterioso atrae a los hombres, a través de una llamarada de libertad, aventura y búsqueda de la sabiduría.  El recuerdo es algo borroso, turbio, como si las imágenes estuviesen impregnadas de una neblina carmesí.
Me di la vuelta. Las personas se movían como entes lacónicos y vaciados, esperando su llamado para emprender viaje.  Algunos comían,  otros dormían, pero la gran mayoría caminaba sin rumbo, arrastrando grandes equipajes y niños inquietos. Detrás del aroma a perfume de los free shops, se respiraba un aire intemporal, donde no había dueños ni jerarquías. No predominaba ningún idioma o raza. Me sentí como una botella perdida en un mar gigante, solitario, extraterrestre, único, insignificante.  ¿Por qué viajaba? No lo sé en realidad, creo que una fuerza similar a la inercia movía los engranajes de mi alma, guiándome hacia algún lugar que todavía no había ni ha sido revelado.
Me compré una botella de agua. Volví al ventanal. Una fuerte tormenta apareció en el cielo y comenzó a caer con una potencia asombrosa. Las palabras de una voz electrónica hicieron el llamado para mi vuelo. Respiré profundamente, una parte de mí no quería irse, nunca quería irse, gritaba ahogadamente clavando sus garras en mis entrañas, pero no tenía chances de triunfar, cuando la decisión está tomada, sea buena o mala, nunca hay vuelta atrás. Esclavos de un reloj, de un billete o solo una palabra. Destino desnudo, sangre que coagula entre la arena, viajero un poco triste y otro poco alegre.
 Me encaminé hacia la puerta de embarque, con ojos húmedos y  un lento andar.  Había una fila interminable. Tenía ganas de fumar, pero estaba prohibido. Me dolían las caderas y los hombros por la espera. Abrieron la compuerta y las azafatas nos invitaron  a pasar de dos en dos. Presenté mi pasaporte, luego entré en un largo pasillo de macizas mamparas, hasta llegar al avión. El motor de la nave rugía ansioso.
-Bienvenido. Buen viaje-  dijo el capitán cuando hice el ingreso a la nave.
Nos fuimos acomodando cada cual en un sitio predeterminado. Había poco aire,  lo cual producía una fuerte sensación de encierro, me concebí como un atún enlatado rodeado de aceite de oliva. Sonreí ante tal ocurrencia. Una mujer adinerada me miró como si yo fuera un demente.
-Señora, está en mi lugar, yo tengo el número diecinueve, en la ventana- remarqué señalando mi boleto
-Oh- respondió levantando las cejas altivamente-, no me he dado cuenta.
-No se preocupe. Le dejaría la ventana, pero es que estoy mal de la espalda y necesito una buenas vistas dijo el doctor.
No respondió.
Me acomodé en mi asiento y estiré las piernas hasta donde les fue posible.  La noche no había caído del todo, todavía quedaba luz.  Hurgué en mi mochila y leí una carta que alguien querido (no recuerdo quien) me había escrito como despedida. La carta no hablaba con palabras concretas, era más bien simple e infantil; hablaba de recuerdos,  bromas de rutina, el deseo sincero de buenos caminos y correctas elecciones, el amor por las pequeñas cosas y el olvido inevitable de cualquier mala acción que el pasado pudiera albergar. Tenía, también, algún garabato amistoso dibujado en la parte trasera.
La mujer adinerada me tocó el brazo.
-¿Estás bien?- me preguntó.
-Sí, estoy bien.
Escondí mi rostro y lo acerqué a la ventana. Las turbinas del avión lanzaban un calor invisible en la oscuridad que la noche había desperdigado. Al costado de la pista, el pasto se movía agitado por el viento. Las azafatas se situaron en el pasillo para realizar la explicación del protocolo a seguir en caso de emergencia. No les presté mucha atención. Luego, todo quedó en silencio y transcurrieron unos minutos que se me antojaron una eternidad pacifica, conciliadora.
El avión comenzó a moverse, avanzando metálicamente a través de la pista. En el momento del despegue me sentí como un ente cetrino, díscolo, carente de cualquier sentimiento humano de nobleza o bondad.  En mi cerebro nació una melodía circular, unísona, ajena, que fue creciendo a medida que la nave cogía altura. Ya no pertenecía al mundo, estaba en el aire, en alguna coordenada que no se podía descifrar, el rumbo era tan incierto como una tarde nublada, como el mar agitado en una noche de invierno. La ciudad, que mirada desde las alturas parecía un vasto y estrellado cielo negro, flotaba ahora en rectas transitadas por pequeños puntos blancos.  El avión siguió subiendo y superó las nubes y tal vez el sol. Atrás quedó la querida tierra que, inmóvil y hogareña, estaría ahí por siempre, esperando mi retorno.
-¿Quiere algo para comer señor?- ofreció una bella azafata con voz servicial.
-Sí.
-¿Y para tomar?- agregó luego alcanzándome una bandeja de plástico.
-Whisky. ¿Puede ser?
-Enseguida le traigo.
-Gracias.
La mujer adinerada ya estaba durmiendo. Aproveché y le robe el pedazo de pan que la azafata había dejado en su bandeja.  La comida sabía a papel arrugado.  Dejé la comida a un costado, solo comí los dos pedazos de pan. Llegó la azafata con el alcohol. Bebí con energía. 
A partir de ese momento,  el recuerdo se torna aún más confuso  que antes. Cabe mencionar que mi memoria nunca fue muy buena, y menos ahora, en esta habitación que me encuentro, en donde el tiempo parece no existir. Tengo que hacer grandes esfuerzos para recordar lo que realmente sucedió.
Miré por la ventana: oscuridad interminable.  La mujer a mi lado emitía feroces ronquidos. Alguna persona, unos asientos detrás de donde me encontraba, comenzó a tararear una triste canción.  Busqué a la azafata para pedirle que me llene el vaso pero no estaba a la vista. Se encendió el televisor al final del pasillo y pusieron una película de dibujos animados. A diferencia de todos los demás, mi asiento no disponía de auriculares. Los pasajeros parecían tan felices con la película que sentí celos. Me paré y salí en busca de la azafata.  
Los pasillos estaban en penumbras. Lo único que se escuchaba era el tarareo triste del pasajero perdido y  risas esporádicas que prorrumpían en la noche. Debe ser una película muy divertida, pensé.  La azafata parcia haberse esfumado.
-Disculpe- pregunté a un señor que se limitaba a mirar al techo solitariamente-. ¿Sabe dónde está la azafata?
-¿La azafata?
-Sí. La azafata.
-No.
Seguí caminando en la oscuridad, cuidando de no tropezar con algunos objetos diseminados por el suelo.  Debajo de mis pies se percibía la distante vibración de las turbinas. Comencé a sentirme desorientado. Transité hace adelante y hacia atrás sin lograr mi cometido.
-¿A dónde nos dirigimos?-se me dio por preguntarle a un pasajero.
-¿Cómo?- preguntó quitándose los auriculares.
Repetí la pregunta. Me miró extrañado y volvió a colgarse los aparatos.
-¿A dónde nos dirigimos?- pregunté a una chica gorda que tenía ojos generosos.
Señaló con el índice sus auriculares mientras negaba con una sacudida de cabeza.
Volví a mi asiento. No sabía qué hacer.  Levanté la mirada y vi una palanca que decía: utilizar solo en caso de emergencia. En ese momento, todo pareció ir en una dirección determinada, la respuesta era tan obvia como cristalina. Me afiancé de la palanca y tiré de ella.
Se encendieron todas las luces y la película se detuvo. Los pasajeros comenzaron a preguntarse entre ellos, perplejos, algo enfadados, el porqué de la situación. Imité sus rostros y preguntas. Nadie entendía nada. Apareció la azafata.
-Señorita- le dije cogiéndola del brazo-. ¿Podría traerme un poco más de whisky?
-Espérese un momento señor. ¿O acaso no ve que estamos en medio de una emergencia?
En ese instante maldije a todos los seres de la Tierra, a los vivos y a lo muertos,  a mis amigos y enemigos, aves y moluscos por igual, a los que se movían y a los que permanecían inertes durante toda una existencia. ¿Por qué nada podía salir de la manera que yo deseaba?
El bullicio comenzó a ir en ascenso. La mujer adinerada seguía roncando plácidamente. Entonces fue cuando la catástrofe sobrevino. Escuchamos un gran estruendo y el avión sufrió un brutal estremecimiento. Un silencio súbito se apoderó de los presentes.
-La turbina principal del ala izquierda del avión ha sufrido una explosión interna-informó la voz grave e impasible del capitán- Pedimos a los pasajeros que no cundan al pánico y que se preparen para un aterrizaje de emergencia.
El pánico cundió. Desde cualquier rincón del tubo en donde nos encontrábamos se veía como las personas gritaban, abrazaban a su par del costado, vomitaban unas sobre otras, lloraban; aunque, también,  una esparcida minoría estaba tranquila y hasta emitía alguna sonrisa con tiznes de alegría.  
Yo no estaba alegre, más bien estaba asustado, pero mantenía la compostura en su lugar. El avión comenzó a perder altura, inclinándose, obteniendo una gran velocidad de caída. La mujer adinerada continuaba en los reinos de Morfeo. Pensé en despertarla, pero luego lo consideré cruel e innecesario. Me acerqué a la ventana: estaba saliendo el sol.
He escuchado muchas veces que antes de morir, uno ve toda su vida ante sus ojos y que tiene unos instantes de algún tipo de clarividencia. Me permito decir que esta afirmación es una gran falacia. Antes de morir, las revoluciones del corazón, el miedo inminente, el instinto de supervivencia y otros tantos pensamientos nerviosos, crean una mixtura opaca semejante a una nube pegajosa, que vacía el cerebro dejándolo totalmente en blanco, obsoleto, ausente.
Así llega este relato a su fin. He intentado narrarlo fielmente a como ocurrió,  tanto como  mi memoria lo permite. Lo último que recuerdo es mirar por la ventana y ver el mar. El hermoso mar. Interminable. Una planicie de diamantes reflejando el sol. Todopoderoso de las tautologías del universo absoluto. Regalo de los dioses para hombres que se pierden en los caminos sinuosos de la tempestad.
Ahora estoy en esta habitación. Un cubo de paredes blancas, con una pequeña ventana que ofrece una pared de ladrillos a quien se asoma para mirar (yo, únicamente, en este caso). El tiempo gira y no sé si llevo aquí minutos, días o siglos. Arriba del marco de la ventana hay una gran Z pintada en negro. X e Y parecen estar a años luz de distancia. Alguien, que nunca se deja ver, me alimenta y limpia mis suciedades. No sé si soy un loco, una bestia, un delincuente, un muerto o algún pensamiento errante que no llegó a florecer.
Un abismo, ubicado en ningún plano, paralelo de lo indescifrable, me mantiene en vilo, socorre, coexiste en los nudos de mis carnes y recrea ese suceso, sea el último o el primero, quién sabe, y logra transgredir las reglas, sobrevolar la indecisión de las respuestas, y obsequia, como último acto, la textura de esa caída en las profundidades de un mar sin coordenadas, inherentemente bello, embriagador. 
Me estoy ahogando, pero sigo soñando. Estoy atrapado, pero logro escapar.

1 comentario:

Alcohólico con nombre dijo...

Como puede sentirse a veces uno tan cerca de alguien que tiene tan lejos, y tan lejos de alguien a quien tiene al lado. Las palabras de borrachera de nochecita nublada y humeda salen como el humo de un tabaco. Con un whisky de doce años, no puedo dejar de brindar a la distancia, mandando un fuerte abrazo!