lunes, 14 de noviembre de 2011

Viaje sin retorno


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Mi padre me llevaría al cementerio. Yo tendría uno o dos años. Me pasó a buscar un mediodía soleado por la humilde casa de mi madre. Ella me besó la frente deseándome suerte y la negra Jennifer, nuestra vecina, me dio una pequeña flor roja llena de espinas. Avancé callado y un tanto asustado por el pasillo gris que conducía a las calles. Mi padre me subió a su Chevette, sentándome en el asiento desvencijado de atrás.

Por la ventana, a pesar de mi corta edad, pude apreciar el ritmo cansino y desesperanzado de Montevideo, y me sentí triste. Parecía que la ciudad entera nos estuviera siguiendo al cementerio, las viejas que barrían las calles, los vagabundos tirando de sus carros, los autos oxidados, los perros hurgando en los cestos de basura.

Aunque yo no entendiera ni una sola palabra, mi progenitor intentaba explicarme quienes habitaban las tumbas a mí alrededor, que significaba la vida y la muerte, que tan importante era la persona en cuestión. Llegamos a una tumba tubular y nos quedamos mirándola fijamente. Yo intentaba entender semejante ritual, quien o qué yacía dentro, el porqué de la insólita reverencia de mi padre. Sentado en el suelo de tierra agarré un cascarudo e intenté llevármelo a la boca, pero la mano gorda de mi padre no me lo permitió. Me quitó la flor espinada y la depositó sobre el epitafio de bronce. Luego, fuimos a una plaza y me hamacó un rato.

Ese es mi recuerdo más antiguo y por ende siempre intento descifrar sus misterios, pero no tengo suerte. Nunca supe quién había muerto, supongo que sería algún político de izquierdas, un amigo de los hombres, un pobre desgraciado, o tal vez todo es parte de mi imaginación y ese mediodía soleado nunca existió.



Mis primeros años de vida no fueron nada del otro mundo. Mis padres se habían separado a los meses de mi nacimiento porque ambos estaban locos y no eran el uno para el otro. En la guardería mis compañeros me robaban los autitos de juguete, sobre todo un gordo con cara de puerco que un día fue víctima de mi ira: le robé todos sus caramelos y un alfajor de chocolate blanco que comí escondido detrás de un árbol, logrando así que el pobre llore toda una tarde. Me gustaba tirar piedras en los lagos, las imágenes que el agua devolvía a mis impactos me apasionaban, me hacían ver como mi existencia e impulsos podían deformar parte de este mundo. Miraba dibujos animados y si alguien me golpeaba yo devolvía el golpe con los ojos llenos de lágrimas iracundas.

Vivía con mi madre en un barrio pobre, nuestra casa era pequeña pero limpia y ordenada, y al entrar uno sentía calidez humana. Mi madre siempre intentaba darme todo lo que estuviese y no estuviese a su alcance.

Montevideo era una ciudad average, tenía todo y le faltaba todo, no tenía grandes pretensiones ni esperanzas. Su mejor cualidad era el futbol callejero. Al cumplir tres años los niños comenzaban a salir a las veredas con pelotas de trapo, goma o cuero, dependiendo de la generación y el estatus social. Los primeros golpes que recibe el macho uruguayo son en las rodillas o en las canillas, dependiendo en la ferocidad de su espíritu. Por ejemplo, si uno es del grupo de los débiles lo recibe en las rodillas, ya que los demás lo embestirán en repetidas ocasiones hasta que sus rodillas queden ensangrentadas y la piel pegada en el hormigón; si uno es de los fuertes, su bravura hará que sus canillas luchen desesperadamente por el control de la pelota, ocasionando así golpes en las canillas rivales y propias. Mi primer golpe fue en la cabeza, corrí luchando por un balón, un niño más grande salió a mi encuentro y salí despedido hacia el cordón de la vereda. Me quedó una protuberancia enorme en la frente durante una semana. Este primer golpe marcó mi existencia, yo no pertenecería jamás al grupo de los débiles ni al de los fuertes, me vi relegado al grupo de los disímiles, malditos y olvidados. A partir de este golpe y otros venideros, fui forjando mi identidad uruguaya que con el pasar del tiempo fue quedando en el olvido.

Poco a poco fui descubriendo cosas: vivía en un esfera gigante, el ratón Pérez era un traficante de dientes que ponía el precio que él quería a mi mercancía, se disfrutaba más mear en un árbol que en un inodoro, solo las niñas tenían permitido llorar, las personas mayores eran capaces de pisarte sin reparo, mis manos eran venenosas (eran capaces de matarme si entraban por mucho rato en mi boca), lo más importante era crecer. Un montón de conocimiento. Un viaje sin retorno.

Una vez pregunté ¿quién es Dios? Las respuestas fueron múltiples. Un ojo dibujado en una servilleta, un hombre que vive en una nube, un hombre invisible, un castigador, alguien más bueno que mi madre, un mago. Preguntaba a todos, recogía testimonios sin pruebas, armaba un rompecabezas, analizaba los hechos, pero nunca hasta el día de hoy he podido encontrar respuesta.

Con la gente de mi edad era diferente. Éramos más anticuados. Compartíamos un mismo lenguaje: papa, pipi, mama, popo, ah, bum, ñacañaca. El trueque era nuestra moneda de cambio y nunca mirábamos por arriba del hombro a otro que estuviese con sus pantalones cagados. Todos escuchábamos el mismo cuento. Era una sociedad más justa, más honesta, sin vencedores ni vencidos.

Por esos años, en el jardín de infantes, tuve mi primera novia. Se llamaba Daniela. Todavía recuerdo sus manos mientras comía mis meriendas. Todo de mi ser la irritaba, solía gritar, arañar y llorar en busca de nuestra maestra si yo intentaba ver sus bombachitas. Mi maestra acudía en su ayuda, me zarandeaba un poco y luego se iba. Daniela no me dejaba ligar con otras, si yo jugaba con las demás niñas ella las golpeaba. Su pelo tenía olor a chicles. Yo era insistente y obsesivo cuando me proponía algo. Un día ella cedió y me enseñó su bombachita blanca con pecas rosadas. Ante tal emoción, me apresuré a bajar mis pantalones y mostrarle mis calzoncillos y su estampado.

-Es Bart.- le dije lleno de orgullo, señalando con el dedo, tocando a mi amiguito.- Bart Simpson.

Que tiempos aquellos. Han pasado más de veinte años y me veo al espejo, si, ha cambiado mi piel, mi pelo, mis huesos, pero sigo siendo aquel niño ansioso, con golpes en la cabeza, que ve con tristeza el trajín de este mundo y desea mostrarle los calzoncillos a cualquier dama que ose dirigirle la palabra.



Cierta tarde Juan José, mi amigo inseparable, y yo, nos escapamos al patio de los mayores. Daniela ya se había comido toda mi merienda y se había ido a jugar con sus amigas.

Los recreos estaban divididos en dos partes, dependiendo de la edad. Claro, nuestra parcela era la peor, los toboganes eran bajos e insípidos, las hamacas tenían seguro de caída, el territorio era mucho más pequeño.

Solíamos escaparnos a jugar con los mayores, llenos de ambición por competir con ellos.

Esa tarde un chico dos años mayor que yo me desafió.

-Te juego una carrera hasta aquella pared.

Miré a Juan José dubitativo, el chico me llevaba al menos una cabeza de altura. Juan José miró hacia el otro patio, tenía miedo a la reprenda de la maestra.

-Bueno.-dije.

Tomé aire, me llené de valor. Era mi segunda carrera contra aquel adversario, me había ganado la primera.

-A la una, a las dos y a las… ¡tres!- contó, arrancando un poco antes de terminar la cuenta.

Corrí con mi alma puesta en el asunto. Él me miraba de reojo acercándose a la meta. No podía volver a perder contra este embustero que se aprovechaba de mí. Hice un esfuerzo descomunal y lo pasé justo antes de llegar a la pared. No pude frenar.

Recuerdo estar tirado en el suelo, llorando sin consuelo. Una funcionaria del jardín de infantes me recogió en brazos y me llevó a mi clase. No podía mover el brazo.

Entré a la clase, mi maestra me miró con asombro. Daniela soltó una carcajada desde el fondo del salón.

-¡Ay! Que cara tiene, pobrecito- dijo la maestra.- Voy a llamar a la madre.

Mi madre llegó al rato y me llevó al hospital. Un doctor con olor a whisky, que nos tuvo en espera por más de cuatro horas, me enyesó el brazo

Había ganado la carrera, pero mi antebrazo izquierdo estaba roto en tres partes.



Así pasaron mis primeros capítulos, lleno de dudas, metáforas, golpes, enredos, ironías, maldiciones. La vida era simple, elemental. No perseguía ningún sueño, mi imaginación me abastecía el alma. Lucas Martínez era yo, y tenía todo el tiempo del mundo, mil cosas por hacer y un sinfín de caminos que seguir. Tal vez algún día pueda ser astronauta, pensaba algunas noches.

En verano el aire entra por la ventana como una sustancia mágica, siendo niño uno se abraza a estas cosas más fácilmente, en fin, por las noches en verano, mi mente se diluía en viajes infinitos, territorios tan lejanos como ajenos, la vida en sí no era más que un constante estado onírico en el cual yo era el principal personaje. Era como saber todas las respuestas y a su vez no saber nada. No sé, siempre pensé hasta el día de hoy que estoy bajo los efectos de alguna especie de maldición fallida o algo por el estilo, una vez pisé una macumba, tal vez sea eso, aunque no lo creo. Esa maldición pisotea mi sentido de la realidad y me hace dudar de mi existencia cada vez que me analizo como individuo dentro de un medio. Volviendo al caso, pasaba noches enteras imaginándome en otros planetas y otras dimensiones, era el héroe de cada sueño, rescataba aldeanos, vencía a criaturas espeluznantes, forjaba lugares repletos de bondad y reverencia hacia mi persona.

El ejemplo más claro de este fenómeno fue mi gran misión al planeta Minotauro. Este estaba siendo invadido por una destructiva raza de invertebradas criaturas, como gusanos pero con tres extremidades a sus costados. Eran de color negro, eran muy malos. Con Juan José, mi compañero de andanzas, teníamos dos naves verdes en forma de cápsulas. Cruzábamos la galaxia, cada cual en su cápsula claro está, y llegábamos a Minotauro. Las ciudades de barro caían bajo los ataques de los gusanos. Sus habitantes eran similares a los humanos, pero más pequeños, con rostros más alargados y una dura piel grisácea. Caían bajo el azote maligno de sus invasores. Nosotros llegábamos en la situación más crítica del asunto y a base de peleas, armas, y grandes hazañas épicas nos transformábamos en los libertadores de esta raza humilde y solidaria. ¡Que grandes tipos, Juan José y yo, unos verdaderos héroes!

Era toda una historia, material para escribir una obra maestra de la ciencia ficción y lo más curioso es que cada noche se originaba más contenido artístico. Hoy en día, por las noches ya no viajo ni rescato a nadie, me limito a dormir y en ocasiones roncar.

Astronauta, mi destino era ese. Ser Astronauta. ¿Qué más podía aspirar? Pero claro, yo solo tenía cuatro años y me distraía con facilidad, era tan importante mi destino tanto como podía ser un chocolate o una pelota de fútbol. El interés por las cosas duraba poco. Uno sin quererlo aprendía cosas y más cosas. Un entramado de lo más complejo y a su vez con un orden y equilibrio inquebrantables. De todas formas tenía la ventaja de no distinguir entre el bien y el mal y por eso era inocente.

En fin, con cuatro años había entendido una realidad incuestionable: la vida era un caos in entendible.

1 comentario:

Alma Luz Hurtado Borrero dijo...

...ya no so y capaz de dibujar cosas asi...puf, me pasa igual...gracias por redactarlo....