lunes, 21 de noviembre de 2011

Viaje sin retorno

2


Nunca más vi a Daniela. Era mi primer día de clases y ella se me vino a la cabeza, no supe porqué. El nudo de mi moña color añil quería estrangularme. Miré a mis compañeros, todos vestidos igual, con delantales a cuadros azules los niños y rosados las niñas. Parecíamos payasos. Pero no importaba. Ese era el uniforme que se utilizaba para aprender a leer y qué es la ética social, sumar y restar, donde y como comienza la historia de los hombres.

Un niño de cara redonda no quería soltarse de los brazos de su madre, lloraba y pataleaba.

-No llores bebé- decía mi nueva maestra.

Al final lo convencieron, él se sentó en una silla echándonos una mirada húmeda y desconfiada a todos. Mi alegría era inmensa, la clase tenía olor a plastilina, había una pecera llena de peces y todos estábamos deseosos por comenzar a jugar.

Nos ordenaron dibujar una casa. El niño de cara redonda se negó apartándose a un rincón. Al principio la maestra intentó unirlo a los demás pero luego desistió.

Dibujé una casa con forma de cono, a mis padres separados uno en cada punta de la hoja y yo, sonriente y con ojos muy abiertos, todos iluminados por un sol gigante detrás de dos nubes.

Ya no soy capaz de dibujar cosas así, ya no soy capaz de dibujar nada, ni siquiera los hombres fosforito me quedan bien. Me limito a escribir esperando de alguien un halago sobre mis palabras. Todos me dicen que mis letras son muy tristes o qué carecen de estructura. ¡Bah! Un eructo para ellos. El arte es triste porque la vida es triste. Me siento un hombre fosforito de contorno negro, solo en una hoja gigante, sin rostro, sin nada. El sol detrás de las nubes, la pecera llena de peces.

El niño de cara redonda no quería ser nuestro amigo. ¿Por qué su madre lo había abandonado a la merced de ese antro? ¿Por qué tenía él que enfrentarse solo a ese definitivo mundo que tenía delante? No habló con nadie durante las cinco horas de clase. Así eran las cosas, te tiraban al ruedo y a bailar. No importaba que odiases todo lo que te rodea, no, no, no, de ninguna manera eso podía importar. Un empujón y ahí estás. ¡Que comience el baile!

Cada día mi madre me llevaba a la escuela y luego mi padre me iba a buscar. Sonaba el timbre y llegaba la hora más esperada del día. Adiós al cansancio de las letras y los números. Hora de dibujos animados, alfajores, juegos callejeros con niños del barrio.

Mi padre siempre me iba a buscar aunque tuviera que dejar de trabajar por ello. Trabajaba como comerciante en las calles y controlaba él mismo sus tiempos. Una tarde, me estaba esperando apoyado en su auto, fuera del mismo. De su mano brotaba sangre. Me acerqué corriendo, lo abracé y le pregunté que le había pasado. Me echó una mirada cómplice y me explicó el percance. Estaba yendo a mi escuela, cuando en un semáforo, una camioneta blanca lo golpeó. Bajó de su Chevette y la camioneta aceleró. El se apresuró a darle captura. Se metieron por calles interiores y en una curva mi padre perdió el rastro. Deambuló por la zona hasta que se volvió a cruzar con el fugitivo. Llegaron a otro semáforo, la camioneta tuvo que frenar. Mi padre salió del auto y le dio un puñetazo a la ventana del conductor. Por eso la sangre. La camioneta volvió a acelerar. Martínez estaba encarnizado, odiaba perder ese tipo de duelos. Miró su reloj, faltaban diez minutos para que yo saliese de clases. El duelo embriagador, su hijo solo en la puerta de la escuela.

Mi padre era un buen padre. Me llevó a su casa y mirando los dibujos animados me comí un alfajor.



La escuela estaba al lado de un liceo. Eran construcciones simétricas, el patio de recreo del liceo estaba separado por un muro del nuestro. El recreo estaba llegando a su fin. Los adolescentes de secundaria solían treparse al muro y gritarnos todo tipo de agravios. Éramos más pequeños, mas traviesos, más feos, pero no tenían porqué meterse con nosotros si nosotros no nos metíamos con ellos.

El grupo de maestras había acabado el té y la conversación. Ya comenzaban a llamar a sus alumnos. Había tres adolescentes recordándole a un niño de lentes la fealdad de su cara por culpa de estos.

No recuerdo quien tiró la primera piedra. Yo estaba en primer grado. De un momento a otro, dos o tres individuos del tercer grado, comenzaron a tirarles pequeñas piedras a los adolescentes, todo el piso estaba cubierto de pedregullo. Mis compañeros de clase comenzaban a formar la fila para regresar al salón. Ya eran cinco los lanza piedras. Fui hasta el otro extremo del patio buscando una piedra grande. Regresé al campo de batalla, apunté y dí justo en el blanco.

El joven se bajó del muro con un notable gesto de dolor.

-¡Le rompiste el ojo!- me dijo un lanza piedras pasmado.

Salí corriendo y me puse en el final de la fila. Entré al salón.

La maestra comenzó a explicar quién era José Gervasio Artigas. Un gran ser humano, sin dudas. Un guerrero, como yo. La piedra había impactado en el rostro del joven. El sentimiento encantador de mi victoria bélica se fue transformando poco a poco en culpa. Miré al resto de mis compañeros, atentos al discurso de la maestra, sus conciencias inmaculadas, sus ojos en el pizarrón. Mi agresión tenía un testigo. Mi madre se desilusionaría y me trataría con enojo durante un tiempo. El ojo del joven lleno de sangre. Artigas era el padre de nuestra patria y perdonaba a los vencidos.

Al llegar a mi casa me sentí bastante aliviado. Sin embargo, al día siguiente antes de entrar a clases, el miedo regresó.

Era un día festivo nacional y por eso se llevaría a cabo un acto. Durante el mismo, el director de la escuela tomó el micrófono. Era un hombre bajo y gordo de canas lacias, peinado con gomina, con un semblante autoritario. Se colocó al lado de los pabellones patrios y todo el mundo hizo silencio.

-Quiero aprovechar este acto para mencionar un incidente que ocurrió el día de ayer.- comenzó dirigiéndonos una mirada inquisitiva. Sus palabras eran lentas y guturales.

-Un joven del liceo sufrió el golpe de una piedra lanzada por un alumno de esta escuela.-continuó diciendo.- Le tuvieron que dar tres puntos de sutura por encima de su ojo, pudo haber quedado ciego.

A estas alturas los nervios no me dejaban escuchar con claridad, comencé a transpirar. Las siguientes palabras dudo que hayan sido reales, sospecho que lo imaginé:

-El joven se llama Pablo y hoy vendrá a nuestra escuela a ver quien fue el responsable. Es un niño de segundo grado. El alumno será expulsado de esta escuela.

¡Me iban a expulsar! ¿Un niño de segundo grado? Yo estaba en primero. Hoy vendría Pablo. Había un testigo. ¿Por qué había tirado aquella piedra? Lamenté haberlo hecho. Me dejó de importar la herida de Pablo y la expulsión de la escuela fue la máxima inquietud. Había dejado de ser inocente.

Finalmente nunca nos vimos, Pablo y yo. Nunca supe en qué decantó aquel suceso. No me expulsaron. Eso sí, Pablo debe lucir mi marca hasta el día de hoy. Pasé de grado con nota sobresaliente. Mi madre me regaló una bicicleta como premio a mi destacada actuación.




Cada año mi madre me premiaba si pasaba el curso con la máxima nota. Primero la bicicleta, luego el Family Game, el Super Nintendo y cosas por el estilo. Ella era la responsable de mi constancia y aplicación en los estudios. Su alma se maravillaba si mis educadoras alababan mis dotes y potencial. Era primordial la educación, que su hijo estudie inglés y computación, que haga los deberes y tenga los cuadernos forrados para que no se rompan. Igual se rompían, siempre fui muy bruto y desordenado. Mi letra escrita es la peor abominación lingüística que he visto, si un grafólogo la analizara, seguro que entraría en crisis. El tema es que mis notas sobresalientes eran mi regalo para ella. Era su felicidad en lo yo que pensaba cuando las recibía y en su tristeza cuando estas demoraban en llegar.

Mi madre. Me criaría para que yo no fuese un mal hombre como los que ella conocía. Yo sería educado, fuerte y podría tener todo el amor que ella no tuvo en su infancia. Siento devoción ante su nobleza y angustia ante su mayor fracaso: Lucas Martínez es un hombre tan malo como cualquier otro. Su educación, el malagradecido, la hubiera tirado al inodoro. Pero ella igual le perdonaría cualquier cosa, era la luz de su vida, aunque una luz bastante intermitente.

Cierto día mi padre le dijo:

-Voy a llevar a Lucas a un equipo de fútbol.

Ella desconfió y luego aceptó. Hacer deportes era sano.

El domingo de mañana me llevó a la práctica. Yo era derecho y tenía físico de defensor. Antes de quitarme el sueño de la cara me vi inmerso en la lucha por el balón. Me pusieron de atacante por la izquierda. Corrí por la izquierda y por la derecha, hacia arriba y hacia abajo, di vueltas, semicírculos y triángulos. El balón temblaba de miedo al imaginarse manipulado por mi trato impío. Se escapó de mí durante toda una hora y luego descansó aliviado bajo el brazo del entrenador.

-Señor… Martínez ¿verdad?- dirigiéndose a mi padre.- Mire, este año no ficharemos a más niños. Pero el chico promete.

Esas fueron sus palabras.

-Señor, no pierda el tiempo. Llévelo a la escuela y póngalo a estudiar.

Esos fueron sus pensamientos.

Mi padre escuchó estos últimos. Tenía buen oído para los pensamientos de los hombres. Las mujeres eran otro tema.

Lejos de deprimirse miró el cansancio de mi cara. Este técnico no sirve, es cierto que el chico no es gran cosa, pero en algún lugar lo querrán, el baby futbol está lleno de idiotas, mi hijo tiene que jugar, ¡por mis huevos que va a jugar!

Mientras estas y otra sarta de cosas se le pasaba por la cabeza, un tipo vestido de deportivo rojo se le acercó.

-¿Es su hijo?- preguntó.

-Si, es mi hijo.

-Acá es difícil que fichen a un niño nuevo, hace tiempo que juegan los mismos niños y les va bien.

Los pocos dientes que tenía eran color verde, amarillo y marrón. Tenía la mirada eléctrica y cualquiera diría que nació en un establo o en algún lugar de ese estilo.

Se llamaba Jorge.

-Mire, si quiere tráigalo y lo probamos en nuestro equipo. ¿Qué te parece gurí?- me preguntó con un tic en su párpado.

-Bien.- respondí mirando a mi padre.

Pasó una semana y me llevó a practicar. Esta vez me pusieron de defensa por la derecha. El balón seguía en su actitud esquiva aunque ya comenzaba a dar signos de resignación. Hubo una segunda práctica y luego otra. Me ficharon. El baby fútbol está lleno de idiotas.

Mi madre, que por cierto se llama María, me llevó a la cuarta práctica. Aprovecharía desde allí para llevarme al dentista, el cual estaba a solo dos calles de distancia. Durante la práctica, mientras observaba el movimiento del equipo titular que jugaría el sábado, Jorge me invitó:

-Tomá Lucas, tomate un matecito con el entrenador.

-Si Jorge.

Me encantaba el mate.

Chupé el agua caliente y luego me colocó un rato en el equipo y marqué un gol.

Al terminar la práctica, caminando hacia al dentista, Mamá me dijo:

-¡Estas loco Lucas! ¿Cómo se te ocurre tomar mate con ese entrenador? ¿No viste como tiene los dientes?

Y por fin llegó: mi primer partido. Tarde radiante de sol, una multitud de padres chillando, el juez uniformado de negro. Empecé de suplente, claro está. El capitán y golero de nuestro equipo era el hijo de Jorge: Jorgito.

Mientras discurría el partido yo sentía fascinado la textura de mi uniforme, miré mi casaca y mis botines y me llené de orgullo. Me sentí parte de algo superior.

Promediando la primera parte del encuentro, Jorgito entregó tontamente el balón y el equipo contrario anotó.

-¡Gol!- gritó enfurecida la masa de padres.

-Bien Jorgito, no pasa nada.- gritó Jorge.

Medio tiempo. Los espectadores compran tortas fritas y coca cola. El juez toma agua de un grifo. Charla del entrenador. Sin cambios en el equipo.

Comienza el segundo tiempo.

Diez minutos. El defensor derecho da un pase a Jorgito. Jorgito se tropieza. Segundo gol del equipo contrario.

Junto a un compañero suplente observamos al golero reserva, es alto y tiene brazos largos, parece tener gran aptitud física.

Mi padre fumaba un cigarro en un extremo de la cancha. Mi compañero y yo agarramos un balón y nos pusimos a pasarla entre nosotros. Al rato escuchamos a Jorge.

-¡Movete de ahí salame!

Le gritaba a un joven callado, rodeado de varias damas, que estaba atrás del arco defendido por Jorgito. Esperaba que termine nuestro encuentro para que su equipo femenino usara el terreno de juego. El tipo se quedó quieto demostrando indiferencia.

Jorge repitió la frase. La madre de Jorgito le pidió tranquilidad.

-¡Chupame un huevo!- grito el tipo.

-¡Hijo de puta! Te voy a matar.

Invadió la cancha encolerizado dirigiéndose a su objetivo.

-¡Jorge! ¡Jorge!- la mamá de Jorgito.

-¡Ay, Ay!- el equipo femenino.

-¡Prrrrrrr!- el silbato del juez.

Se dieron dos o tres puñetazos cada uno y fueron separados. Jorgito lloraba. El juez suspendió el partido.

No pude debutar. No me sentía triste sino más bien desconcertado. Le pedí a mi padre que me llevara a su casa.

Más tarde, ese mismo sábado miramos un partido de futbol televisado. Llegué a una conclusión: en el mundo había Jorges y Jorgitos por doquier.

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