martes, 23 de septiembre de 2008

Con las manos esposadas

El humo del cigarro del oficial Pérez es horrible, me causa nauseas. La tarde está nublada y un hilo húmedo flamea en el viento. El dolor en mis costillas parece desaparecer en ocasiones, observando a los niños que juegan al fútbol, a través de la ventana del coche.
-Ya estamos por llegar piltrafa- me dice el sargento Vidal desde el asiento delantero.
-Más te vale que cantés quién es este hijo de puta- agrega Pérez.
Me golpea con contundencia en el pómulo izquierdo.
-Si señor. Ya le he dicho que se lo diré.
El silencio de las calles es ensordecedor. Todos caminan mirando el suelo, hasta los perros parecen estar mudos.
-En este edificio vive-digo señalando con las manos esposadas.
-A las dos de la tarde. ¿Estás seguro pendejo?
-Si señor. A las dos.
El sargento Vidal tiene cara de victoria, éxito profesional. Ya estoy aburrido de odiarlos, cansado. Estacionan el coche enfrente al edificio. El conductor abre una caja de cigarros y convida a los otros dos. Vidal saca su revólver apoyándolo en su pierna.
Quedo mirando el vacío, pensando en mi suerte, en la derrota inminente, la desesperanza, el sufrir de mi familia, en los sueños de mi promiscua adolescencia que hoy están aniquilados.
Pérez me parte la cara, otra vez.
-Despertate gil- me dice.
El cielo empieza a despejarse. Ahora el sol alumbra el rocío de otoño sobre el pasto amarillo. Mi nariz no deja de sangrar.
El sargento carraspea y agrega:
-Che, abrí bien los ojos que ya son casi las dos.
-Si señor.
Apoyo mi cara contra el vidrio de la ventanilla. Veo que hay más gente en las calles y ya no tengo la sensación de que todos miran al suelo. Me pierdo en la idea de ser libre.
Ahí está. Es ella, si, es ella. Sale del edificio, sola, caminando lentamente. Viste de negro. Su rostro denota tristeza e impotencia, su belleza impenetrable tiene la misma rigidez de siempre. Diana es su nombre, y es mi musa, mi alma y mi vida, escudo y salvación.
Abro mis esposas y salgo del coche. Camino hasta ella con pasos sigilosos para que no me escuche. Toco su hombro con mi dedo índice, ella voltea, me mira exaltada. Una lágrima cae por su rostro, otra lágrima cae por mi rostro. Me abraza feliz, la abrazo feliz. Nuestras manos se juntan y empezamos a caminar entre la gente silenciosa. Somos libres. Sin decir una sola palabra nos perdemos detrás de una esquina sin mirar atrás.
El humo del cigarro del oficial Pérez es horrible, me causa nauseas.
-¿Demorará mucho Nachito?- pregunta el sargento, serio y sarcástico.
-Capaz que sí.
Voltea torvo, y su mirada choca con la mía.
-¿Cómo?
Pérez lanza una bocanada de humo en mi cara. Río.
-Que ya no me acuerdo quien era esa persona. Nunca lo supe.

2 comentarios:

Iván Vidal dijo...

Gaby, Gaby, Gaby...Con que Vidal, ¿eh?...Solo un comentario, cuando hablas de la lágrima en su rostro y en el tuyo se repite innecesariamente la palabra "rostro". Aún así me has mantenido interesado con el relato hasta el final. ¡Bien!

marce dijo...

Hola oyitos, te felicito me gusta mucho lo que escribes, algun dia te paso algo de lo mio. besos