sábado, 28 de enero de 2012

Cuarto round

-Tenés que caer en el cuarto round.- me recordó Miguel, mi entrenador, mientras ponía vaselina en mi rostro.
Afuera, un golpe tras otro sobre el ring. El sonido de la multitud enfurecida hacía temblar las paredes de mi camerino.
-Veinticinco mil para vos y veinticinco mil para mí.
-Si Miguel.
Me puse a calentar. Puse empeño en bíceps y hombros. Venía de una buena racha de cinco victorias al hilo y estaba un poco nervioso ante el resonante marco de la pelea.
Por los altoparlantes el presentador dio la decisión de los jueces. Empate. La gente abucheó. El organizador de la velada entró transpirando.
-Gusano, Miguel. ¿Están prontos?
-Si.- respondió Miguel haciéndole un guiño.
-En dos minutos salen.- dijo y nos dejó.
La muchedumbre sonaba tranquila, compraban refrescos, comentaban asuntos semanales.
-Pablo.- mirándome a los ojos.- Sabés que te quiero un montón ¿verdad?
-Si Miguel.
-Pensá que después de la pelea la vida se te va a solucionar en varios aspectos. Las personas se olvidan de las peleas al cabo de una semana, cuando miran otra.
-Tranquilo, todo va a salir bien.
Sentí los guantes muy apretados. La muchedumbre comenzó a corear ascendentemente:
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
Las paredes volvieron a temblar.
-Vamos.- dijo Miguel.
Choqué mis puños y salí.
Luces rojas y azules se posaron en mí. Sentí flashes, abucheos y algún grito de apoyo. Avancé movilizando mis brazos, mientras la cámara de televisión nos marcaba el ritmo. Subí al cuadrilátero y saludé con mi derecha. Estaba repleto y el calor emergía de la gente como el vapor. A mí lado se situaron el organizador, que transpiraba a raudales como nunca antes había visto, y el presentador, vestido con un esmoquin negro muy elegante.
Las luces y las miradas cruzaron el escenario y se posaron en mi oponente que empezaba su propia caminata. Miré a las butacas, ninguna mujer hermosa me miraba, solo una gorda de cara bondadosa que estaba sola, comiendo un pancho bañado en mayonesa.
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
El Doberman subió al cuadrilátero levantando sus dos manos y entregándole una sonrisa a su público. Me miró a los ojos y se puso a hablar con su entrenador. Miguel me palmeó la espalda.
El presentador tomó el mando del espectáculo.
-Buenas noches damas y caballeros. .- comenzó diciendo con su particular y bullanguera voz.- Les invitamos a disfrutar del evento principal de la noche. En esta esquina, con un peso de ochenta y un kilos, uno setenta y cinco de estatura, con un record de diez victorias y cuatro derrotas. Pablo “el Gusano” Looopeeez.
Hubo más abucheos que aplausos.
-Y en la otra esquina- continuó el presentador.-, pesando ochenta y tres kilos, un metro ochenta y dos de estatura, con un record de veinte victorias, dos derrotas y un solo empate. “El Doberman” Mario Do-min-gueeeez.
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
El juez nos llamó. Dijo lo que todos dicen: quiero una pelea limpia, cuidado con codos y golpes bajos. Chocamos guantes.
Los presentes abandonaron el ring dejándonos al Doberman y a mí frente a frente. Tenía cara ruda, la piel curtida y más alcance que yo.
Le dí un abrazo a Miguel y sonó la campana.
Salí con fuerza, no le dí tiempo a medirme. Le tiré un par de combinaciones que no hicieron daño. Tenía un jab duro y constante que lograba mantenerme al margen.
-Acortá la distancia Pablo.- me gritaba Miguel.
Pero cada vez que acortaba la distancia el Doberman retrocedía un paso y me impactaba el cross de derecha, que no era muy poderoso pero si muy difícil de esquivar. Se fue el primer round.
-Bien, bien, seguimos así Pablo.
El segundo round fue parecido al primero. El me mantenía alejado con su larga izquierda, pero llegando al final del asalto se descuidó, avancé y le metí un fuerte gancho en la mandíbula que lo hizo tambalear.
-¡Pablo!-gritó Miguel.
Me apresuré a darle una mano y mantener firme el clinch. Nos salvó la campana.
El organizador se acercó a mi esquina y carraspeó preocupado.
-Casi lo mandás a dormir. Con cuidado.- observó Miguel.
-Perdón. Fue sin querer.- dije sorbiendo y escupiendo agua fría.
El Doberman me miraba iracundo.
Salió con todo. El público se entusiasmó. Me tiró todo su arsenal de golpes llevándome a las cuerdas. Intenté separarme pero no me lo permitió. Le devolví algunos golpes que no hicieron mella y me dio un derechazo en los riñones que me dejó sin aire.
-Es en el cuarto, en el cuarto.- le dije al oído.
Me dio un respiro sin cambiar su postura agresiva. Bailoteé un poco y me alejé de sus golpes. Sonó la campana.
Empecé a sufrir el cansancio de la pelea. Miguel me limpió una herida en la ceja.
Una hermosa chica de piernas largas rodeó el ring anunciando el cuarto round. Pude ver como gesticuló sensualmente con mi oponente.
Empezó el round.
Me alejé de sus manos lo más que pude y reforcé mi guardia cuando éstas me alcanzaron. Hice el tiempo suficiente. Me acerqué y le regalé mi flanco izquierdo el cual no aprovechó la primera vez. Me conectó a la segunda. Caí. El público explotó. El juez comenzó a contar mientras me revolcaba por el suelo. El Doberman levantó sus manos en señal de victoria. Miguel me miraba satisfecho. Todos los presentes desbordaron de alegría, menos yo.
-Cinco, seis…- de la cuenta se desprendió una expectación muda y absorbente que se esparció por todo el recinto.
Apoyé mis brazos en la lona, me rehice y me puse en pie. El juez parecía sorprendido. El Doberman me miró como pidiéndome una explicación.
-¿Puede seguir?- preguntó el juez.
-Si, si.
Le tiré unos cuantos derechazos con potencia para que viera por donde venía el asunto. Me esquivó siempre y siguió con su juego de jabs.
Terminó el cuarto round.
-Perdoname Miguel, perdoname.
No respondió. Se limitó a poner la barra de metal congelada sobre las inflamaciones de mi cara. En sus ojos pude ver una profunda desilusión, y a su vez, un antiguo orgullo que yacía perdido, en algún lugar lejano de su alma. El organizador nos miraba colérico, empapado en su hediondo sudor.
-Perdoname Miguel.
-Nos van a matar Pablo. Estás loco.
Nos lanzamos de vuelta a la pelea, en igualdad de condiciones esta vez. Sus manos eran cada vez más punzantes, pero en ese momento de exaltación y valentía eran un aliciente más. Avancé y seguí avanzando. La moral del Doberman disminuía, al ver que sus golpes entraban pero no lograban retrocederme. Lo llevé contra las cuerdas y lo castigué duramente, vislumbre por un momento la victoria. Me pareció escuchar en algún rincón de la multitud:
-¡Gu-sa-no! ¡Gu-sa-no!
Cambiando golpe por golpe llegamos al décimo round. A esa altura, las tarjetas de los jueces estarían muy parejas. Miguel no me hablaba, ni siquiera me miraba a los ojos. Salí decidido a noquearlo.
El Doberman cambió de estrategia: me esperó con la guardia baja. Le tiré un par de jabs que no llegaron. Dio un paso al frente y me metió un gancho con la izquierda en el mentón. Fue un golpe inesperado. Me durmió.
Un niño feliz que caminaba por una casa rústica, mis hermanos no estaban, la heladera quieta y vacía. En el corazón de la casa latía la melodía metálica de una caja de música averiada. La puerta de madera se abría y el juez contaba:
- Nueve. ¡Diez!
Miré a mi esquina: estaba vacía. El público subió al Doberman en andas. El organizador me pisó una mano mirándome con desprecio. Me levanté con dificultad y me fui rápido al camerino. Le pedí a un espectador que me ayudara a cortarme los guantes. Me di un baño de agua caliente y me apresuré a vestirme, mientras tanto, observé el andar taciturno de una cucaracha sobre el foco de luz sucio y verdoso de mi aposento. Abrí la ventana que daba a las calles y me tiré. Salté sobre unas bolsas de basura que amortiguaron la caída.
El público seguía emocionado.
-¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán! ¡Do-ber-mán!
Corrí por calles grises hasta perderme en la ciudad. Era una noche fría y húmeda. Las damas iban vestidas de gala, las radios de los coches sonaban festivamente. Entré a un bar.
-Señor. ¿Me podría dar un hielo?- le pedí al cantinero.
En la televisión había otra pelea, una por el campeonato.
El cantinero me miró el rostro con preocupación y me dio tres hielos.
-Gracias.
Salí del bar. Me saqué una media y le metí los hielos. Sentí el alivio del frío en los hematomas de mi cara. Respiré hondo y empecé a caminar. En el cielo, las estrellas estaban donde debían estar.

viernes, 20 de enero de 2012

El extraterreste

Era tarde y estaba leyendo un libro de historias negras. Por la ventana entraba la brisa fresca. La ciudad estaba bastante vacía.
Escuché de pronto un silbido agudo y luego un estruendo, en el fondo de mi casa. Me puse una bermuda y salí. Mi patio era cuadrado, tenía un gran cactus en el centro y, bien al fondo, un pequeño sucucho que servía de depósito para mis chatarras. Estaba oscuro y se respiraba olor a querosén. Sobre el tejado del depósito un rastro de humo que se perdía con el viento.
Oí ruidos entre la chatarra. La rueda vieja de una bicicleta cayó y rodó hasta pegarse con el cactus. Me acerqué y vi una pierna rojiza esconderse detrás de una heladera descompuesta.
-¿Quién anda ahí?- dije un poco asustado.
Silencio
Le pegué una patada a la heladera y retrocedí un paso.
-Espera- dijo una voz femenina.
-¿Quién eres?
-Me llamo Dila.
Se arrimó quedamente hasta mí. Tenía unos preciosos ojos romboidales y verdosos. Su pelo negro caía a cada lado como uno péndulo sobre sus hombros. La piel rojiza le brillaba al reflejo de la luna. Dila, una hermosa creación.
-Hola Dila. ¿Quién eres y que haces aquí?
Tocó un aparatito que llevaba en su muñeca.
-¿Podemos entrar a tu casa? Tengo mucha sed.
Entramos y le serví un vaso de agua. Se sentó en la silla.
Había algo raro en ella, además del color de su piel. Sus ojos tenían un brillo húmedo fuera de lo normal, sus movimientos eran muy elásticos.
-¿Y bien?
- Soy Dila y vengo de otro planeta.- me dijo con voz cansada.
-¿De otro planeta?
-Si, aunque te suene raro y loco.
-Uno se acostumbra a escuchar ese tipo de cosas. Con el tiempo, claro.
-¿Y tú como te llamas?- me preguntó.
-Dael.
Terminó el agua. Echó un vistazo a todos mis utensilios y a los cuadros en las paredes.
-¿Y como llegaste aquí?
-Me catapultaron. Y terminé en el fondo de tu casa.
-¿En una catapulta?
-Bueno, así se le llama. Es una máquina bastante compleja.
-¿Y eso como es?- pregunté intrigado.
- Eso yo no lo sé. Yo soy una exploradora, del viaje catapultado se encargan los ingenieros y los científicos.- comentó arreglándose un mechón de pelo desalineado.-Yo me subo en la catapulta y ellos hacen lo demás. Supongo que ustedes también tendrán sus formas de viajar. ¿No?
-Si, pero nunca hemos salido del planeta.
La luz en la habitación era tenue, los mosquitos zumbaban a nuestro alrededor. Las estrellas amarillas centelleaban en el vidrio de las ventanas.
Me senté en la mesa, a su lado.
-¿Cómo es que hablas mi idioma? ¿Hablan el mismo idioma que nosotros?
-No.- respondió resoplando.- Su lenguaje es muy difícil. Mira.- me dijo señalando un cilindro negro, atado a una cinta de goma en su cuello.- Aprieto aquí, y luego aquí y ya no hablo más tu idioma. Eparasteria eter parapestia, tamaretnitra, ¿querestiada?
-Ya veo.
Apretó de vuelta el cilindro.
-Ahora está mejor. Nuestra tecnología es más avanzada que la vuestra.
Nos fuimos fundiendo en la oscura noche y yo, poco a poco, me sumergí en el ensueño de sus palabras, que se deslizaban como agua en campos de seda. Siempre había tenido facilidad para encontrar gente rara y extravagante, pero ella sobrepasaba cualquier expectativa.
La invité a dar un paseo por el barrio. Aceptó.
Flotaba en las calles olor a vino y salitre de mar. Dila contoneaba sus caderas de forma musical. Su pelo parecía levitar en el espacio.
-¿A que has venido a nuestro planeta?- le pregunté.
-Ya te lo dije. Soy una exploradora.
-Si. Pero ¿que desean de nosotros?
-Mientras caminamos registro datos físicos, químicos, ambientales. Planeamos conquistar tu mundo.
-¿Cómo?
-Los vamos a conquistar Dael.
-¿Por qué?- pregunté dejando asomar una vaga sonrisa.
La noche estaba vacía. Se veían las luces interiores de las casas del barrio y un murmullo lejano ululaba en el viento. Dila me miró con ojos melancólicos.
-Nuestro planeta está muriendo. No tendría que decirte esto. Pero igual no puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada.- sentenció.
-Oh.
-Llenamos el planeta de enfermedades químicas, matamos la vegetación y la mayoría de las especies, contaminamos los mares. Me da tristeza decirlo, pero así sucedió.- su rostro imperturbable, como tallado en mármol.- Las personas al principio se dejaron llevar por los impulsos ante el inminente desastre. Robamos, destruimos, nos drogamos y si, matamos y continuamos matando. Luego descubrimos tu planeta y el Apocalipsis que se avecinaba se transformó en una esperanza única que tuvimos en común.
Miré hacia las estrellas. Pobre Dila, pensé. ¿Por qué cosas habría pasado aquella mujer, para inventar semejante historia?
-¿Se mudarán aquí? ¿Toda su civilización?
-Será un proceso largo pero necesario.
Tomé su mano y ella no dijo nada. Caminamos así un rato largo. Pasó un coche viejo y sonoro, gatos, bolsas arrastradas por el viento, dos abejas zumbando alegremente y un anciano con cara de enojado.
-Tengo que irme Dael.
-¿Ya?
-Si, ha llegado la hora.
El aparatito en su muñeca tintineaba.
-¿Nos volveremos a ver Dila?
-Tal vez sí. Pero no lo creo.
Quedó rígida mirando hacia delante.
-Diez, nueve…- comenzó a contar.
-¿De que planeta vienes?
-Planeta Tierra. Pero el nombre no te servirá de nada. Seis, cinco…
-Por lo menos haré el intento.
Besó mi mejilla. La cuenta regresiva acabó.
Sus piernas se doblaron y salió despedida hacia el espacio. El impulso hizo que me cayera de culo.
-¡Mierda! – grité.
Otra vez sentí el olor a querosén. Me levanté sobresaltado. Miré en todas direcciones: la ciudad yacía inerte como antes. No tenía nada que hacerle y emprendí el regreso a casa.
¿Cómo sería ese planeta Tierra del que ella hablaba? Ella ya no estaba y sentí el desconsuelo de no tener la promesa de volver a verla. En el cielo una estrella fugaz zigzagueó entre las constelaciones.
Entré a mi casa. Todo estaba desordenado. Me saqué los zapatos, apagué las luces y me dormí.

miércoles, 11 de enero de 2012

El hombre transparente

Era domingo y me desperté a las once. Estuve un rato desdoblándome en la cama, mientras descubría algún partido de fútbol interesante en la tele, encendida desde el día anterior. Examiné el celular y me levanté.
Fui al baño y me puse a cagar. Cuando terminé y quise lavarme las manos frente al espejo, descubrí lo que me había pasado. Era invisible. Yo no estaba ahí. ¡Mierda! Que problema. Me vi tan sorprendido que tuve que sentarme otra vez en el cagadero. Respiré hondo y lo volví a intentar: yo no estaba en el espejo. Al principio me asusté, pero poco a poco me lo fui tomando con más tranquilidad.
Fui hasta la cocina intentando hacer el menos ruido posible. Si mi tío hubiese estado al tanto de mi condición, seguro que me ataba a su auto desvencijado y me llevaba volando a un programa de televisión. No teníamos mucho dinero en esos días, sin embargo yo era bastante feliz.
El estaba ahí sentado, leyendo el diario y tomando café. Se tiró un pedo.
-Tío- dije en voz baja.
Me miró y no me vio.
-Lucas. ¿Ya te levantaste?
No le respondí. Siguió leyendo.
Analicé la situación. No estaba muy despabilado, además, estando entre cuatro paredes nunca he podido razonar muy bien. Abrí la puerta de casa silenciosamente y salí.
El aire fresco de la mañana todavía estaba en las calles. Caminé unas cuadras esquivando seres vivos y me senté en una parada de autobús. Me sentía muy extraño, no fue fácil al principio acostúmbrame a que la gente no me viese. Pero sí podían escucharme.
-Gorda- le dije al oído a una gorda que se dio vuelta escandalizada (así me dí cuenta).
Pasaron autobuses, taxis, gordos, putas y un enano. Sonaron las hojas de un árbol cercano. Pensé en Lorena. ¿Qué pensaría ella de mi situación? ¿Me aceptaría? ¿Cómo explicárselo?
Cuando llegó el autobús, me subí con cuidado, amagando a las personas, para que no se asusten con mí roce. Viajar era gratis, apunté. Me senté en el asiento trasero. Por la ventana vi pasar la ciudad, almacenes y farmacias, canchas de futbol, basureros. Pensé en el tiempo y en la edificación de las cosas humanas.
El autobús frenó de golpe y me pegué la cabeza contra el asiento delantero. Luego, mientras me acariciaba sobre el golpe, me di cuenta que tenía que bajarme en la parada en que estábamos. Empujé a un hombre barbudo que ni se inmutó y bajé.
Al llegar a la entrada del edificio de Lorena, recé por que estuviese sola. Con mi suegra en casa sería imposible explicar la situación.
-¿Ves Lorena? Un hombre invisible tienes por amante. No te lo podrías haber elegido peor.- diría ella. Tendría el arma perfecta que buscaba hacía tiempo ya.
Toqué timbre.
-¿Quién es?- preguntó su dulce voz.
-Soy yo mi amor. ¿Estás sola?
-Si.
-¿Y tu madre?
-Está en la casa del novio.
-Ah ¿Me abrís?
-Espérame un segundo que me vista. Me estaba bañando.
Bajó al rato, toda perfumada. Abrió la puerta y se asomó a la calle al no verme parado allí, en ese instante me adentré en el edificio. Desconcertada me esperó unos minutos. Sus ojos perdidos eran una belleza, sus pelos mojados descendían como cataratas por su espalda. Se dio por vencida y subió a su casa. La seguí sigilosamente por las escaleras, mirando el sublime contoneo de su culo. Entramos.
Su casa siempre estaba ordenada y limpia, por las ventanas entraba la luz de una manera abrasadora. Lo primero que ella hizo fue discar el teléfono. Mi celular estaba en casa.
-Lore- exclamé en seco.
Se dio vuelta sobresaltada, dejando caer el aparato al suelo.
-Soy yo.- le dije- Por favor siéntate.
-¿Lucas? ¿Dónde estás? ¿Qué broma es esta?
-No es ninguna broma. Por favor siéntate.
Se quedó en silencio. Vi que en su cabeza nacieron algunas preguntas: ¿Estoy loca? ¿Es esta una jugarreta de Lucas? ¿Estará escondido? ¿Cómo logró entrar?
Caminó por la casa, me buscó debajo de la mesa y detrás de las cortinas, fue a todas las habitaciones de la casa. Lucas no está aquí, ¿o si está?
-Lorena, tranquilízate.
Se sentó en el sillón de cuero.
Observé uno de los cuadros de la casa. Era una mujer pastora, sola en la llanura, dándole la espalda al tranquilo rebaño de ovejas, mientras caía la tarde con sus manchas anaranjadas.
-Soy yo. Y soy invisible.- comencé a explicar.- Me desperté así, no sé porqué. Eres la primera que lo sabe. ¿Qué puedo hacer?
No pudo contestar. Su pierna izquierda traqueteaba nerviosamente.
Me acerqué y la besé. Al principio me rechazó pero luego cedió.
-Lucas. ¿Estoy loca?
-No, no lo estás. Ahora soy así, no hay explicación coherente.
-¿Y qué harás? ¿Se lo dijiste a tu tío? – dijo pasando su mano por el contorno de mis brazos.
-No y no pienso decírselo a nadie. Solo a ti.
-¿Y que se siente?
- No hay mucha diferencia. Siento más frío y no puedo cerrar los ojos.
Quedó callada intentando saber en donde estaría mi mirada.
-¿Me das un vaso de agua?- pedí.
-Si.
Mientras guardaba la botella en la heladera, observó horrorizada como mi brazo transparente levantaba, una y otra vez, el vaso lleno de agua. Allí, por vez primera, vi con tristeza mi situación.
-Yo no voy a poder vivir contigo así.- estableció luego.
Sus palabras cayeron como un golpe de borracho.
-¿Porqué no?
-Porqué no.
-¿Y toda aquella mierda del amor eterno?
-Pero así no puedo. ¿Cómo vamos a hacer?- una tímida lágrima se deslizó en su rostro.-La gente, mi carrera, no puedo verte. No, Lucas, no voy a poder.
-¿Estás segura?
-Si.- sentenció con firmeza.
Me fui.
Volví a mi casa. El auto de mi tío no estaba.
Me preparé unos fideos con salsa. Encendí la televisión y puse el canal de las noticias. El periodista presentó (con cierto placer me pareció) las muertes, robos, emboscadas y compromisos de la sociedad.
Un ciudadano dijo con voz afónica:
-Cada día estamos peor.
La salsa me había quedado muy picante. Maldije el día en que se me ocurrió salir con Lorena. Hija de puta. Que me amaba y hasta que la muerte nos separe, que nadie podría tener tardes como las nuestras, que sus ojos en mis ojos eran la eternidad. Hija de puta. Mierda. ¡Que se muera la muy perra! Yo no la necesitaba. Mi nueva condición transparente era superior a sus piernas. Que reviente.
Sobrevivieron, sin embargo, sus vestigios femeninos en mis mares más internos.
El comentario de un periodista deportivo venció mi tolerancia a las estupideces y apagué el aparato. Me desplomé en la mecedora del comedor. El techo de casa estaba decorado con pinceladas de humedad, la repisa de los libros exhalaba bocanadas de polvo añejo. Encendí medio cigarro que había en el cenicero y me distendí.
Que fatalidad. Perdería mi trabajo. No podría jugar más al fútbol ni a otro deporte. Con las mujeres sería más difícil (aunque en este punto tuve mis dudas). La comida de navidad se dramatizaría. Tendría que irme de la casa del tío. En los bares no me servirían. En las bibliotecas no me darían libros.
Sonó un fuerte bocinazo en la tranquila tarde soleada.
Me abuela decía siempre: “hay que mirar el lado positivo a las cosas”. Ella no era Sócrates, ni mucho menos. Yo siempre veía el otro lado. Nunca le di mucha importancia a lo que dicen los demás, aunque en ese momento, por los misterios cerebrales que mi ser esconde, su voz anciana brotó desde algún recoveco de mi cráneo.
Se sentía bien oír el tictac del reloj, tirado, inerte, olvidado, mientras afuera el mundo avanzaba con ferocidad. Sonó el teléfono de casa.
-¿Quién es?
- ¡Buenas tardes! - dijo una voz chillona de mujer.- ¿Hablo con el dueño de casa?
-Si.
-Estamos llamándole para comunicarle que usted tiene un obsequio. ¿Cómo es su nombre para dirigirme a usted?
- Baltazar.
-Señor Baltazar, usted ha sido seleccionado por Easy Money para obtener nuestros beneficios. Usted podrá retirar la suma de dos mil dólares y pagarlo en diez cuotas y tendrá solo el tres por ciento de intereses.
-¿Pero no era un obsequio?- repliqué.
-Si, usted ha sido seleccionado para obtener nuestros créditos.
-Pero entonces no es un obsequio…
-Usted puede pasar a retirarlo por cualquiera de nuestras oficinas.
Corté.
Salí a la calle. Sentí una extrañeza inusual. Fue como si mis pensamientos y acciones, mi percepción y hasta mis ideas, estuviesen siendo creados por alguien más, tal vez algún escritor aburrido, detrás de una computadora, o un borracho fantaseando, en la barra de algún bar.
Era una tarde atiborrada de lozanía. Los comercios movían músculos y monedas, los pájaros cantaban una canción horrorosa (que me recordaba al catolicismo), algunos viejos narraban hazañas doradas, amantes que engañaban en los pozos de la ciudad.
¿Por qué me tocó llegar aquí?- pensé.
Las damas iban ligeras de ropa, parloteando entre ellas, como cotorras en libertad. Me acerqué a una morena que tenía un culo protuberante y me aferré a su nalga derecha. Se dio vuelta zarandeando su bolso, ansiosa por golpear a su agresor. No había nadie detrás de ella. Siguió caminando. Me aferré a su nalga izquierda. Giró nuevamente con una mueca de pánico en el rostro. Seguía sin haber nadie detrás. Comenzó a caminar más rápido mirando de reojo. Me aferré a sus dos nalgas. Salió corriendo despavorida y se perdió en una esquina.
Luego lo hice con una rubia, que intentó golpearme al segundo agarrón y comenzó a gritar. Decidí que no era sensato abusar de mi poder, podría generar la alarma de algunas personas y así delatar mi anonimato. Recordé que Lorena conocía mi circunstancia y no era un tema menor.
Entré a un bar porque quería mear. En la puerta del baño había un cartel que decía: “USO EXCLUSIVO PARA CLIENTES”. Le hice una zancadilla a un borracho que me cayó mal y entré al baño. Tenía el clásico olor a baño de bar, sin embargo, se notaba que había sido aseado no hacía mucho. Meé mis líquidos invisibles en la pileta y sobre todo el suelo. Meé en nombre de los de los vagabundos, de los presidiarios, de los miedosos y los fracasados. Los clientes ni se inmutarían, valoré luego. Me sentí vivo unos instantes, pero el sentimiento fue disminuyendo. No era muy estimulante ser un rebelde anónimo. Tiré la cisterna y me fui del bar.
Cayó cansadamente el ocaso, reptando entre los edificios de cemento. Se despertaron los grillos y la oscuridad en los callejones, los carteles luminosos comenzaron a murmurar, las estrellas y el espacio esparcidos en la ciudad.
Me senté en la vereda y reflexioné. ¿Podría matar a Lorena? ¿Cómo podría meterme en un banco? Todo tendría que hacerlo robando, hasta una simple comida. Sin dudas que sería una vida más difícil. Pero era lo que había. Estaría solo en el mundo y un paso al costado de él, sería el hombre más libre de todos. Sería…
Tuve que levantarme súbitamente de la vereda, porque un coche lujoso casi me atropella al estacionar.
-La puta madre- dije con congoja.
Camine como un espectro por las calles, sintiendo la más dura soledad. Me sentí fuerte pero perdido. Esto no quería decir tampoco, que el día anterior, mi camino estuviese marcado, todo lo contrario, ayer estaba más perdido que hoy. Hoy era el hombre transparente, ayer no era nadie y tampoco quería ser alguien.
Mientras que por mi cerebro traslúcido, transitaban estas y otras chifladuras, vi pasar por la vereda de enfrente a Díaz. Díaz era un conocido, que había intentado liarse con Lorena, una noche en un cumpleaños de un amigo. Me caía muy mal, no solo por ese percance. Algo, no sé bien qué, en sus ojos, sus dientes o su ropa, me generaba un rechazo tremendo hacia su persona. Crucé la calle. Pude ver en su mirada que venía preocupado por algo. Lo medí y le impacté tremendo puñetazo en la nariz. Cayó de bruces y la sangre comenzó a brotar. Quedó tirado de espaldas, como una tortuga.
Seguí mi rumbo indefinido y encontré una moneda en el suelo, la agarré y la introduje en una cabina telefónica. Marqué. Las estrellas hacían chispas en el cielo.
-¿Quién habla?- preguntó mi suegra.
-Lucas. ¿Me pasa con Lorena?
-¿Qué le hiciste a Lorena esta tarde Sinvergüenza?
-Nada. ¿Me puede pasar con ella?
Un niño quedó sorprendido al ver levitar el tubo telefónico en el aire, miró alrededor y salió corriendo.
-Dice que no te quiere ver nunca más. Gracias a Dios. Ya se dio cuenta el tipo de hombre que eres. Sinvergüenza.- agregó agrandada.
-Dios me libre de soportarla a usted, señora – susurré y corté.
Pensé en visitar a algún amigo e invitarlo a hacer alguna picardía juntos, pero luego los vislumbré interrogando como me sentía y todo eso. Al final no lo hice. Me senté en una plaza moderna, de esas en que no hay casi árboles ni arbustos. Había olor a marihuana y a pasto seco. Me dejé caer en un banco de madera y miré pasar el tiempo.
Al rato, pasó un vagabundo, arrastrando un carro de supermercado, el cual llevaba un aparato metálico, parecido a un motor de automóvil, pero más chico. Un chisme bastante raro.
-Joven.- me dijo mirándome a los ojos.- ¿Una moneda para ayudarme?
Eché un vistazo a mis costados y hacia atrás. Me estaba hablando a mí.
-¿Puede verme señor?- pregunté estupefacto.
-He perdido muchas cosas en esta vida. Pero la vista la sigo teniendo, gracias a Dios.
-Ajá- asentí.
Después de unos segundos le respondí que no tenía monedas.
El motor tenía una luz roja que tintineaba en el centro.
-Señor ¿Qué es eso?
-Una máquina del tiempo.
-Una máquina del tiempo- repetí.
-Si.
-¿Y como funciona?
-Toco aquí y aquí- dijo señalando una palanca de hierro y un reloj de mesa incrustado en el aparato-. Y ya está.
Una pareja de jóvenes abrazados pasó cerca de nosotros. Ambos le echaron una ojeada al pobre loco, que hablaba con un banco de madera.
-¿Y vas al futuro y al pasado?
-Si, adonde yo quiera.
-¿Y yo? ¿Podré utilizarla?
-Funciona con una moneda.
-Pero no tengo monedas, ya le dije.
-Que lastima. Buenas noches.- me dijo y se alejó.
Era una noche muy azul.
El ruido metálico de las ruedas del carro, se perdió despacio, al final del sendero de la plaza. Los segundos se deslizaban uno tras otro y algo se alejaba de mí lentamente, como el olor de un libro viejo o el aroma floral de un amor lejano. Una hoja sin vida que se arrastraba por el viento. Sentí otra vez aquella extrañeza inusual, que había vivido en la tarde, de estar coexistiendo en una vida ajena. Nacían en mí frases como esa, que podían tener mil significados, y que en general, yo no las creaba. Sino que estas descendían caladamente en mis impulsos, en el discurso de mis pensamientos, tal vez por magia o polvos siderales (por decir algo), por las palabras del borracho o los dedos del escritor, y me obligaban, de alguna manera, a ver la vida de otra forma. Todo un tema. En fin, me sentí cansado, y me fui a mi casa.
Mi tío no estaba, deduje que estaría en un prostíbulo. Entré a casa y me di un baño. Tomé mucha agua y comí un bocadillo de salame. Esta vez, en la televisión, dos hombres debatían sobre el bien y el mal, el capitalismo y el comunismo, el arte y la ciencia, el hombre y la mujer, y un amplio abanico de opciones que colmaron mi paciencia. Apagué las luces y me acosté.
Se había ido el día y por la ventana se colaba el aire fresco de la noche. No le había sacado nada de jugo a mi invisibilidad. Todo lo que hice fue vagar por las calles y fantasear un rato. El día siguiente sería diferente, me dedicaría de lleno a las mujeres y al dinero. También podría cometer algún tipo delito. Necesitaba un lugar y encontrar la manera de prosperar.
Me quedé dormido.
Soñé que viajaba en avión y llegaba a una tierra extraña. Estaba lleno de hojas de otoño y olor a peces muertos. Lorena me esperaba en la cima de una colina. Caminé hasta ella pero me perdí en el camino. Pedí ayuda a los transeúntes y nadie quiso atenderme. Terminé metiéndome en un bar.
Al despertar recordé todo lo sucedido el día anterior. El cuarto de mi tío estaba vacío. Fui al baño y me vi. Ahí estaba yo, moreno y lampiño, como siempre.
-¡Oh! Mierda.
Lorena me volvería a aceptar. Era lunes, había que trabajar.
Me senté en el cagadero y comencé a cagar.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Utopía

Me sube el vómito de súbito, en el baño gris, y lo lanzo. Flotan ahora, como veleros, las amarillentas pulpas de naranja entre algunas gotas de sangre.

Así podría empezar la novela. Afuera los grillos y las grillas. Más lejos los autos tocan sus bocinas. Y todo se mueve, en autos franceses y autos chinos, en bicicletas y en triciclos, como el viento contaminado y la inflación. Estoy triste porque no es una agonía, solo un dolor estomacal, el resultado de una ingesta.

En la computadora, la hoja en blanco, la poesía. Nuestro movimiento, nuestra fe: oneirismo realista. El fracaso inherente, el lodo en sus ojos de mujer. Suenan las llamadas, no estoy, mañana podré, tal vez otro día, end. Buen día, hasta siempre.

La llamé y le dije que la odiaba. Ya sé, me respondió. Sus lágrimas caen del otro lado, sobre el pasto de invierno.

Y puedo decirlo muchas veces: te amo, te amo, te amo.

A veces lo crees y otras no. Es la única verdad. Las paredes están descascaradas, ya no importa más. Un ciclo, la herrumbre y la hoguera. Cenizas y más polvos. Un fénix maldito, imberbe. El humo de la marihuana en la otra habitación.

Ayer, hoy, mañana, pasado mañana, tras pasado mañana, trabajar. ¿Para quien o para que? Improvisación, decadencia.

-Renuncio.- le dije a aquella dama de pelo largo.

-Espera.- me respondió.- No te tomes tan a la ligera las cosas. Dame unos días y te encontraré otro lugar.

-Es que no lo sé.

-Si, si.- se apuró a decir.- En unos días ya te tengo trabajando en otro sitio.

Me sacó de la habitación rápidamente mientras comenzaba a balbucear mi desaprobación. Cerró la puerta y la trancó.

Inútiles. Inútiles experiencias. Inútiles horas. Inútiles mujeres de pelo largo.

Tenía el pelo largo, de otro color. Estábamos muy borrachos y desenvainó mi sable.

-¡Opa!-dije.

-¿Cómo?- dijo ella.

-Si, si.

Comenzó a utilizar mi sable como una palanca de cambios. Pasaba de primera a reversa con mucha facilidad. Los ojos de la noche nos espiaban como ranas en un estanque. Nuestro estanque temporal. Y sonaban las ambulancias, los cajeros, las discotecas, los aviones, los presidentes. Y yo me discurría en dos nalgas blancas y se me escapaban de mí, de mi cuerpo, de mi carne, mis fluidos. Era ese el anhelo infernal, la búsqueda del conocimiento, el momento vivaz. Sin embargo sigo sin encontrar nada, a pesar de los fluidos y sus piernas blancas.

Tenía ella las piernas blancas, pero algo más cortas. Me escapé y me fui al bar. Era un bar oscuro, con la música suave y sus borrachos en silencio esperando a la muerte.

-Una cerveza.- pedí.

Me puse a esperar a la muerte también. Y ella llegó, con sus piernas blancas y me dijo que me odiaba, que era el peor entre los peores y que me odiaba mucho.

-No te enojes.- le dije.- Soy así. No puedo cambiar.

Sigo esperando a la muerte, en el mismo bar, en la misma oscuridad. Y cada día me visita, me da un rodeo y se va. Cada día en la ventana.

Cada día que uno mira entre los marcos, ve la lluvia y las palomas y piensa. Todo está mal, todo está mal. Tendría que estar bien. Tiene que haber algo más. Y un día la vi alejarse y se perdió por entre los marcos de la ventana. Se fue planeando por entre las calles rotas y se desvaneció.

Ya no hay nada. Solo el dolor estomacal y la loca búsqueda de la ingenua utopía.

Así podría empezar:

Me sube el vómito de súbito, en el baño gris, y lo lanzo. Flotan ahora, como veleros, las amarillentas pulpas de naranja entre algunas gotas de sangre.

lunes, 26 de diciembre de 2011

La odisea



Me encontraba sentado en un banco de madera, mirando el reflejo del sol en el mar. Hacía un calor tremendo. El sonido de los jóvenes jugando al fútbol, más los llantos y las risas de varios niños, y las gaviotas que revoloteaban en algún lugar. La playa estaba llena de gente y desfilaban ante mí algunas personas despreocupadas y otras que se ejercitaban en bicicleta o a pié.

Sin notarlo, me vi hipnotizado por el andar de una hermosa mujer. Volví al mar y su sintonía, advertí la presencia de un extraño a mi lado. Le eché un vistazo: era una mezcla de locura, borrachera y cansancio. Enseguida pensé que me pediría una moneda o algo. Sin embargo, se quedó quieto, mirando hacia otro lado, respirando con vigor.

-Ulises me llamo.- dijo al rato, tendiéndome la mano.

-Lucas.- dije estrechándosela.

-Bueno, en realidad mi nombre verdadero es Odiseo, pero algunos me llaman Ulises. Como gustes.

Lo miré a los ojos y asentí con la cabeza.

-Si supieras que valientes eran los troyanos Lucas.-comenzó a narrar.- Eran días y días de batallas interminables. Agamenón, Diomedes, Atlas, Héctor, y los demás, luchando por algo que no podríamos jamás lograr. Todos fueron grandes personajes. Y en cierta medida, fue como si todos hubiésemos perdimos algo, sobre todo los valientes troyanos.

Uy… ¡Que suerte la mía! Odiseo, hijo de Laertes, tenía que venir a sentarse justo a mi lado. Al menos no pedía nada.

-Ajá.- asentí nuevamente.

-Agamenón- continuó concentrado-, fue el mayor perdedor del conflicto, sin duda.

Lo observé mejor. Llevaba el torso desnudo, la piel estaba bronceada y su musculatura era fornida. Luego, mirándose las manos como en busca de alguna señal perdida agregó:

-Nunca volví a ver a Penélope. Sin embargo, dicen que soy un héroe. Nunca conocí a mi hijo y no volví a pisar mi isla.

-Pero al final ustedes dos se habían reencontrado.- acoté, para ver hasta donde llegaba el asunto.- Con la ayuda de Atenea y todo eso. Telémaco y tú peleando codo a codo por el honor perdido. ¿O ya no te acuerdas?

El vagabundo tenía una larga cicatriz en su pierna derecha, que pude ver detrás de sus sandalias gastadas.

- Eso escribió Homero. Ése viejo loco contó tantas mentiras como verdades. Tendría sus motivos, supongo. Pero eso no fue lo que me pasó.

Me pareció ver un barco en el horizonte, en ese plano en donde el calor del sol difumina las imágenes lejanas.

-¿Qué te pasó? – pregunté luego.

-Los dioses me maldijeron. No solo Poseidón, sino Zeus, Eolo, creo que todos salvo mi fiel Atenea. Por más que viaje en barco, en tren o en avión siempre termino errando en países ajenos. Brasil, Camboya, Nueva Zelanda, Costa de Marfil. Nunca llego a Ítaca. Ese es el castigo que he recibido.

Encendí un cigarro e intenté terminar la conversación silenciosamente. En el horizonte ya no había ningún barco.

-Penélope.-comenzó otra vez.- ¿Dónde estará mi Penélope? Y he perdido tantos compañeros de viaje que ya ni recuerdo cuantos fueron. Primero mis hermanos guerreros, luego los demás ¿Sabes que duro es eso Lucas?

-Que poco equipaje para tan largo viaje que tienes.- le dije, cambiando de tema al ver sus bolsillos vacíos.

-Tú no me crees. Casi nunca me creen. Nunca me creen.- sentenció, encogiéndose de hombros.- Ha pasado tanto tiempo que ya no tiene relevancia. No te preocupes.

No supe que decirle.

Se levantó del asiento.

-Buen viaje.-me deseó

-Buen viaje.- le deseé.

Palmeó mi espalda, abandonó las playas y se perdió en la ciudad.





La Odisea

sábado, 17 de diciembre de 2011

Primavera en sombra

Era una de esas tardes en donde uno busca la sombra de un árbol y sus flores para protegerse del sol. El patio tenía olor a insectos húmedos, a polvos de primavera.

-Se está bien aquí a la sombra- dijo Valeria.

-Si, es verdad.

Observé su ropa harapienta y la tristeza en su rostro.

-¿Hasta cuando estaremos aquí Vale?- le pregunté.

-Quién sabe.

Los pájaros cantaban escondidos en los ceibos del lugar. Los demás pacientes del manicomio deambulaban como espectros por los alrededores. Miré nuestro entorno y no pude soportar la idea de que esta era la vida que tenía junto a ella.

-Lucas, Valeria, su medicamento- nos dijo el hombre de bata blanca.

Tragamos el medicamento.

Agarré su mano e hice que caminara junto a mí, dimos una vuelta y nos volvimos a sentar donde antes.

-Valeria, nos vamos a ir de acá.

-¿Si?

-Si, hoy, antes que termine el recreo.

Sus ojos cristalinos centellaron un ápice de esperanza. Rió extraviadamente, sumergida en caminos a tierras lejanas.

-¿Ves?- le dije señalando con la cabeza.- Allá, el alambrado está más bajo que en cualquier otra parte.

-Si.

-Cuando el cuidador haya entrado a algunos locos y venga por más, le pego un guantazo en la nuca y corremos, te ayudo a subir el muro y luego tu a mí. Afuera, corremos hasta perdernos.

Hizo un ademán de aceptación con la cabeza.

El sol refulgía llamaradas de fuego, el aire espeso se coló en nuestra parsimonia. Detrás del muro nos esperaba una vida llena de colores, de anhelos inconclusos, un sinfín de antojos de felicidad. El adiós a una vida desfigurada que nos había dado la espalda dejándolos a merced del olvido.

Valeria trozó un pedazo de su vestido azul que puso en mis manos. Me besó.

Los cuidadores comenzaron a sonar sus pequeñas campanas. Algunos locos se adentraron en el edificio, otros no.

Todo pasó muy rápido. Nos paramos. Me dirijo hacia el cuidador que tenemos asignado y lo golpeo con ambas manos, un puñetazo en cada oreja. Corremos. Ayudo a Valeria a subir el muro, luego ella me echa una mano a mí. Vislumbramos los pastizales verdes, más allá: el mar. Un cuidador agarra la pierna de Valeria, quitándomela, ella cae. Su grito ahogado. Mi caída.

Desperté sobresaltado, el corazón se me salía del pecho. El desorden de mi cuarto era el mismo de siempre. Me levanté y fui directo a darme un baño. En la ducha me sentí algo desolado por causa del sueño. Cuando salí, luego de saludarme, mi abuela me dijo:

-Lucas tenés café y unos biscochos.

-Gracias abuela.

Me senté en la cocina y busqué mi celular. Quería mandarle un mensaje de texto a Valeria, decirle que hoy salía de trabajar dos horas más temprano que de costumbre. Abrí mi agenda electrónica, buscando el número de Valeria pero éste no estaba. Que raro, pensé, se habrá borrado.

-Abuela, vos, por casualidad, ¿tendrás anotado por algún lado el teléfono de Vale?

-¿De quién Lucas?

-De Vale.

Los rayos del sol se filtraban por las ventanas.

-¿Quién es Vale?

-Valeria, abuela, el amor de mi vida.

-¿Valeria?- pregunto pasando un repasador sobre la mesa en donde yo comía los biscochos.

-Si abuela.

-No sé quién es Valeria.

-¿Me estás embromando abuela?

-No Lucas.

-Dale abu, que se me borró el número del celular.

-No, en serio, no sé quién es. ¿Quién es?

-Abuela hace más de un año que conocés a Valeria. La traigo casi todos los días.

Ella sonrío avejentadamente.

-No Lucas. ¿Estás bien?

-Yo si abuela. ¿Y vos?

Pobre vieja, al fin le había llegado la vejez. Me sentí triste al ver el paso de la vida en sus arrugas, en sus ojos apagados.

-Hoy te despertaste extraño Lucas.

-Si abuela, debe ser eso.

La besé la frente y fui a mi cuarto, recogí mi mochila, introduje en ella un libro que llevaba semanas leyendo y me fui a trabajar.

Las calles estaban poco transitadas, la humedad sofocante descendía en capas viscosas. Me subí al bus y me puse a leer. Leía la historia de un adolescente ítaloamericano, con problemas familiares, monetarios, sexuales, existenciales, una catarsis constante narrada con humor trágico y angustia inevitable. Una joyita, podría decirse.

Llegué a la oficina unos minutos tarde.

-Buen día.- dije, pero nadie respondió.

Encendí la computadora y me puse a realizar informes en formato Excel. Luego me serví un café y abrí mi casilla de correo electrónico para escribirle a Valeria. No encontré ningún mail suyo y me inquieté. Ayer mi casilla estaba plagada de sus mensajes de amor y otros. Supuse que podría ser alguno de esos virus que se meten en las cuentas del Hotmail. De todas formas, era un hecho extraño y decidí no escribirle.

La jornada discurrió lentamente en un cielo sin nubes. Acabamos los informes y abandonamos la oficina cuando comenzaba a caer la tarde. Las calles parecían pantanos ajenos, los transeúntes los personajes solitarios de una historia sin final feliz. Caminé con rapidez hacia la casa de Valeria, la necesidad de ver sus ojos y tocar sus manos me asfixiaba.

En la esquina de su casa nuestra plaza. Imágenes de tardes interminables hablando de nuestras quimeras desfilaron por mi cabeza. Nos vi a ambos, adolescentes, alrededor de los pájaros y de los niños, respirando la humedad de las flores, dejando que la vida por sí sola forjase el rumbo.

Subí los escalones del zaguán de su casa y apreté el timbre, éste no sonó y entonces golpeé la puerta. Las ventanas estaban cerradas, las maderas de la casa emitían un aura rancia. Nadie respondió.

La situación comenzó a alarmarme.

Miré la hora, conté el dinero de mi billetera. Resolví por fin visitar a mi buen amigo Facundo, que vivía a solo unas cuadras de la casa de Valeria.

Entré a su casa y nos saludamos con un afectivo abrazo. El olor a marihuana enseguida me inundó.

-¿Querés?- me dijo tendiéndome el porro.

-No Facundo. Ando nervioso, estoy preocupado.

-Por eso, fumate unas pitaditas y en seguida se te pasa todo. Contame que te pasa.

-No sé donde está Valeria. Y para peor perdí su teléfono y el mail lo tengo jodido, no sé que mierda le pasa.

-¿Dónde está quién?- preguntó aspirando una bocanada de humo.

-Valeria.

-¿Quién es Valeria?

-Valeria tarado.

Facundo sacó un CD de su caja y lo puso a sonar en el radiograbador.

-Me pasaron este faso que está buenísimo.-observó luego.- ¿Estás seguro que no querés?

-Si, no quiero.

-¿Qué me estabas diciendo?

-Que no encuentro a Valeria.

-¿Qué Valeria?

-Mi novia Facundo.- le respondí irritado ante su desidia.

-Si vos no tenés novia desde hace un año por lo menos.

-¿Hace un año? ¿El fin de semana con quién vine a tu cumpleaños?

-Creo que viniste solo.

-¿Me estás jodiendo Facundo?

-No, no- dijo riendo al ver mi enfado.

-¿Entonces?

-¿Estás bien Lucas? No me digas que estuviste comiendo hongos.

-¡Facundo!

-¿Muchas marihuana quizás?

-¡Andá a cagar!- dije y me enfilé hacia la puerta.

-Esperá Lucas, no te enojes. No sé de qué me estás hablando. En serio.

Observé la preocupación en su rostro y decidí no profundizar en el tema. A estas alturas mi consternación por Valeria estaba transformada en miedo hacia mí mismo. ¿Qué había pasado con ella? ¿Qué había pasado conmigo mismo?

-Nada Facu. El fin de semana me doy una vuelta por acá y hacemos algo.

Le dí la mano y me fui.

Me senté en el cordón de la vereda y encendí un cigarro. Facundo era quién me la había presentado, una tarde de lluvia en la puerta de la universidad. Habíamos pasado por todo tipo de aventuras juntos, los tres, y pese a ello sus palabras eran auténticas. Por sobre todas las cosas, mantener la calma era fundamental.

Descendió la noche arrullando a los seres con sus estrellas azules. Los árboles sonaban en forma de caricia sobre el viento, como dándole efímeros guiños en la oscuridad.

Crucé la calle y me metí en el bar. Me senté afuera y pedí una cerveza fría.

-¿No querés nada de comer Lucas?- me ofreció Luis, el mozo.

-No Luis. Gracias, no tengo hambre.

La calle. Un entramado de lo más complejo, los carteles de neón, burros ciegos circulando en ella, infantes curiosos escapando de sus padres, un varón besando a una hembra en una esquina en penumbras. Las cosas no perdían su belleza a pesar de los males ineludibles.

-¿Te traigo otra Lucas?- ofreció el mozo.

-Bueno, dale.

-Ya te traigo.

-Luis, no te vayas.- me apresuré a decir.- ¿Te acordás que anteayer vine verdad?

-Me acuerdo.

-¿Yo estaba solo o acompañado?

-Solo. ¿No te acordás que hablamos del partido de fútbol del fin de semana?

-Ah. Es verdad- mentí. Yo recordaba haber estado con Valeria discutiendo toda la noche por tonterías, y si, en algún momento de la noche conversé de fútbol con Luis.

Mi disyuntiva desembocó en una verdad incuestionable: Valeria tenía una vida. Yo recordaba a mi abuela y a Facundo intercambiando palabras con ella, y no solo a ellos, sino a un montón de personas que la conocían o la habían conocido. Mi cabeza no vacilaba ni era víctima de su propia obstinación, lo que sucedía era algo superior, entonces supe, no sé bien como, en donde radicaba la desaparición: mi estadía onírica la noche anterior.

Terminé la cerveza y regresé a mi casa fumando un cigarro al compás del chirrido de los grillos.

Mi abuela dormía entre el silencio de las paredes. Me acosté boca arriba, dejando que la luz de la luna me roce tenuemente a través de los vidrios de la ventana. Sentí por un momento que todo era parte de otro sueño. Tomé un poco de agua y el escalofrió del raudal cayendo en mi pecho hizo que deseche tal posibilidad. Aunque siendo sincero, la idea de que nada fuese real era por de más cautivadora. ¿Qué tanto podían importar las cosas? Al fin y al cabo no éramos más que voces que se apagan con el tiempo, tal vez una ola que borra huellas en la arena, las palabras huecas escritas en un papel enterrado.

No pude dormir en toda la noche, aunque poco a poco me fui sintiendo más aliviado. Para cuando salió el sol tenía un plan. Me tomaría el día entero para ir a cada uno de los hospicios de la ciudad y averiguar qué había pasado con ella. Tal vez allí tendría alguna premonición o pudiese esclarecer los recuerdos del sueño en un entorno similar.

Me fui de casa antes de que se levante mi abuela. Era una mañana clara y más calurosa que la anterior. En la ciudad había solo tres institutos para personas chifladas. Tuve que caminar ya que no tenía dinero ni siquiera para transitar en bus.

Entré a un instituto muy moderno que quedaba en frente a una gran catedral católica. Me atendió una mujer bastante antipática.

-Buen día.- le dije.- Estoy buscando a una paciente que se llama Valeria Veselinovic.

-¿Valeria cuanto me dijo?

-Veselinovic

-Déjeme fijarme en la computadora y ya le digo.

Miré a mi alrededor, la sala no tendría más de dos o tres años de construida, había un cuadro con el retrato de quien supuse sería un psiquiatra, el olor a pulcritud estaba por doquier.

-Aquí no me sale joven.- observó la mujer.

De todas formas yo ya había desechado la posibilidad de encontrarla allí.

Otra vez me vi caminando en las calles. El calor era cada vez más insoportable, me compre una botella de agua y desabroché mi camisa. Observé a un perro durmiendo a la sombra de una palmera y me sentí libre y unido al engranaje del mundo. Esto de sentirme unido al mundo era un buen síntoma, no era algo que me pasara muy a menudo, podría arriesgar a decir que los únicos momentos en que esto ocurría era cuando veía a Valeria y su belleza circulando atrevidamente por entre mis sentimientos más hondos.

Cuando llegué a este otro hospicio la atmosfera que me ciñó tenía algo especial. Tal vez fuese la gran escalinata rodeada de arbustos o los altos pilares que se veían a la entrada, pero me sentí enajenado, me adentré en un hoyo estrecho de sombras, en lontananza de los recuerdos más vivos.

En la recepción, esperando o no se bien qué, había una pareja de viejos mirando al vacío. Toque el timbre que estaba en la mesa de entrada. A los diez segundos apareció una joven vestida de negro, con el pelo recogido.

-Estoy buscando a una paciente. Se llama Valeria Veselinovic- indiqué.

-En la computadora no aparece.- me dijo luego de buscar.- Pero tal vez puede ser que no esté registrada, tenemos algunos pacientes que no lo están y sería de ayuda que sepamos quienes son.

- ¿Y como se puede arreglar eso?

- Espere aquí un minuto, iré por un cuidador que le pueda hacer una guía por las instalaciones. Además todos los pacientes están en el recreo de la tarde, va a ser más fácil para usted.

-Gracias.

Apareció un tipo moreno, alto y ancho, vestido con bata blanca.

-Por aquí.- me dijo.

Caminamos por un pasillo largo, a los costados las habitaciones, más adelante el comedor. Luego llegamos al patio.

Los ceibos estaban plantados simétricamente de dos en dos. En sus flores rojas se sentía el suave cantar de los pájaros. Caminé buscándola pero ella no estaba allí. Algunos pacientes se acercaron a olerme e intercambiar gestos pero yo me alejé de ellos.

Miré al cielo, el sol descendía como un volcán invertido derriténdose. Busqué un ceibo y me senté a su sombra. En el suelo un trozo de tela azul que recogí ilusionado. Sonó el timbre del recreo y los locos empezaron a entrar a sus habitaciones.

Bajo la atenta mirada del cuidador de bata blanca pensé en Valeria, en los sueños, en el mar. Pensé en ello y en mucho más.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Lona

Con la tristeza cayendo en gotas me ubico,

detrás de cinceles y entramados de cenizas,

a invocarte en frases y abrir puertas rotas de par en par.

En la ventana el mundo, sin viento y sin nada.


¿Quien afirmaría que el tiempo corre?

que ya no estás conmigo,

que todo se derrumba,

sin Ángeles que cuidarnos y ciudades que nos tengan.

Las estrellas inmóviles como el olor de un libro nuevo,

serenos caen los latidos en el alma.

Se me antoja que ya no habrá nada al despertar.


Que no suenen los relojes,

que no suene la ciudad. Un antiguo verso,

una mirada que se pierde en un bar.

Arena. Humo. Tu piel tan blanca como el mar.

¿Qué más triste que este canto de sirenas?

El nido roto por la lluvia,

como el soplo errante de mis profundidades.

Fracaso de hombre bueno,

la condena sin condenar.

Adiós me dice. Adiós le digo.

Lloro y canto, me levanto, pero ya no me puedo levantar.