viernes, 4 de mayo de 2012

Campeón de oficinas


Cero a Cero. Faltan tres minutos para que finalice el encuentro.  El silencio expectante del estadio es abrumador. La selección contraria avanza en bloque, sus casacas blancas están por doquier. El balón se mueve rápido, esquivándonos. El talentoso y pelirrojo número diez chuta el balón y lo estrella en el larguero.  El corazón me languidece, la multitud exclama sin aire. Peleo por el balón, trabo mi pierna con la del contrario y gano la posesión. Comienza el contragolpe. Ahora el extremo derecho corre por la banda regateando rivales. Avanzo esperanzado. Llego al área contraria y grito a mi compañero. Este me centra el balón. El defensa adversario tropieza. Realizo un chute poco ortodoxo que rebota en la cadera del portero. El balón avanza lentamente hacia la meta. Gol. El estadio se viene abajo. Mis compañeros lloran. Yo lloro. La vida por fin tiene sentido. Algarabía, abrazos, satisfacción. Caminamos en fila hacia la premiación.  Papeles picados y serpentinas nos rodean. Mis compañeros cantan. Miro el escudo de mi selección pegado al corazón: chorrea sudor. La copa del mundo me mira impaciente. Camino hacia ella. Siento mi nombre en los altavoces. El público corea mi nombre.
-¡Lucas Martínez!- grita mi jefa.
Despierto sobresaltado.
-¿Cómo? ¿Qué? ¿Gol? ¿Cuando?
-¡No me lo puedo creer!- exclama ella salivándome.
El Call center bulle de voces y teclas de ordenador.
-Perdón Carmen- me excuso bajando la mirada.
-Si no realizas esas tres ventas antes de que pleguemos… ¡a la calle!
-Si señora.
Faltan tres horas para que pleguemos y en eso estoy…

viernes, 27 de abril de 2012

La circunstancia de José


José vive una situación particular. Durante el día es corredor de seguros en una ciudad gigante, tiene un jefe asqueroso y una novia que lo trata muy bien. Por las noches, cuando cierra los ojos y se duerme, es un águila hembra que disfruta de cazar venados y otras aves, cuida de sus crías y de su territorio en la gélida montaña.
Cuando lo comenta con su novia, esta no le entiende. Cuando sale a cazar, no tiene interés en descifrar el enigma. Ambas vidas tienen sus pros y sus contras. Los ciclos pasan. Los instintos perduran. Se alimenta, reproduce y algún día morirá.
Pobre José, ya no sabe quién o qué es.

domingo, 22 de abril de 2012

Lío en la librería


Entré en una librería, cuando para mi sorpresa un libro gigante cayó sobre mi cabeza.  Masajeé la zona afectada mientras buscaba con la mirada al librero del local. Estaba vacío. Me puse a pasear entre el polvo de los libros, polillas alegres y letras negras que flotaban en el lugar.
Sonaron las campanitas colgantes de la puerta y un hombre alto, envuelto en ropas manchadas y con un fuerte olor a whisky entró por ella.
-¡Hey tú! ¿Tienes Lío en la Librería de Lucas Martínez?
-No soy el dueño señor.
-¿Lo tienes o no?- dijo torvo, lanzando un gran eructo.
-No.
Me miró socarronamente como si mi espíritu le causara una gracia enorme.
-Cuando veas al dueño dile que Henry Chinaski estuvo aquí y que quiere ese libro.
-Vale.
Se fue tambaleando hacia la calle.
Tras la salida de este individuo entró otro. Éste era flaco, con la mirada tranquila y profunda.
-Buenas tardes- dijo tendiéndome la mano-, soy Horacio Olivera. Encantado.
-Lucas Martínez- respondí.
-Pareciera que en librerías viejas como esta hubiera más de lo que parece, como un trasfondo escondido. ¿No crees Lucas?
Tenía un leve acento francés que se hacía notorio en las erres.
-Ahora que usted lo dice Horacio, me parece una afirmación bastante acertada.
Sonrió.
-Por cierto, estoy buscando un libro llamado Lío en la Librería de un tal Martínez.
-No lo conozco, pero búsquelo usted mismo, tal vez lo encuentre.
Recorrió la librería, cauto, curioso. Mientras tanto, yo me distraje con las letras que zigzagueaban en el ambiente.
Volvieron a sonar las campanitas de la puerta. Entró un joven de cara triste, muy abrigado, que tímidamente caminó hacia mí.
-Disculpe. Estoy buscando un libro de Lucas Martínez, trata sobre una librería pero no recuerdo el título.
-¿Lío en la Librería?
-Ese mismo. ¿Lo tiene?
Sus ojos transmitían una melancolía terrible. Sentí pena por él. Busqué a Horacio entre las estanterías pero había desaparecido.
-No, no lo tengo.
-Ah, qué lástima.
-Podemos buscar algún otro libro que te agrade.
-No, gracias. No es necesario.
Me dio la mano y emprendió la retirada, pero antes de salir se dio la vuelta y preguntó:
- ¿A dónde van los patos cuando el río se congela?
Se esfumó de la escena antes de escuchar mi estúpida respuesta. 
El olor a claustro abandonado era cada vez más fuerte. La brisa húmeda de la lluvia se filtraba desde la calle hasta posarse sobre todos los entes del lugar. Las letras giraban con el tic tac de un viejo reloj que observaba solitario desde un rincón.
-Con permiso- saludó una voz grave.
-Adelante.
El hombre avanzó entré lo libros, estudiando todas las facciones de la zona en que habitábamos. Miraba al vacío, sereno y reflexivo.
-Hace unos días llamé e hice una reserva- indicó al rato.
-Déjeme adivinar. Lío en la Librería.
-Exacto, a nombre de Alexei Ivanóvich.
-Lamento decirle que el dueño de la librería no se encuentra.
-¿Tú no lo eres?
-No, yo solo estoy de paso.
-Como todos…
Su ropa tenía olor a café. Me observó atentamente reptando por las más profundas lobregueces de mi ser. Me sentí desnudo, transparente.  
-Los complejos entramados que componen las personalidades de los hombres no son tan complejos como piensas, solo debes ver más allá de sus deseos y obsesiones- observó distrayéndose luego con las agujas del reloj- ¿Sabe usted dónde puede haber un casino por aquí?
-No, no soy de este barrio.
-He descubierto una receta que puede ganarle a la ruleta.
-Pues me alegro por usted.
-Cuídese joven, que tenga buenas tardes.
Ya me estaba aburriendo esto de atender a extraños lectores y  su eterno desfile de extravagancias y acertijos con moldes de escultor.  Comenzaba a sentir la necesidad de respirar el mar o algún cabello enredado de mujer.
 Me dispuse a salir de la librería cuando un hombre vestido con sombrero y sobretodo negro se interpuso en la entrada.
-Hola- dijo.
-Hola.
-¿Te gusta la ajedrez campeón?
-Me gusta pero no soy ningún virtuoso.
-Eso no importa, lo que importa es la estrategia.
-Ya me estaba yendo señor…
-Marlowe. Philip Marlowe. Tal vez puedas ayudarme.
-No lo tengo. Lío en la Librería no lo tenemos.
-Oh.
Sus ojos vidriosos me miraban sosegados. Le hice un ademán para indicarle que deseaba irme.
-¿Podría hacerte unas preguntas?- indagó solemne.
-La verdad señor Marlowe que no. Pero no se preocupe, en esta historia no hay grandes intrigas ni asesinatos. Solo las fantasías de un joven escritor. Y si lo que necesita es una mujer, estoy seguro que usted podrá arreglárselas.
Le palmeé el hombro  y me fui.
El ruido de las calles me golpeó como un garrote celestial. Llovía. Olía a cemento y barro. Entré en un bar y crucé mis ojos con los de una hermosa dama. Ella sonrió. Yo sonreí. Sentí la mágica necesidad de perderme en una fábula, saqué mi viejo cuaderno de apuntes, y así, sirviéndome de la fantasía, comencé a escribir.
Entré en una librería, cuando para mi sorpresa…

viernes, 20 de abril de 2012

El Cambio


 TERMINÉ QUINTO...



Aquella mañana fría, en la que estuvimos reunidos durante horas, cada cual tenía su propia idea con la cual forjar la República.
 La discusión avanzó entre conjuras y excentricidades, que luego, cabizbajas, de mala gana, se fueron escondiendo, lentamente, al mencionar la sangre de los caídos. Nada era más poderoso que ese argumento, nada.
Poco a poco, las diferencias fueron desapareciendo en palabras que abogaban por la libertad. Ese era el fin, la libertad de los hombres. Y  bajo ese lema creamos La República. Con solo nombrar la palabra, nuestros corazones se sentían llenos, satisfechos. Todos seríamos iguales y tendríamos los mismos derechos, nacidos bajo un mismo reglamento de igualdad. Creímos, esa fría mañana de Enero, que un mundo mejor estaba naciendo.
Pasaron los meses y los años.
Convocamos a una nueva reunión. Muchos no se presentaron. Los temas que nos preocupaban eran los mismos que veinte años atrás: desigualdad e injusticia. Analizamos con desazón nuestro fracaso. Habíamos logrado cambiar la forma de las cosas, pero no la esencia.

viernes, 6 de abril de 2012

Concurso

A los pocos lectores que tiene este blog, vengo a pedirles una mano. Me he presentado a un concurso de microrrelatos, y el ganador se nombra bajo votación del público. Es un certamen medio politico, medio choto la verdad... jeje
Mi relato de llama EL CAMBIO
Desde ya muchas gracias.

http://www.esquerraunidaelx.es/2012/04/06/i-certamen-de-microrrelatos-por-la-republica/

lunes, 5 de marzo de 2012

Las astas del escritor

Era una tarde insulsa como casi todas las demás. Acababa de comerme una tortilla de papa con agua del grifo. Por la ventana de mi cuarto entraba la luz grisácea de la lluvia. En la radio sonaba una canción que decía que los rayos de sol no estaban hechos para personas como yo. Había paz en el ambiente. El día anterior me habían despedido del trabajo por llegar tarde en repetidas ocasiones; yo era un trabajador muy capaz pero tenía que comprometerme con la causa, eso había dicho el patrón. Sinceramente, la noticia me hizo sentir aliviado, libre. Convertirme en escritor era mi única razón de ser. No era una empresa fácil, sino todo lo contrario. Se necesitaba mucho tiempo, empeño y talento sobre todo. Triunfar como literato era una utopía solitaria, esquiva, pero valía la pena intentarlo.
Llevaba días escribiendo la historia de un hombre neandertal, cuya hembra madre de sus hijos, se escapaba con un homo sapiens, el cual era mejor cazador y tenía el miembro viril más grande. Tenía pensado llamarla: “La evolución del mono moderno”. Escribía un rato por la tarde y otro tanto por la noche. Sin embargo, hacía unos días la inspiración había desaparecido. Me sentaba frente a la hoja en blanco y solo salían frases forzadas, carentes de magia y profundidad.
Estaba pasando por una etapa en que la mayor parte del tiempo la pasaba en soledad. Recibía la visita esporádica de mi amigo Juan, quien poco tiempo atrás había roto con su novia y solía venir a casa para hablar sobre eso y otros asuntos. Él también era escritor. Teníamos diferentes estilos, el era directo y contundente, yo poético y ficticio. A pesar de esto, él criticaba mis trabajos y yo los de él. Era una forma de nutrirnos, e inconcientemente, provocaba el estimulo de competición.
Como dije, era una tarde lluviosa. Me preparé un café y me senté en la computadora a escribir sobre la noche en que la hembra infiel se perdía en el bosque con su nuevo protector. Nada bueno salió. Solo unas inermes frases que parecían jeroglíficos. Suprimí. Terminé el café y me entraron ganas de cagar. Me senté en el cagadero y lo dejé salir. El culo no tenía problemas de inspiración…
Sonó el timbre.
-¡¿Quién es?!- grité desde el baño.
No hubo respuesta. El timbre sonó otra vez.
Me limpié apresurado y fui hacia la puerta. Abrí.
-¿Lucas Martínez?- preguntó la dama debajo del paraguas.
-Soy yo.
-Me han dicho que necesitas un poco de inspiración.- dijo adentrándose en mi hogar ante mi atónita mirada.
-¿Ah si?
-Vengo a ofrecerte mis servicios de musa particular.
Apoyó el paraguas contra la pared. Sus brazos eran semejantes a un conjunto de ramas llenas de hojas, siendo agitadas por los vientos de la primavera. Tenía ojos claros y labios gráciles. Su voz escondía la promesa de una noche fantástica.
Se sentó en el sillón del living. Cruzó sus piernas y me miró infantilmente.
-Si querías conocerme… has usado la coartada perfecta. ¿Quién te ha dicho que soy escritor? No es algo que yo diga muy a menudo.
-¿Aceptas?
-Acepto- respondí.
-Ven, siéntate a mí lado.
Obedecí. Me acarició la nuca y comenzó a besarme. Sabía a dulces uvas.
-¿No prefieres llevarme a tu cama?- preguntó con los ojos cerrados.
La llevé a mi cama. Hicimos el amor como olas deslizándose en arena.
Cuando terminamos me pidió un cigarro.
-Dime Lucas ¿Sobre que escribes?- preguntó mientras lo encendía.
-Es una pregunta difícil. Nunca hay un tema en particular. Me decanto por tramas bastante simples. Me gustan temas como la insatisfacción existencial, la antropología, algunas fábulas amistosas, el deporte, el amor. No lo sé. Escribo sobre cosas que se me ocurren en momentos inesperados principalmente.
-Tal vez ese es tu problema. No escribir sobre nada en particular.
-¿Te parece?- indagué interesado.
-Es solo un comentario. No hay recetas cien por ciento eficaces en el campo de la literatura.
-Eso mismo creo yo.
Apagó el cigarro y apoyó su cabeza en mi pecho.
-¿Cómo te llamas?
-¿Cómo quieres que me llame?
-No sé. Tu nombre verdadero me alcanza.
-Puedes llamarme… Musi.
-¿Musi? No creo que así te llames.
No respondió. No creí útil indagar en el tema, me ofrecía su amor e inspiración gratuita. Si quería llamarse Musi, por mí estaba bien.
Nos quedamos un rato así, sin decir nada, sintiendo uno la respiración del otro.
-¿Quieres que me quede contigo esta noche?- propuso al rato.
-Claro.
Sonrió. Pude apreciar su fresca sonrisa con más detalle. Nunca antes había compartido mi cama con una mujer tan bella. De sus movimientos fluían candidez y lozanía. Deduje (sin mucho esfuerzo), que en cuestión de horas estaría perdidamente enamorado de ella.
-¿Puedo darme una ducha rápida?
Asentí.
Caminé descalzo por la casa. Miré por la ventana: el mundo siempre tenía una velocidad diferente a la mía. El ruido del agua cayendo en el cuerpo de Musi me hipnotizó unos segundos. Volví a la computadora, quería probar como era el asunto de tener una musa particular. Leí los dos últimos párrafos que había escrito, el neandertal dormía, la mujer se desenvolvía de sus brazos y escapaba en puntas de pies. El homo sapiens la esperaba en la orilla del lago. Hasta ahí había llegado. Y hasta ahí llegué.
-Musi -dije tocando la puerta del baño.-, la inspiración no aparece, me parece que me estás chantajeando.
-No te apresures, ya verás como todo sale a su debido tiempo.
-Ok.
Me tiré en la cama un poco defraudado. La pintura del techo estaba comida por los hongos. Me di la vuelta, apoyé la cara en la almohada y cerré los ojos. Pude sentir la fragancia celestial de su sudor, mientras ella se ponía a tararear debajo de la ducha. Sentí un cosquilleo en el diafragma. Me hundí en el colchón y dejé de sentir el cuerpo, mi existencia se deslizó hacia el discurso que mis pensamientos transitaban. Y entonces, como un huevo que se abre, dando vida a una espantosa criatura, nació la idea. Los reyes magos. Tres hermanos salidos de un barrio pobre. Hijos de una prostituta, el menor de ellos negro. Los vecinos del barrio gritarían: “Abran paso, allí vienen los reyes magos”. Y ellos llegarían corriendo con grandes bolsas a sus espaldas, para pronto esconderse en algún rincón de los suburbios. Luego repartirían el botín entre los niños más necesitados. Era un buen comienzo, luego ya le iría dando forma. Mediante algún suceso extraño, la vida les separaría y daría diferentes rumbos. Con el paso del tiempo se volverían a encontrar bajo inesperadas circunstancias.
Salí corriendo hacía la computadora. Musi salía del baño secándose la cabeza.
-Te amo Musi.- le dije besándole la boca.
Las frases cayeron como lluvia en el mar y se esparcieron por toda la habitación. Escribí durante un par de horas. Musi me esperó cantando una canción de cuna en la otra habitación. Luego, preparé un poco de estofado y abrí una botella de vino tinto. Comimos y nos acostamos. La abracé. Sin lugar a dudas, estaba perdidamente enamorado de ella.



El teléfono de casa estaba sonando.
-Hola.
-¡Lucas!- exclamó Juan-, ¿vas a estar en tu casa de tarde?
Observé a Musi: yacía semidormida en el sillón del living, envuelta en una manta blanca.
-Tengo que ir a hacer unos trámites y después voy a pasar a visitar a mi madre, que hace tiempo no la veo.
-Bueno, pensaba pasarme por ahí a charlar un rato. Conseguí un libro que te va a encantar. ¿Estás escribiendo algo? Yo hace más de dos semanas que no me sale nada.
- Si. Estoy escribiendo algo y creo que es bueno. Cuando lo termine se lo voy a enseñar a Verseri.
-¿Aquel editor que nos presentó el profesor de literatura?
-Ese mismo.
-Cuando le llevamos aquellos cuentos no nos dio mucha importancia.- recordó.
-Si, ya sé. Pero estoy escribiendo una novela que tiene lo suyo. Los cuentos son más difíciles de publicar.
-¿Y de que se trata?- preguntó curioso.
-Ya sabes que si te cuento antes de terminar… la magia se esfuma.
-Ok, ok. Avísame cuando estés libre y me doy una vuelta por tu casa.
-Dale.
-Un abrazo
-Otro.
No me gustaba mentirle a Juan, pero si venía, de seguro se quedaría un largo rato y mi novela tendría una tregua inoportuna.
Musi llevaba cuatro días viviendo en casa. Era una buena compañera de vivienda. Ambos éramos melómanos por naturaleza y nos divertíamos mucho en todo lo referente al sexo. Era una maníaca de la limpieza y el orden, gracias a ella mi casa tuvo una mutación notable, ya no era un chiquero de arañas y cuadros empolvados, la luz y el olor a jazmines se habían adueñado del hogar. Tenía una sola norma: al menos una ventana de la casa debía permanecer abierta. Argumentaba que, desde pequeña, cuando había problemas o se sentía agobiada, escapaba volando por la ventana.
La novela fluía, ¡y de que forma! Adjetivos simples y certeros, frases directas y poéticamente ensambladas, acción, tristeza, ironías, humor, tragedia, aventura. Me sentía como debió haberse sentido Beethoven al componer su novena sinfonía.
Al quinto día de nuestra convivencia vi que Musi llevaba puesto un vestido rojo, tenía los labios pintados y se estaba rociando un perfume nuevo que yo le había regalado.
-¿Vas a algún lado?- pregunté.
-Si Lucas, estoy aburrida. Voy a ir a dar un paseo por el centro.
-¿Vuelves en la noche?
-Si
Se fue dejándome un sabor amargo en la boca. Los reyes magos descansaron durante todo el día. Llegó a eso de las once de la noche, parecía cansada. Comimos algo, escuchamos música y nos dormimos.



El tiempo giraba como patines sobre hielo. Cada día que pasaba Musi estaba menos tiempo en casa. Salía luego de almorzar y volvía sobre la medianoche para acostarse en mi cama.
-¿Estás bien? ¿Precisas algo?- preguntaba yo.
-No amor, está todo bien- respondía ella.
No sentía que ella fuese imprescindible, sin embargo, me gustaba sentirla mía. En el fondo de mi corazón sabía que, de un día para otro, se iría de mi vida tan misteriosamente como había llegado. La novela seguía manando. No era un raudal incontenible, pero si al menos una gotera persistente.
Estuve llamando a Juan para pedirle el número telefónico del editor Verseri, pero durante varios días no atendió. Dejé de llamarlo.
La mugre en mi dormitorio comenzó a acumularse nuevamente. Había moscas y tierra seca en el suelo. Mi hogar volvía a verse como una cueva en penumbras.
Un domingo por la tarde, comenzó a llover con ímpetu, horas y horas de lluvia. Cerré todas las ventanas de la casa y estuve mirando largo rato el chisporroteo de las gotas en el cemento. El futuro que se avecinaba no contenía prosperidad ni ansias de grandeza, chorreaban en mi alma perecedera los matices borrosos de una infancia feliz, en donde los sueños galopaban fértiles por senderos inciertos y excitantes, y así, ensimismado en la constancia de una tormenta hermosa, pude ver como mi ser se diluía en el líquido que avanzaba por las calles, hasta perderse en los oscuros desagües de la ciudad.
Musi no regresó a casa nunca más. No tenía como encontrarla, no había teléfonos ni direcciones, solo el recuerdo sublime que envolvía su ser. Dejé de escribir. Perdí cualquier cultivo de esperanza que mi espíritu pudiese albergar. En su silenciosa despedida el mundo me había dado la espalda dejándome a merced del olvido.



Pasaron varias semanas. Me recompuse. Comencé a ir cada día al mar para escuchar el movimiento de las olas, un sonido tan dulce como lenitivo, semejante a un bálsamo, aplicado en una manta suave sobre las heridas debajo de la piel.
Conseguí trabajo como vendedor de seguros de vida. Consistía en llamar y visitar personas a punto de fallecer. Muy divertido. Pagaban medianamente bien y me dejaba la noche libre para perderme en mis asuntos.
Llegó la primavera y con ella la renovación de los seres. Las flores y las hembras relucían sus aromas, amantes que volvían a encontrarse, pájaros que cantaban escondidos en la ciudad.
Comencé a escribir poesías, me dediqué de lleno a ello. Pude ver a Musi en cada una de ellas, y además, noté extrañado, la presencia de nubes y tormentas en mis versos. Mi novela había quedado estancada, lo cual es un hecho trágico para cualquier creación literaria.
Hasta que, un día soleado, recibí la llamada de Juan.
-Hace mil años que no sé nada de vos Juan. ¿Dónde andabas?- pregunté contento al escuchar su voz amiga.- Te llamé unas cuantas veces pero nunca me atendiste.
-Anduve trabajando en el local de mi tía, la más gorda.
-Ah.
- Tengo una buena noticia que darte Lucas.
-A ver…
-Verseri me va a publicar un libro.
-¿En serio? ¡Bien Juan! ¡Buenísimo!- exclamé un poco celoso.
-Vamos a hacer una pequeña presentación en un local que alquilo Verseri. Este viernes. Te paso la dirección al mail porque ahora no me acuerdo.
-Espectacular. Me alegro de que triunfes Juan, sinceramente.
-Nos vemos el viernes.
.Dale. Un abrazo.
Al cortar me di cuenta de que no le había preguntado nada sobre el libro. Igualmente, en dos días lo sabría.



El viernes era un día nublado y fresco. Luego de bañarme me puse mi mejor traje y me empapé en perfume. Tenía la vana esperanza de encontrar una dama interesada en un escritor de perfil bajo como yo. Aunque sabía que, casi todas, preferían a los charlatanes pedantes.
El local era bastante humilde pero sobrepasaba, sin duda alguna, cualquier expectativa que Juan pudiese tener. Había, más o menos, cuarenta personas. Entre los presentes, que charlaban engreídamente, como si conocieran la verdad universal del ser humano, encontré a Verserí y fui directo a su encuentro.
-¿Cómo le va editor?-
-Bien… Lucas ¿verdad?
-Exacto. Tengo un trabajo que capaz le pueda interesar.
-Muy bien. Cuando esté listo tráemelo y ya veremos que podemos hacer.
-Ok- respondí satisfecho.
En una esquina, una mujer rubia servía bebidas a todos los presentes.
-Dígame Verseri. ¿Qué le parece el trabajo de mi amigo?
Observó mansamente su vaso de whisky escosés y luego respondió:
-Te voy a decir la verdad Lucas. Los cuentos que me enseñaron, Juan y tú, el año pasado, me parecieron, perdón por ser tan franco, una reverenda mierda.
-Ajá.
-Hace dos semanas Juan llegó entusiasmadísimo con esta nueva “novela”. Al principio intenté deshacerme de él rápidamente. Pero no pude. Me dijo que hasta que no la leyera no se iría de mi despacho. Imagínate Lucas, no hay nada peor para un editor que tener que soportar las locuras de un escritor porfiado.
-Me imagino Verseri.
Odiaba ver su sonrisa jactanciosa, sin embargo, le seguí la corriente con la poca hipocresía que mi ser era capaz de ofrecer.
-Lo vi tan decidido y obstinado, que me vi obligado a mostrar un mínimo de interés en el asunto. Comencé a leer. Y para mi sorpresa, cada página fue más intrigante que la anterior. Fue un descubrimiento inesperado. Me encontré con una obra soberbia.- tomó otro sorbo de escosés, sus ojos perdidos delataban su estado de ebriedad.- Oro en el basurero diría mi mentor, jeje.
-Bueno editor, espero que tengan buenas ganancias. Que le vaya bien.
-Igualmente escritor, y no te olvides, cuando tengas terminado ese trabajito, me lo traes y le echamos una ojeada.- dijo sentenciando la conversación, con un leve y disoluto levantamiento de cejas.
Me adentré en el local hasta conseguir que la chica rubia me sirviese un vaso de whisky. Bebí, era bueno. En otra esquina, Juan era rodeado por voces y miradas curiosas.
-Juan.- dije tocándole el hombro.
-¡Lucas!- exclamó abrazándome.
-¿Quién lo hubiera dicho? Juan Telechea haciendo la presentación de su novela.
-La vida da sorpresas…
Las personas alrededor nos dejaron solos.
-¿Dónde está el recién nacido?-
-Los ejemplares están en aquella mesa.- respondió señalando con el dedo.
Fui hasta la mesa. Agarré uno. Era una buena edición de tapa blanda. En la portada, había una fotografía de tres niños pobres sentados en una calle gris. Se titulaba Los Reyes Magos.
Lo abrí. Tenía dedicatoria.
Para la dama en la ventana,
sin ella no hubiese sido posible.
Avancé de página.
Capítulo I
-¡Abran paso! ¡Allí vienen los reyes magos!- gritaron los vecinos del suburbio.
Los tres jóvenes corrían subiendo la cuesta. Grandes bolsas a sus espaldas. Más allá, las sirenas de los coches policiales sonaban ansiosas.
Dos piedras cayeron sobre un coche, obligándolo a detenerse. Los tres jóvenes se adentraron en un rancho humilde. Estaban a salvo.
Martín, José y Jean eran hijos de una prostituta…
Cerré el libro y lo dejé sobre la mesa.
Eché una mirada alrededor. Todos parecían contentos y ocupados en excelsas cuestiones. Abandoné el lugar.
Las calles grises me vieron desfilar con desolación. En el cielo, enormes nubes negras avecinaban la tempestad. Emprendí el regreso a casa. Comenzó a llover.
Al doblar una esquina observé como dos niños, que disputaban un partido de fútbol con otros tantos, comenzaban una riña a golpes. Los demás hicieron una ronda alrededor de ellos. Un golpe tras otro. Parecían felices.
Continué mi caminata hasta perderme en algún rincón mojado de la ciudad.

lunes, 20 de febrero de 2012

Empate a la eternidad

Ese día mi padre me despertó un poco más temprano de lo habitual. Hacía frío. Mi madre nos preparó café con leche y pan con manteca. La radio sonaba con interferencia.
-Lucas. ¿Te acordás que hoy vamos a ver a Peñarol?
-Claro papá.
-Mi padre también me llevó a ver a Peñarol cuando tenía tu misma edad. Un partido por la copa Libertadores, le ganamos uno a cero al Guaraní de Paraguay. Un veintiséis de Abril del setenta. Todavía tengo guardada la entrada en algún lado. Un partidazo. Alberto “El Negro” Spencer hizo un golazo de volea. En el ángulo. ¡Que jugador! - sus ojos brillaban, todas sus tristezas quedaron escondidas detrás de la anécdota.- Hoy es contra los brasileros, hay que ganarles. ¿Vas a cantar mucho Lucas?
-Si papá.
-Dejalo que coma tranquilo Rodolfo. Recién se levanta el chiquilín.- ordenó mi madre.
Era la primera vez que iría al estadio. Tenía ocho años. Éramos muy pobres, mi padre trabajaba de jardinero en casas de personas pudientes y mi madre estaba sin empleo y tenía que cuidarme. Ir al estadio era un lujo, mi padre había estado ahorrando durante varios días para poder llevarme. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan entusiasmado.
Agarró sus herramientas, nos dio un beso en la frente y se fue. Aún recuerdo su pulóver azul agujereado alejándose en la bicicleta vieja.
Caminamos hasta la escuela, mi madre y yo. Apenas entré a clase me saqué todo el abrigo que llevaba.
La maestra dio una clase sobre los mayas. Explicó que habían sido capaces de crear una gran civilización basada en el estudio del sol, una agricultura organizada y una religión muy compleja e intrigante. Cientos de años habían prosperado y conquistado grandes extensiones de tierra, y luego, por razones que no se conocen, desaparecieron dejando sus ciudades vacías, en perfecto estado. Recuerdo que, durante todo el día, en mi cabeza rondó la imagen de hombres desnudos siendo asesinados como ofrenda a sedientos dioses.
Al mediodía nos pusieron, como cada jornada, en el comedor y nos sirvieron. No tenía mucha hambre, dejé más de la mitad del plato. No solía dejar comida en el plato. Supuse que eran los nervios por el partido de Peñarol. Les conté a todos mis amigos.
-¿Y a que tribuna te lleva tu padre? ¿Contra quién jugamos? ¿Juega el loco Acosta? – preguntaron ellos.
-A la Ámsterdam. Contra unos brasileros, no sé como se llama el equipo. El loco juega.- respondí, diciendo que sí a esto último sin saber quien era el loco Acosta.
Luego de comer nos dejaron salir al recreo. Jugamos un partido contra compañeros del otro grupo. Perdimos, yo no tuve una buena actuación. Nuevamente en clase, la maestra nos colocó algunos problemas matemáticos que fueron fáciles de resolver.
Se fue la gris y fría tarde. Sonó la campana y salimos alborotados a las calles. Mi madre me esperaba con los ojos llorosos. Me abrazo fuerte y rompió en llanto.
-¿Qué pasa mamá?- le pregunté echándome a llorar yo también.
-Lucas… papá.
-¿Qué le pasa a papá mamá?
-Un hombre lo atropelló.
Me subió a un taxi y fuimos al hospital. Me contó que luego de cortar el césped en la casa de un cliente habitual, mi padre se dirigía hacia la casa de otro cliente cuando un Opel negro lo atropelló. Le pregunté si papá se pondría bien. Me dijo que no sabía, pero supe que mentía.
En el hospital estaba mi tío. También me abrazó con fuerza. Luego nos sentamos y quedamos en silencio, escuchando la nariz mocosa de mi madre ahogada en llantos. Al rato mi tío dijo:
-Estuve en la comisaría. El tipo dijo que estaba llegando tarde al trabajo y por eso cruzó con roja y que a Rodolfo ni lo vio. Parecía un buen tipo.
Un viejo, enfrentado a nosotros, tenía una radio pequeña pegada a la oreja. El partido de Peñarol estaba por comenzar. Entonces salió el doctor encargado de mi padre. Mamá y el tío se acercaron a él. Me hicieron señas para que no me levantase de mi asiento. Los detalles trágicos no son necesarios, mi padre murió.
Ese fue, tal vez, el día más triste que recuerdo. Han pasado varios años. Peñarol le ganó a los brasileros y yo no pude dormir pensando en las palabras que me había dicho mi padre unos días antes.
-Lucas, cuando andes en la calle, siempre tenés que tener cuidado, nunca te confíes. Por más que sigas las señales de tránsito, nunca se puede controlar a las demás personas. Siempre poné atención en vos mismo y en los demás sobre todo.
-Si papá.- le dije yo.
Hoy me es inevitable pensar en ese día sin sentirme culpable. ¿Cómo habrá sido su último instante? Le doy vueltas y más vueltas al asunto; y cuanto más lo pienso más seguro estoy. Mi padre nunca se distraía, pero ese día creo que sí. Y la razón era que ese día me iba a ver feliz, como el fue feliz cuando su padre le llevó al estadio. Los grados de culpabilidad en cada desgracia sé que siempre son inciertos, pero sin dudas, hay varios factores en cada una. Puede decirse que el conductor era imprudente y que hizo mal en cruzar con roja. También, desde ese punto de vista, la irritabilidad de un patrón intolerante contribuye en cierta forma. La distracción de mi padre. Un mecánico desidioso que no arregló correctamente los frenos de un Opel negro. El clima. El tiempo. ¿Dios? ¿El destino? No lo sé.
Aprovechando la ocasión, comentaré que desde ese día me interesé en el estudio de los mayas y su desaparición. Hay varias teorías. La más aceptada entre los conocedores de la materia es la que dice que los pueblos sublevados se revelaron, y derrocaron al imperio, obligando a las personas a abandonar las ciudades. Otra teoría habla sobre el gran crecimiento que la selva y la vegetación tuvieron durante el siglo de la desaparición, siendo este crecimiento tan repentino y colosal, que obligó a los ciudadanos a abandonar las ciudades y dispersarse en diferentes tribus y pueblos cercanos. Una distinta teoría habla sobre una gran epidemia que azotó a las grandes ciudades matando a todos los habitantes, incapaces de hacerle frente con el tan escaso conocimiento médico de esos tiempos. Por último, mi preferida, dice que los mayas eran la civilización “dueña del tiempo” y que encontraron, luego de siglos de estudio metódico, la manera de viajar en el tiempo y que así lo hicieron, toda su civilización. En fin, es un hecho rodeado de un misterio inusual. Tal vez ninguna de estas premisas sea cierta. Tal vez la verdad contiene pequeñas proporciones de cada una de ellas.
Se hace muy difícil especular en certidumbres. Me conformo pensando en que mi padre venía pedaleando, viéndonos alentar, rodeados de serpentinas y papeles picados, en donde once jugadores vestidos de amarillo y negro se adentran a la cancha airosos, reluciendo el orgullo de sus seguidores; cuando un Opel negro lo atropella, dejando esa última visión como el eterno eco de su paso por el mundo.
Mi hijo Pablo tiene tres años. Ya le compré una camiseta amarilla y negra. Su madre me pide por favor que no lo lleve al estadio, porque es peligroso para el chico y podría traerme malos recuerdos.
-No me rompas las pelotas.- le digo yo.
En mi mesa de luz tengo la vieja entrada, aquella que compró mi padre el día anterior a su muerte. He decidido dársela a Pablo y decirle que la lance con ímpetu, cuando vea asomar por el túnel esa hermosa camiseta, para que ese pedazo de papel se pierda en el viento entre todos los demás.