lunes, 20 de febrero de 2012

Empate a la eternidad

Ese día mi padre me despertó un poco más temprano de lo habitual. Hacía frío. Mi madre nos preparó café con leche y pan con manteca. La radio sonaba con interferencia.
-Lucas. ¿Te acordás que hoy vamos a ver a Peñarol?
-Claro papá.
-Mi padre también me llevó a ver a Peñarol cuando tenía tu misma edad. Un partido por la copa Libertadores, le ganamos uno a cero al Guaraní de Paraguay. Un veintiséis de Abril del setenta. Todavía tengo guardada la entrada en algún lado. Un partidazo. Alberto “El Negro” Spencer hizo un golazo de volea. En el ángulo. ¡Que jugador! - sus ojos brillaban, todas sus tristezas quedaron escondidas detrás de la anécdota.- Hoy es contra los brasileros, hay que ganarles. ¿Vas a cantar mucho Lucas?
-Si papá.
-Dejalo que coma tranquilo Rodolfo. Recién se levanta el chiquilín.- ordenó mi madre.
Era la primera vez que iría al estadio. Tenía ocho años. Éramos muy pobres, mi padre trabajaba de jardinero en casas de personas pudientes y mi madre estaba sin empleo y tenía que cuidarme. Ir al estadio era un lujo, mi padre había estado ahorrando durante varios días para poder llevarme. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan entusiasmado.
Agarró sus herramientas, nos dio un beso en la frente y se fue. Aún recuerdo su pulóver azul agujereado alejándose en la bicicleta vieja.
Caminamos hasta la escuela, mi madre y yo. Apenas entré a clase me saqué todo el abrigo que llevaba.
La maestra dio una clase sobre los mayas. Explicó que habían sido capaces de crear una gran civilización basada en el estudio del sol, una agricultura organizada y una religión muy compleja e intrigante. Cientos de años habían prosperado y conquistado grandes extensiones de tierra, y luego, por razones que no se conocen, desaparecieron dejando sus ciudades vacías, en perfecto estado. Recuerdo que, durante todo el día, en mi cabeza rondó la imagen de hombres desnudos siendo asesinados como ofrenda a sedientos dioses.
Al mediodía nos pusieron, como cada jornada, en el comedor y nos sirvieron. No tenía mucha hambre, dejé más de la mitad del plato. No solía dejar comida en el plato. Supuse que eran los nervios por el partido de Peñarol. Les conté a todos mis amigos.
-¿Y a que tribuna te lleva tu padre? ¿Contra quién jugamos? ¿Juega el loco Acosta? – preguntaron ellos.
-A la Ámsterdam. Contra unos brasileros, no sé como se llama el equipo. El loco juega.- respondí, diciendo que sí a esto último sin saber quien era el loco Acosta.
Luego de comer nos dejaron salir al recreo. Jugamos un partido contra compañeros del otro grupo. Perdimos, yo no tuve una buena actuación. Nuevamente en clase, la maestra nos colocó algunos problemas matemáticos que fueron fáciles de resolver.
Se fue la gris y fría tarde. Sonó la campana y salimos alborotados a las calles. Mi madre me esperaba con los ojos llorosos. Me abrazo fuerte y rompió en llanto.
-¿Qué pasa mamá?- le pregunté echándome a llorar yo también.
-Lucas… papá.
-¿Qué le pasa a papá mamá?
-Un hombre lo atropelló.
Me subió a un taxi y fuimos al hospital. Me contó que luego de cortar el césped en la casa de un cliente habitual, mi padre se dirigía hacia la casa de otro cliente cuando un Opel negro lo atropelló. Le pregunté si papá se pondría bien. Me dijo que no sabía, pero supe que mentía.
En el hospital estaba mi tío. También me abrazó con fuerza. Luego nos sentamos y quedamos en silencio, escuchando la nariz mocosa de mi madre ahogada en llantos. Al rato mi tío dijo:
-Estuve en la comisaría. El tipo dijo que estaba llegando tarde al trabajo y por eso cruzó con roja y que a Rodolfo ni lo vio. Parecía un buen tipo.
Un viejo, enfrentado a nosotros, tenía una radio pequeña pegada a la oreja. El partido de Peñarol estaba por comenzar. Entonces salió el doctor encargado de mi padre. Mamá y el tío se acercaron a él. Me hicieron señas para que no me levantase de mi asiento. Los detalles trágicos no son necesarios, mi padre murió.
Ese fue, tal vez, el día más triste que recuerdo. Han pasado varios años. Peñarol le ganó a los brasileros y yo no pude dormir pensando en las palabras que me había dicho mi padre unos días antes.
-Lucas, cuando andes en la calle, siempre tenés que tener cuidado, nunca te confíes. Por más que sigas las señales de tránsito, nunca se puede controlar a las demás personas. Siempre poné atención en vos mismo y en los demás sobre todo.
-Si papá.- le dije yo.
Hoy me es inevitable pensar en ese día sin sentirme culpable. ¿Cómo habrá sido su último instante? Le doy vueltas y más vueltas al asunto; y cuanto más lo pienso más seguro estoy. Mi padre nunca se distraía, pero ese día creo que sí. Y la razón era que ese día me iba a ver feliz, como el fue feliz cuando su padre le llevó al estadio. Los grados de culpabilidad en cada desgracia sé que siempre son inciertos, pero sin dudas, hay varios factores en cada una. Puede decirse que el conductor era imprudente y que hizo mal en cruzar con roja. También, desde ese punto de vista, la irritabilidad de un patrón intolerante contribuye en cierta forma. La distracción de mi padre. Un mecánico desidioso que no arregló correctamente los frenos de un Opel negro. El clima. El tiempo. ¿Dios? ¿El destino? No lo sé.
Aprovechando la ocasión, comentaré que desde ese día me interesé en el estudio de los mayas y su desaparición. Hay varias teorías. La más aceptada entre los conocedores de la materia es la que dice que los pueblos sublevados se revelaron, y derrocaron al imperio, obligando a las personas a abandonar las ciudades. Otra teoría habla sobre el gran crecimiento que la selva y la vegetación tuvieron durante el siglo de la desaparición, siendo este crecimiento tan repentino y colosal, que obligó a los ciudadanos a abandonar las ciudades y dispersarse en diferentes tribus y pueblos cercanos. Una distinta teoría habla sobre una gran epidemia que azotó a las grandes ciudades matando a todos los habitantes, incapaces de hacerle frente con el tan escaso conocimiento médico de esos tiempos. Por último, mi preferida, dice que los mayas eran la civilización “dueña del tiempo” y que encontraron, luego de siglos de estudio metódico, la manera de viajar en el tiempo y que así lo hicieron, toda su civilización. En fin, es un hecho rodeado de un misterio inusual. Tal vez ninguna de estas premisas sea cierta. Tal vez la verdad contiene pequeñas proporciones de cada una de ellas.
Se hace muy difícil especular en certidumbres. Me conformo pensando en que mi padre venía pedaleando, viéndonos alentar, rodeados de serpentinas y papeles picados, en donde once jugadores vestidos de amarillo y negro se adentran a la cancha airosos, reluciendo el orgullo de sus seguidores; cuando un Opel negro lo atropella, dejando esa última visión como el eterno eco de su paso por el mundo.
Mi hijo Pablo tiene tres años. Ya le compré una camiseta amarilla y negra. Su madre me pide por favor que no lo lleve al estadio, porque es peligroso para el chico y podría traerme malos recuerdos.
-No me rompas las pelotas.- le digo yo.
En mi mesa de luz tengo la vieja entrada, aquella que compró mi padre el día anterior a su muerte. He decidido dársela a Pablo y decirle que la lance con ímpetu, cuando vea asomar por el túnel esa hermosa camiseta, para que ese pedazo de papel se pierda en el viento entre todos los demás.

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