viernes, 25 de mayo de 2012

Lágrimas en el viento


El despertador sonó tres horas antes de tiempo, no sé porqué. Siete de la mañana. No era cualquier día, tenía una importante entrevista de trabajo. Llevaba tres meses sin empleo, y los pocos ahorros que tenía, se perdían como cataratas de cerveza por mi vejiga. Sofía me había abandonado y llegaban rumores de su conocido romance con el peluquero del barrio. Afuera, se escuchaba la fuerte lluvia en las calles. En fin, mi único deseo en el mundo era dormir, pero el despertador estaba escondido en algún recoveco de la habitación y jugaba a no ser encontrado.
En el camino hacia la meada matinal me pegué con una silla en el dedo pequeño del pie. Le eché una sonrisa al espejo del baño y me dije que ese sería mi día y que nada podría vencerme. El tipo del espejo no respondió, se limitó a mirarme con cara de perro hambriento. El despertador seguía sonando, lejano, jocoso, semejante al  llamado visceral del mismísimo Satanás. Me senté en el inodoro, algo estaba mal. Hemorroides. Ardor anal. Me metí debajo de la ducha y me puse a soñar. Soñé con comidas costosas, montañas nevadas, hadas, aeropuertos y relojes rompiendo la estabilidad.
La entrevista era a las tres de la tarde.  Preparé café y tostadas. Encendí el televisor y observé los deportes, mi equipo había perdido por una diferencia de siete goles, un nuevo record en la liga. Luego de las noticias mundanas, me situé a planchar la camisa. Sonó el teléfono, la voz mecanizada de una joven me informaba que el pago de mi tarjeta había vencido y que mi deuda ahora era más grande e inabordable. La plancha había quemado el puño de la camisa. El despertador seguía sonando, días atrás le había comprado pilas de larga duración.  Observé con tristeza mi camisa y la tiré a la basura. Fui hasta el baño y me puse gel y desodorante. Al lavarme los dientes noté mi muela de juicio encallada en las encías, esa maldita muela que me torturaba desde hacía años, le di un masaje pero el dolor perduró. Mi rostro, a pesar de todo, tenía buena pinta.
Me fui de casa respirando esperanzas e ilusiones. La lluvia era menos intensa que horas antes. Las hemorroides me castigaban severamente, me picaban a cada rato, era un dolor muy cansino. Las calles subían y bajaban, como un río turbio, avanzando entre grises nubes, hacia un desfiladero de sueños y promesas sin cumplir, y yo avanzaba en eso río, engañado por las propagandas y los olores, aspirando a ser alguien que no quería ser. En el metro, las personas se me antojaron semejantes a un grupo de calaveras envueltas en pieles moribundas, solitarias estrellas en un manto negro, rebosado de pestes y mosquitos pegados a la humedad de una ciudad que se calcinaba a cada instante.  Me gustaba observar a las personas e imaginar que delirios desfilaban en sus cerebros, y así fue que me distraje y no bajé en la parada que debía bajar.  
Tuve que correr para llegar en hora a la entrevista. Mientras corría pisé una baldosa floja y manché el pantalón del traje.  La lluvia comenzó a caer a raudales.
El portero del edificio de oficinas me miró de arriba abajo y señaló hacia el ascensor con el mentón. Las hemorroides estaban agitadas, hacían cada vez más fuerza por brotar de mi culo. Lo más difícil en esos momentos es tirarse un pedo, te sientes aterrado ante la posibilidad de que tu ser se escape por la cañería trasera, o sea que, ante el pedo que tenía atravesado y la imagen del rostro de mi entrevistador avecinando mi derrota, mi situación no era más que una tragedia tan amarga como humana, de esas a las cuales estaba acostumbrado, y por ende, no tuve otra opción que reír, haciendo que mi vida no fuera más que una sátira de exiguo vuelo.
-Hola, buenas tardes, vengo por la entrevista para el puesto de gerente de la compañía- informé a la secretaria que, sin levantar la mirada, puso el tubo del teléfono en su oreja, apretó un botón y volvió a sus asuntos. 
-Me siento por aquí- informé.
La oficina sonaba como una ciudad enlatada a punto de explotar.  Compartían mi asiento un ciego que vestía traje y una chica que parecía prostituta.
-¡Que lluvia!- dije para parecer amistoso.
Me miraron. No respondieron.
Pasó un rato.
-¡Juan Pérez!- llamó una voz ronca desde el interior oscuro de una habitación.
El ciego se levantó y avanzó como un espectro dirigiéndose a un matadero de almas.
Pasó otro rato.
-¡Lucas Martínez!- llamó la voz ronca.
Me levanté, timorato, cauto. La chica sonrió con malicia. El culo ardía más que nunca.
Entré a la sala. Un hombre gordo, canoso, cuyo rostro sudaba notablemente, me estudiaba impávido desde un enorme escritorio.
-Buenas…
-Buenas- respondió.
Me senté recto, enfrentándolo.
-Tu currículum por favor.
-¿Currículum?
-Sí, lo has traído, me imagino…
-No, la chica que me citó no dijo nada del currículum.
Gesticuló malhumorado y me miró como si yo fuese un alienígena inferior a él.
-Pero no se preocupe señor, porque tengo toda la información aquí, en mi cerebro.
A continuación enumeré mi irrisoria experiencia, agrandando algunos aspectos  en el ámbito que requería la oferta, obviamente.
-Dime Lucas tres palabras que te representen.
-Soy responsable, ambicioso y eficiente- mentí.   
-De acuerdo Lucas. Ahora estudiaremos tu candidatura y ya te diremos algo.
Ya conocía esa respuesta: no tienes la más mínima posibilidad de ser nuestro compañero.
-Muchas gracias señor. Que tenga buenas tardes- dije. Salí dejando charcos de agua y barro por toda la oficina.
La lluvia era hermosa, ya no me importaba ese trabajo ni las hemorroides ni ninguna especie de triunfo.  Las gotas me pegaban en el traje y resbalaban por mi espíritu. Seguí caminando y ya nada fue real, la imagen desvanecida del mundo en que existía me abrazaba y obsequiaba, mágicamente, un instante de libertad. 
Me senté en el banco de una plaza y observé a las personas correr en busca de un refugio. Mis manos se arrugaron y sentí felicidad. Y así me quedé, solo y alegre, escuchando el ruido del mundo desde un lugar ajeno a él.
Paró de llover y emprendí el regreso a casa. En mi caminata crucé mis ojos con los de una chica que andaba cabizbaja, abstraída, y nuestras miradas se encontraron e intercambiaron algo más que sueños, nos perdimos fugazmente en la fantasía de un abrazo amoroso y real. Pero parecía ser que esas cosas ya no existían y se extraviaban, más allá, en los desagües de un boulevard de luces rotas y flores muertas. Ella siguió su camino y yo el mío, como siempre solía ocurrir.
En mi casa el despertador seguía sonando, el desorden era increíble. Me desnudé y pensé. Pensé en que eso era lo que tocaba, una vida atormentada por un despertador incansable, como una canción que decora lo cotidiano, en donde los dolores del cuerpo y del alma, no tenían mejor medicina que una mirada de mujer perdida en una ciudad de tristezas, bañada por las lágrimas de los vivos y las gotas de lo inentendible.  

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