El despertador sonó tres horas antes de tiempo, no
sé porqué. Siete de la mañana. No era cualquier día, tenía una importante
entrevista de trabajo. Llevaba tres meses sin empleo, y los pocos ahorros que
tenía, se perdían como cataratas de cerveza por mi vejiga. Sofía me había
abandonado y llegaban rumores de su conocido romance con el peluquero del
barrio. Afuera, se escuchaba la fuerte lluvia en las calles. En fin, mi único
deseo en el mundo era dormir, pero el despertador estaba escondido en algún
recoveco de la habitación y jugaba a no ser encontrado.
En el camino hacia la meada matinal me pegué con una
silla en el dedo pequeño del pie. Le eché una sonrisa al espejo del baño y me
dije que ese sería mi día y que nada podría vencerme. El tipo del espejo no
respondió, se limitó a mirarme con cara de perro hambriento. El despertador
seguía sonando, lejano, jocoso, semejante al
llamado visceral del mismísimo Satanás. Me senté en el inodoro, algo
estaba mal. Hemorroides. Ardor anal. Me metí debajo de la ducha y me puse a
soñar. Soñé con comidas costosas, montañas nevadas, hadas, aeropuertos y
relojes rompiendo la estabilidad.
La entrevista era a las tres de la tarde. Preparé café y tostadas. Encendí el televisor
y observé los deportes, mi equipo había perdido por una diferencia de siete
goles, un nuevo record en la liga. Luego de las noticias mundanas, me situé a
planchar la camisa. Sonó el teléfono, la voz mecanizada de una joven me
informaba que el pago de mi tarjeta había vencido y que mi deuda ahora era más
grande e inabordable. La plancha había quemado el puño de la camisa. El despertador
seguía sonando, días atrás le había comprado pilas de larga duración. Observé con tristeza mi camisa y la tiré a la
basura. Fui hasta el baño y me puse gel y desodorante. Al lavarme los dientes
noté mi muela de juicio encallada en las encías, esa maldita muela que me
torturaba desde hacía años, le di un masaje pero el dolor perduró. Mi rostro, a
pesar de todo, tenía buena pinta.
Me fui de casa respirando esperanzas e ilusiones. La
lluvia era menos intensa que horas antes. Las hemorroides me castigaban
severamente, me picaban a cada rato, era un dolor muy cansino. Las calles
subían y bajaban, como un río turbio, avanzando entre grises nubes, hacia un desfiladero
de sueños y promesas sin cumplir, y yo avanzaba en eso río, engañado por las
propagandas y los olores, aspirando a ser alguien que no quería ser. En el metro,
las personas se me antojaron semejantes a un grupo de calaveras envueltas en
pieles moribundas, solitarias estrellas en un manto negro, rebosado de pestes y
mosquitos pegados a la humedad de una ciudad que se calcinaba a cada instante. Me gustaba observar a las personas e imaginar
que delirios desfilaban en sus cerebros, y así fue que me distraje y no bajé en
la parada que debía bajar.
Tuve que correr para llegar en hora a la entrevista.
Mientras corría pisé una baldosa floja y manché el pantalón del traje. La lluvia comenzó a caer a raudales.
El portero del edificio de oficinas me miró de
arriba abajo y señaló hacia el ascensor con el mentón. Las hemorroides estaban
agitadas, hacían cada vez más fuerza por brotar de mi culo. Lo más difícil en
esos momentos es tirarse un pedo, te sientes aterrado ante la posibilidad de
que tu ser se escape por la cañería trasera, o sea que, ante el pedo que tenía
atravesado y la imagen del rostro de mi entrevistador avecinando mi derrota, mi
situación no era más que una tragedia tan amarga como humana, de esas a las
cuales estaba acostumbrado, y por ende, no tuve otra opción que reír, haciendo
que mi vida no fuera más que una sátira de exiguo vuelo.
-Hola, buenas tardes, vengo por la entrevista para
el puesto de gerente de la compañía- informé a la secretaria que, sin levantar la
mirada, puso el tubo del teléfono en su oreja, apretó un botón y volvió a sus
asuntos.
-Me siento por aquí- informé.
La oficina sonaba como una ciudad enlatada a punto
de explotar. Compartían mi asiento un
ciego que vestía traje y una chica que parecía prostituta.
-¡Que lluvia!- dije para parecer amistoso.
Me miraron. No respondieron.
Pasó un rato.
-¡Juan Pérez!- llamó una voz ronca desde el interior
oscuro de una habitación.
El ciego se levantó y avanzó como un espectro
dirigiéndose a un matadero de almas.
Pasó otro rato.
-¡Lucas Martínez!- llamó la voz ronca.
Me levanté, timorato, cauto. La chica sonrió con
malicia. El culo ardía más que nunca.
Entré a la sala. Un hombre gordo, canoso, cuyo
rostro sudaba notablemente, me estudiaba impávido desde un enorme escritorio.
-Buenas…
-Buenas- respondió.
Me senté recto, enfrentándolo.
-Tu currículum por favor.
-¿Currículum?
-Sí, lo has traído, me imagino…
-No, la chica que me citó no dijo nada del
currículum.
Gesticuló malhumorado y me miró como si yo fuese un
alienígena inferior a él.
-Pero no se preocupe señor, porque tengo toda la
información aquí, en mi cerebro.
A continuación enumeré mi irrisoria experiencia,
agrandando algunos aspectos en el ámbito
que requería la oferta, obviamente.
-Dime Lucas tres palabras que te representen.
-Soy responsable, ambicioso y eficiente- mentí.
-De acuerdo Lucas. Ahora estudiaremos tu candidatura
y ya te diremos algo.
Ya conocía esa respuesta: no tienes la más mínima
posibilidad de ser nuestro compañero.
-Muchas gracias señor. Que tenga buenas tardes- dije.
Salí dejando charcos de agua y barro por toda la oficina.
La lluvia era hermosa, ya no me importaba ese
trabajo ni las hemorroides ni ninguna especie de triunfo. Las gotas me pegaban en el traje y resbalaban
por mi espíritu. Seguí caminando y ya nada fue real, la imagen desvanecida del
mundo en que existía me abrazaba y obsequiaba, mágicamente, un instante de
libertad.
Me senté en el banco de una plaza y observé a las
personas correr en busca de un refugio. Mis manos se arrugaron y sentí
felicidad. Y así me quedé, solo y alegre, escuchando el ruido del mundo desde
un lugar ajeno a él.
Paró de llover y emprendí el regreso a casa. En mi
caminata crucé mis ojos con los de una chica que andaba cabizbaja, abstraída, y
nuestras miradas se encontraron e intercambiaron algo más que sueños, nos
perdimos fugazmente en la fantasía de un abrazo amoroso y real. Pero parecía
ser que esas cosas ya no existían y se extraviaban, más allá, en los desagües
de un boulevard de luces rotas y flores muertas. Ella siguió su camino y yo el
mío, como siempre solía ocurrir.
En mi casa el despertador seguía sonando, el
desorden era increíble. Me desnudé y pensé. Pensé en que eso era lo que tocaba,
una vida atormentada por un despertador incansable, como una canción que decora
lo cotidiano, en donde los dolores del cuerpo y del alma, no tenían mejor
medicina que una mirada de mujer perdida en una ciudad de tristezas, bañada por
las lágrimas de los vivos y las gotas de lo inentendible.
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