viernes, 30 de diciembre de 2011

Utopía

Me sube el vómito de súbito, en el baño gris, y lo lanzo. Flotan ahora, como veleros, las amarillentas pulpas de naranja entre algunas gotas de sangre.

Así podría empezar la novela. Afuera los grillos y las grillas. Más lejos los autos tocan sus bocinas. Y todo se mueve, en autos franceses y autos chinos, en bicicletas y en triciclos, como el viento contaminado y la inflación. Estoy triste porque no es una agonía, solo un dolor estomacal, el resultado de una ingesta.

En la computadora, la hoja en blanco, la poesía. Nuestro movimiento, nuestra fe: oneirismo realista. El fracaso inherente, el lodo en sus ojos de mujer. Suenan las llamadas, no estoy, mañana podré, tal vez otro día, end. Buen día, hasta siempre.

La llamé y le dije que la odiaba. Ya sé, me respondió. Sus lágrimas caen del otro lado, sobre el pasto de invierno.

Y puedo decirlo muchas veces: te amo, te amo, te amo.

A veces lo crees y otras no. Es la única verdad. Las paredes están descascaradas, ya no importa más. Un ciclo, la herrumbre y la hoguera. Cenizas y más polvos. Un fénix maldito, imberbe. El humo de la marihuana en la otra habitación.

Ayer, hoy, mañana, pasado mañana, tras pasado mañana, trabajar. ¿Para quien o para que? Improvisación, decadencia.

-Renuncio.- le dije a aquella dama de pelo largo.

-Espera.- me respondió.- No te tomes tan a la ligera las cosas. Dame unos días y te encontraré otro lugar.

-Es que no lo sé.

-Si, si.- se apuró a decir.- En unos días ya te tengo trabajando en otro sitio.

Me sacó de la habitación rápidamente mientras comenzaba a balbucear mi desaprobación. Cerró la puerta y la trancó.

Inútiles. Inútiles experiencias. Inútiles horas. Inútiles mujeres de pelo largo.

Tenía el pelo largo, de otro color. Estábamos muy borrachos y desenvainó mi sable.

-¡Opa!-dije.

-¿Cómo?- dijo ella.

-Si, si.

Comenzó a utilizar mi sable como una palanca de cambios. Pasaba de primera a reversa con mucha facilidad. Los ojos de la noche nos espiaban como ranas en un estanque. Nuestro estanque temporal. Y sonaban las ambulancias, los cajeros, las discotecas, los aviones, los presidentes. Y yo me discurría en dos nalgas blancas y se me escapaban de mí, de mi cuerpo, de mi carne, mis fluidos. Era ese el anhelo infernal, la búsqueda del conocimiento, el momento vivaz. Sin embargo sigo sin encontrar nada, a pesar de los fluidos y sus piernas blancas.

Tenía ella las piernas blancas, pero algo más cortas. Me escapé y me fui al bar. Era un bar oscuro, con la música suave y sus borrachos en silencio esperando a la muerte.

-Una cerveza.- pedí.

Me puse a esperar a la muerte también. Y ella llegó, con sus piernas blancas y me dijo que me odiaba, que era el peor entre los peores y que me odiaba mucho.

-No te enojes.- le dije.- Soy así. No puedo cambiar.

Sigo esperando a la muerte, en el mismo bar, en la misma oscuridad. Y cada día me visita, me da un rodeo y se va. Cada día en la ventana.

Cada día que uno mira entre los marcos, ve la lluvia y las palomas y piensa. Todo está mal, todo está mal. Tendría que estar bien. Tiene que haber algo más. Y un día la vi alejarse y se perdió por entre los marcos de la ventana. Se fue planeando por entre las calles rotas y se desvaneció.

Ya no hay nada. Solo el dolor estomacal y la loca búsqueda de la ingenua utopía.

Así podría empezar:

Me sube el vómito de súbito, en el baño gris, y lo lanzo. Flotan ahora, como veleros, las amarillentas pulpas de naranja entre algunas gotas de sangre.

lunes, 26 de diciembre de 2011

La odisea



Me encontraba sentado en un banco de madera, mirando el reflejo del sol en el mar. Hacía un calor tremendo. El sonido de los jóvenes jugando al fútbol, más los llantos y las risas de varios niños, y las gaviotas que revoloteaban en algún lugar. La playa estaba llena de gente y desfilaban ante mí algunas personas despreocupadas y otras que se ejercitaban en bicicleta o a pié.

Sin notarlo, me vi hipnotizado por el andar de una hermosa mujer. Volví al mar y su sintonía, advertí la presencia de un extraño a mi lado. Le eché un vistazo: era una mezcla de locura, borrachera y cansancio. Enseguida pensé que me pediría una moneda o algo. Sin embargo, se quedó quieto, mirando hacia otro lado, respirando con vigor.

-Ulises me llamo.- dijo al rato, tendiéndome la mano.

-Lucas.- dije estrechándosela.

-Bueno, en realidad mi nombre verdadero es Odiseo, pero algunos me llaman Ulises. Como gustes.

Lo miré a los ojos y asentí con la cabeza.

-Si supieras que valientes eran los troyanos Lucas.-comenzó a narrar.- Eran días y días de batallas interminables. Agamenón, Diomedes, Atlas, Héctor, y los demás, luchando por algo que no podríamos jamás lograr. Todos fueron grandes personajes. Y en cierta medida, fue como si todos hubiésemos perdimos algo, sobre todo los valientes troyanos.

Uy… ¡Que suerte la mía! Odiseo, hijo de Laertes, tenía que venir a sentarse justo a mi lado. Al menos no pedía nada.

-Ajá.- asentí nuevamente.

-Agamenón- continuó concentrado-, fue el mayor perdedor del conflicto, sin duda.

Lo observé mejor. Llevaba el torso desnudo, la piel estaba bronceada y su musculatura era fornida. Luego, mirándose las manos como en busca de alguna señal perdida agregó:

-Nunca volví a ver a Penélope. Sin embargo, dicen que soy un héroe. Nunca conocí a mi hijo y no volví a pisar mi isla.

-Pero al final ustedes dos se habían reencontrado.- acoté, para ver hasta donde llegaba el asunto.- Con la ayuda de Atenea y todo eso. Telémaco y tú peleando codo a codo por el honor perdido. ¿O ya no te acuerdas?

El vagabundo tenía una larga cicatriz en su pierna derecha, que pude ver detrás de sus sandalias gastadas.

- Eso escribió Homero. Ése viejo loco contó tantas mentiras como verdades. Tendría sus motivos, supongo. Pero eso no fue lo que me pasó.

Me pareció ver un barco en el horizonte, en ese plano en donde el calor del sol difumina las imágenes lejanas.

-¿Qué te pasó? – pregunté luego.

-Los dioses me maldijeron. No solo Poseidón, sino Zeus, Eolo, creo que todos salvo mi fiel Atenea. Por más que viaje en barco, en tren o en avión siempre termino errando en países ajenos. Brasil, Camboya, Nueva Zelanda, Costa de Marfil. Nunca llego a Ítaca. Ese es el castigo que he recibido.

Encendí un cigarro e intenté terminar la conversación silenciosamente. En el horizonte ya no había ningún barco.

-Penélope.-comenzó otra vez.- ¿Dónde estará mi Penélope? Y he perdido tantos compañeros de viaje que ya ni recuerdo cuantos fueron. Primero mis hermanos guerreros, luego los demás ¿Sabes que duro es eso Lucas?

-Que poco equipaje para tan largo viaje que tienes.- le dije, cambiando de tema al ver sus bolsillos vacíos.

-Tú no me crees. Casi nunca me creen. Nunca me creen.- sentenció, encogiéndose de hombros.- Ha pasado tanto tiempo que ya no tiene relevancia. No te preocupes.

No supe que decirle.

Se levantó del asiento.

-Buen viaje.-me deseó

-Buen viaje.- le deseé.

Palmeó mi espalda, abandonó las playas y se perdió en la ciudad.





La Odisea

sábado, 17 de diciembre de 2011

Primavera en sombra

Era una de esas tardes en donde uno busca la sombra de un árbol y sus flores para protegerse del sol. El patio tenía olor a insectos húmedos, a polvos de primavera.

-Se está bien aquí a la sombra- dijo Valeria.

-Si, es verdad.

Observé su ropa harapienta y la tristeza en su rostro.

-¿Hasta cuando estaremos aquí Vale?- le pregunté.

-Quién sabe.

Los pájaros cantaban escondidos en los ceibos del lugar. Los demás pacientes del manicomio deambulaban como espectros por los alrededores. Miré nuestro entorno y no pude soportar la idea de que esta era la vida que tenía junto a ella.

-Lucas, Valeria, su medicamento- nos dijo el hombre de bata blanca.

Tragamos el medicamento.

Agarré su mano e hice que caminara junto a mí, dimos una vuelta y nos volvimos a sentar donde antes.

-Valeria, nos vamos a ir de acá.

-¿Si?

-Si, hoy, antes que termine el recreo.

Sus ojos cristalinos centellaron un ápice de esperanza. Rió extraviadamente, sumergida en caminos a tierras lejanas.

-¿Ves?- le dije señalando con la cabeza.- Allá, el alambrado está más bajo que en cualquier otra parte.

-Si.

-Cuando el cuidador haya entrado a algunos locos y venga por más, le pego un guantazo en la nuca y corremos, te ayudo a subir el muro y luego tu a mí. Afuera, corremos hasta perdernos.

Hizo un ademán de aceptación con la cabeza.

El sol refulgía llamaradas de fuego, el aire espeso se coló en nuestra parsimonia. Detrás del muro nos esperaba una vida llena de colores, de anhelos inconclusos, un sinfín de antojos de felicidad. El adiós a una vida desfigurada que nos había dado la espalda dejándolos a merced del olvido.

Valeria trozó un pedazo de su vestido azul que puso en mis manos. Me besó.

Los cuidadores comenzaron a sonar sus pequeñas campanas. Algunos locos se adentraron en el edificio, otros no.

Todo pasó muy rápido. Nos paramos. Me dirijo hacia el cuidador que tenemos asignado y lo golpeo con ambas manos, un puñetazo en cada oreja. Corremos. Ayudo a Valeria a subir el muro, luego ella me echa una mano a mí. Vislumbramos los pastizales verdes, más allá: el mar. Un cuidador agarra la pierna de Valeria, quitándomela, ella cae. Su grito ahogado. Mi caída.

Desperté sobresaltado, el corazón se me salía del pecho. El desorden de mi cuarto era el mismo de siempre. Me levanté y fui directo a darme un baño. En la ducha me sentí algo desolado por causa del sueño. Cuando salí, luego de saludarme, mi abuela me dijo:

-Lucas tenés café y unos biscochos.

-Gracias abuela.

Me senté en la cocina y busqué mi celular. Quería mandarle un mensaje de texto a Valeria, decirle que hoy salía de trabajar dos horas más temprano que de costumbre. Abrí mi agenda electrónica, buscando el número de Valeria pero éste no estaba. Que raro, pensé, se habrá borrado.

-Abuela, vos, por casualidad, ¿tendrás anotado por algún lado el teléfono de Vale?

-¿De quién Lucas?

-De Vale.

Los rayos del sol se filtraban por las ventanas.

-¿Quién es Vale?

-Valeria, abuela, el amor de mi vida.

-¿Valeria?- pregunto pasando un repasador sobre la mesa en donde yo comía los biscochos.

-Si abuela.

-No sé quién es Valeria.

-¿Me estás embromando abuela?

-No Lucas.

-Dale abu, que se me borró el número del celular.

-No, en serio, no sé quién es. ¿Quién es?

-Abuela hace más de un año que conocés a Valeria. La traigo casi todos los días.

Ella sonrío avejentadamente.

-No Lucas. ¿Estás bien?

-Yo si abuela. ¿Y vos?

Pobre vieja, al fin le había llegado la vejez. Me sentí triste al ver el paso de la vida en sus arrugas, en sus ojos apagados.

-Hoy te despertaste extraño Lucas.

-Si abuela, debe ser eso.

La besé la frente y fui a mi cuarto, recogí mi mochila, introduje en ella un libro que llevaba semanas leyendo y me fui a trabajar.

Las calles estaban poco transitadas, la humedad sofocante descendía en capas viscosas. Me subí al bus y me puse a leer. Leía la historia de un adolescente ítaloamericano, con problemas familiares, monetarios, sexuales, existenciales, una catarsis constante narrada con humor trágico y angustia inevitable. Una joyita, podría decirse.

Llegué a la oficina unos minutos tarde.

-Buen día.- dije, pero nadie respondió.

Encendí la computadora y me puse a realizar informes en formato Excel. Luego me serví un café y abrí mi casilla de correo electrónico para escribirle a Valeria. No encontré ningún mail suyo y me inquieté. Ayer mi casilla estaba plagada de sus mensajes de amor y otros. Supuse que podría ser alguno de esos virus que se meten en las cuentas del Hotmail. De todas formas, era un hecho extraño y decidí no escribirle.

La jornada discurrió lentamente en un cielo sin nubes. Acabamos los informes y abandonamos la oficina cuando comenzaba a caer la tarde. Las calles parecían pantanos ajenos, los transeúntes los personajes solitarios de una historia sin final feliz. Caminé con rapidez hacia la casa de Valeria, la necesidad de ver sus ojos y tocar sus manos me asfixiaba.

En la esquina de su casa nuestra plaza. Imágenes de tardes interminables hablando de nuestras quimeras desfilaron por mi cabeza. Nos vi a ambos, adolescentes, alrededor de los pájaros y de los niños, respirando la humedad de las flores, dejando que la vida por sí sola forjase el rumbo.

Subí los escalones del zaguán de su casa y apreté el timbre, éste no sonó y entonces golpeé la puerta. Las ventanas estaban cerradas, las maderas de la casa emitían un aura rancia. Nadie respondió.

La situación comenzó a alarmarme.

Miré la hora, conté el dinero de mi billetera. Resolví por fin visitar a mi buen amigo Facundo, que vivía a solo unas cuadras de la casa de Valeria.

Entré a su casa y nos saludamos con un afectivo abrazo. El olor a marihuana enseguida me inundó.

-¿Querés?- me dijo tendiéndome el porro.

-No Facundo. Ando nervioso, estoy preocupado.

-Por eso, fumate unas pitaditas y en seguida se te pasa todo. Contame que te pasa.

-No sé donde está Valeria. Y para peor perdí su teléfono y el mail lo tengo jodido, no sé que mierda le pasa.

-¿Dónde está quién?- preguntó aspirando una bocanada de humo.

-Valeria.

-¿Quién es Valeria?

-Valeria tarado.

Facundo sacó un CD de su caja y lo puso a sonar en el radiograbador.

-Me pasaron este faso que está buenísimo.-observó luego.- ¿Estás seguro que no querés?

-Si, no quiero.

-¿Qué me estabas diciendo?

-Que no encuentro a Valeria.

-¿Qué Valeria?

-Mi novia Facundo.- le respondí irritado ante su desidia.

-Si vos no tenés novia desde hace un año por lo menos.

-¿Hace un año? ¿El fin de semana con quién vine a tu cumpleaños?

-Creo que viniste solo.

-¿Me estás jodiendo Facundo?

-No, no- dijo riendo al ver mi enfado.

-¿Entonces?

-¿Estás bien Lucas? No me digas que estuviste comiendo hongos.

-¡Facundo!

-¿Muchas marihuana quizás?

-¡Andá a cagar!- dije y me enfilé hacia la puerta.

-Esperá Lucas, no te enojes. No sé de qué me estás hablando. En serio.

Observé la preocupación en su rostro y decidí no profundizar en el tema. A estas alturas mi consternación por Valeria estaba transformada en miedo hacia mí mismo. ¿Qué había pasado con ella? ¿Qué había pasado conmigo mismo?

-Nada Facu. El fin de semana me doy una vuelta por acá y hacemos algo.

Le dí la mano y me fui.

Me senté en el cordón de la vereda y encendí un cigarro. Facundo era quién me la había presentado, una tarde de lluvia en la puerta de la universidad. Habíamos pasado por todo tipo de aventuras juntos, los tres, y pese a ello sus palabras eran auténticas. Por sobre todas las cosas, mantener la calma era fundamental.

Descendió la noche arrullando a los seres con sus estrellas azules. Los árboles sonaban en forma de caricia sobre el viento, como dándole efímeros guiños en la oscuridad.

Crucé la calle y me metí en el bar. Me senté afuera y pedí una cerveza fría.

-¿No querés nada de comer Lucas?- me ofreció Luis, el mozo.

-No Luis. Gracias, no tengo hambre.

La calle. Un entramado de lo más complejo, los carteles de neón, burros ciegos circulando en ella, infantes curiosos escapando de sus padres, un varón besando a una hembra en una esquina en penumbras. Las cosas no perdían su belleza a pesar de los males ineludibles.

-¿Te traigo otra Lucas?- ofreció el mozo.

-Bueno, dale.

-Ya te traigo.

-Luis, no te vayas.- me apresuré a decir.- ¿Te acordás que anteayer vine verdad?

-Me acuerdo.

-¿Yo estaba solo o acompañado?

-Solo. ¿No te acordás que hablamos del partido de fútbol del fin de semana?

-Ah. Es verdad- mentí. Yo recordaba haber estado con Valeria discutiendo toda la noche por tonterías, y si, en algún momento de la noche conversé de fútbol con Luis.

Mi disyuntiva desembocó en una verdad incuestionable: Valeria tenía una vida. Yo recordaba a mi abuela y a Facundo intercambiando palabras con ella, y no solo a ellos, sino a un montón de personas que la conocían o la habían conocido. Mi cabeza no vacilaba ni era víctima de su propia obstinación, lo que sucedía era algo superior, entonces supe, no sé bien como, en donde radicaba la desaparición: mi estadía onírica la noche anterior.

Terminé la cerveza y regresé a mi casa fumando un cigarro al compás del chirrido de los grillos.

Mi abuela dormía entre el silencio de las paredes. Me acosté boca arriba, dejando que la luz de la luna me roce tenuemente a través de los vidrios de la ventana. Sentí por un momento que todo era parte de otro sueño. Tomé un poco de agua y el escalofrió del raudal cayendo en mi pecho hizo que deseche tal posibilidad. Aunque siendo sincero, la idea de que nada fuese real era por de más cautivadora. ¿Qué tanto podían importar las cosas? Al fin y al cabo no éramos más que voces que se apagan con el tiempo, tal vez una ola que borra huellas en la arena, las palabras huecas escritas en un papel enterrado.

No pude dormir en toda la noche, aunque poco a poco me fui sintiendo más aliviado. Para cuando salió el sol tenía un plan. Me tomaría el día entero para ir a cada uno de los hospicios de la ciudad y averiguar qué había pasado con ella. Tal vez allí tendría alguna premonición o pudiese esclarecer los recuerdos del sueño en un entorno similar.

Me fui de casa antes de que se levante mi abuela. Era una mañana clara y más calurosa que la anterior. En la ciudad había solo tres institutos para personas chifladas. Tuve que caminar ya que no tenía dinero ni siquiera para transitar en bus.

Entré a un instituto muy moderno que quedaba en frente a una gran catedral católica. Me atendió una mujer bastante antipática.

-Buen día.- le dije.- Estoy buscando a una paciente que se llama Valeria Veselinovic.

-¿Valeria cuanto me dijo?

-Veselinovic

-Déjeme fijarme en la computadora y ya le digo.

Miré a mi alrededor, la sala no tendría más de dos o tres años de construida, había un cuadro con el retrato de quien supuse sería un psiquiatra, el olor a pulcritud estaba por doquier.

-Aquí no me sale joven.- observó la mujer.

De todas formas yo ya había desechado la posibilidad de encontrarla allí.

Otra vez me vi caminando en las calles. El calor era cada vez más insoportable, me compre una botella de agua y desabroché mi camisa. Observé a un perro durmiendo a la sombra de una palmera y me sentí libre y unido al engranaje del mundo. Esto de sentirme unido al mundo era un buen síntoma, no era algo que me pasara muy a menudo, podría arriesgar a decir que los únicos momentos en que esto ocurría era cuando veía a Valeria y su belleza circulando atrevidamente por entre mis sentimientos más hondos.

Cuando llegué a este otro hospicio la atmosfera que me ciñó tenía algo especial. Tal vez fuese la gran escalinata rodeada de arbustos o los altos pilares que se veían a la entrada, pero me sentí enajenado, me adentré en un hoyo estrecho de sombras, en lontananza de los recuerdos más vivos.

En la recepción, esperando o no se bien qué, había una pareja de viejos mirando al vacío. Toque el timbre que estaba en la mesa de entrada. A los diez segundos apareció una joven vestida de negro, con el pelo recogido.

-Estoy buscando a una paciente. Se llama Valeria Veselinovic- indiqué.

-En la computadora no aparece.- me dijo luego de buscar.- Pero tal vez puede ser que no esté registrada, tenemos algunos pacientes que no lo están y sería de ayuda que sepamos quienes son.

- ¿Y como se puede arreglar eso?

- Espere aquí un minuto, iré por un cuidador que le pueda hacer una guía por las instalaciones. Además todos los pacientes están en el recreo de la tarde, va a ser más fácil para usted.

-Gracias.

Apareció un tipo moreno, alto y ancho, vestido con bata blanca.

-Por aquí.- me dijo.

Caminamos por un pasillo largo, a los costados las habitaciones, más adelante el comedor. Luego llegamos al patio.

Los ceibos estaban plantados simétricamente de dos en dos. En sus flores rojas se sentía el suave cantar de los pájaros. Caminé buscándola pero ella no estaba allí. Algunos pacientes se acercaron a olerme e intercambiar gestos pero yo me alejé de ellos.

Miré al cielo, el sol descendía como un volcán invertido derriténdose. Busqué un ceibo y me senté a su sombra. En el suelo un trozo de tela azul que recogí ilusionado. Sonó el timbre del recreo y los locos empezaron a entrar a sus habitaciones.

Bajo la atenta mirada del cuidador de bata blanca pensé en Valeria, en los sueños, en el mar. Pensé en ello y en mucho más.